«Cuchillos» por Luciano Casamajor

El sol atraviesa la ventana, revelando infinitas partículas de polvo en suspensión, y hace centellear los once cuchillos recién lustrados que descansan sobre el acolchado color pomelo. Estoy parada en medio de mi pieza. Estoy en bombacha y con una remera de Betty Boop que ya me queda chica pero la sigo usando de entre casa. Me ato el pelo. Sigue mojado: gotea por mi espalda. Pongo Como conseguir chicas, salto al tercer tema, Fanky, y subo el volumen del equipito Sanyo que me regalaron Iván y papá para mis dieciséis. En la tarjeta estaban los dos nombres, pero sé que lo compró mi hermano porque papá nunca hubiese elegido algo así y porque además estuvo las dos semanas anteriores a mi cumpleaños rengueando de la cama al living, siempre colgado de mi brazo.

Suena el riff de piano. Me agacho y levanto a Dauna en el aire: dos kilos de cedro de Misiones. Al contrario que un bebé, pesaba más antes de nacer, o sea hace tres años. Ahí era sólo un bloque con el que papá y yo salíamos de la maderera. Todavía no la había serrado en dos, vaciado y pulido. Me acuerdo de todas las herramientas carísimas que tuvo que comprar. Tardó un mes entero en construirme la valija.

Charly canta que gozar es tan diferente al dolor. Acaricio el lomo forrado en cuero de Dauna. Es el cuero de un novillo que teníamos en ese entonces. Papá lo había aceptado a cambio de un trabajo para un vecino de chacra y lo carneó cuando se recibió Iván. Esto fue hace dos años, pero yo todavía lo siento suave y caliente como si siguiese vivo. Tiene algunos agujeritos de polillas y la quemadura de pucho. Cómo lloré y me puteé, por arruinar a Dauna y porque papá se iba a enterar que había empezado a fumar. Con el tiempo la terminé aceptando. Sé que él la notó pero nunca me dijo nada.

Abro la valija. Me recibe el olor a barniz de sus entrañas. Obvio que me acuerdo cuando se lo pasé. Ahí yo ya había entendido que Dauna iba a ser para mí, entonces le hinchaba a papá para que me dejara ayudar. “Tenés catorce años”, me contestó una tarde. “Vas a durar diez minutos con el pincel y te vas a aburrir”. No sé si lo dijo en serio pero me jodió tanto que al otro día me desperté antes que él. Cuando entró al taller con el mate y la pava, yo ya había terminado de barnizar la mitad. Seguí sin darme vuelta. Lo escuché sentarse y después chupar la bombilla por una hora. Cuando paré a descansar la mano me ofreció uno. El olor acre del barniz se mezclaba con la yerba amarga y caliente. Tomé sin poder evitar la cara de asco, y él partió de la risa.

Meto los dedos en los compartimentos donde van los cuchillos y los sacó llenos de polvo. Soplo pero es una batalla perdida. Miro los cuchillos, mis cuchillos. Levanto uno y lo pongo en la palma de mi mano derecha, sintiendo el peso. Cierro la palma y aprieto. Mis dedos muerden el mango hasta ponerse rojos. Dejo el cuchillo. Agarro otro. Lo apunto hacia adelante, a una garganta invisible, lo sostengo un segundo y después tajeo el aire. Las pelusas huyen asustadas. La hoja es triangular, alargada y resplandece. La acaricio con la yema del índice. Está fría. Llego a la punta. Hago presión. Aparece una perlita roja en mi dedo y la chupo, dejando que el sabor a hierro inunde mi boca.

Dirijo el cuchillo contra el calendario clavado en la pared. En letras rojas gordas dice mil novecientos noventa y siete, y abajo noviembre. Busco el cuadrado con el número veintiuno, el de hoy, el del Encuentro, y le hago una marca invisible que me quedo mirando. Suenan golpes.

-Shifra- se cuela la voz de mi hermano Iván desde el pasillo.

-¡No entrés! ¿Qué pasa?

-Vení a poner la mesa, dale que nos tenemos que ir y voy a llegar tarde a la guardia.

En la puerta entornada alcanzo a ver su ojo izquierdo que me mira sin entender qué carajo estoy haciendo.

-Ahí voy. Cerrá la puerta.

Desaparece sin hacerme caso. Charly repite por última vez déjalo que suba. Dauna sigue vacía así que guardo mi colección, cada pieza en una almohadilla. Después la cierro, la trabo, la acaricio, la agarro de la manija y bajo a la cocina.

* * *

“Bienvenidos a Cañada Azul”

Iván dobla en el cartel. Pasamos la estación de servicio que siempre marca el inicio de un pueblo. La ruta se hace avenida de adoquín con nombre de prócer. Los campos y vacas se convierten en vidrieras y personas que nos siguen con miradas vacunas. Iván baja la ventanilla y saca un brazo. Cada tanto cruza una mirada con alguien, inclina la cabeza sonriendo y le devuelven el saludo. Yo también lo miro, miro su delantal y su valija negra, que es más grande que Dauna pero no tiene nombre porque mi hermano no hace esas boludeces.

Paramos en la plaza. Yo lo sigo observando.

-¿Qué pasa?- me dice divertido.

-Nada.

-¿Tengo mucha cara de dormido?

-Un poco, pero te queda bien.

-Bueno, bajate que tengo que rajar al hospital. ¿Venís a cenar? ¿Volvés sola?

-Obvio, no te preocupés. Gracias.

Me bajo y empiezo a caminar. Iván arranca. Por encima del motor me dice riéndose:

-Cuidate, ¡y no te cortés sola!-

Me doy vuelta para gritarle que es un gil pero la F-100 roja ya está llegando a la otra esquina. Dobla y se pierde de vista.

La plaza de Cañada Azul podría ser la de mi General Lapache o la de cualquier pueblo de Buenos Aires. El sol pica y el aire está cargado. Mis zapatillas levantan polvo mientras las arrastro. Dauna pesa. Me siento una babosa perdiendo su humedad. Llego a la entrada del hotel “La Reina” sudando, me tiro contra una pared y me desabrocho el cuello de la camisa a cuadros. La puerta doble vidriada está abierta y revestida de afiches relucientes con esos dibujos típicos de Molina Campos abajo del título “Doceavo Encuentro de Cuchilleros”. Paso un dedo por la impresión plastificada. Me resulta fea pero parece cara. No tengo idea quién la habrá pagado.

-¡Viniste nomás, rusita!

Mi tío Cachorro está parado en el umbral, con una sonrisa amarillenta y dos manchas de chivo en la remera celeste, abajo de los brazos extendidos.

-¡Rusita!- repite, da un paso largo y me pega un abrazo tan amoroso como caluroso. Este hombre es el hermano que mi viejo prefirió a los de su sangre.

-Cacho, aflojá que me desmayo.

Nos separamos. Me mira de arriba a abajo y me palmea en el hombro como si fuese su caballo preferido.

-Qué te dan de comer que estás tan alta y preciosa. Igualita a la Sabrina, que en paz descanse.

Siento que me va a dar un terrón de azúcar en cualquier momento. En vez de eso, esconde los dientes y agrega:

-Che, ¿cómo está tu viejo?

Lo miro fijo y él me entiende. Para que me preguntás cosas que ya sabés.

-Ahí anda, la va llevando. Te manda un abrazo y pregunta por qué carajo hicieron el Encuentro acá.

-Lo mismo pienso yo, rusita, lo mismo -Cachorro se lleva una mano callosa a la barba gris y negra que le cae hasta el pecho y se la peina poniendo cara de amargura- Es una canallada para tu papá, con su estado. Pero este Frauer… el importador, ¿viste?

-Ni idea.

-Bueno, él maneja el evento ahora y está haciendo las cosas distinto.

Vuelvo a mirar los carteles. El boludo que los diseñó eligió poner dos gauchos con rebenques. No hay ningún cuchillo.

-Parece que va a venir mucha gente, como cincuenta vamos a ser. Ya no entrábamos en una casa, y el hotel lo consiguió por un contacto en la Municipalidad. Pero igual, es una canallada.

-Bueno, ya está. Entremos que me muero de sed.

Cachorro me consigue una botella de agua y nos sentamos en unos mimbres de la recepción. El hotel está lindo, se quiere hacer el antiguo pero se nota que se estrena. Frente a nosotros hay un mostrador en ele. Después la planta baja se estira unos metros hasta una puerta grande.

-Contame de Frauer- le pido a mi tío y al segundo me estoy arrepintiendo. Te quiero Cachorro pero qué aburrido que sos.

Lo dejo hablar mientras mis ojos vuelven a la puerta del fondo. Hay una chica parada con una lista de asistencia. La acompaña un semicírculo de stands de plástico y media docena de promotoras, muy maquilladas y tatuadas de logotipos. Alcanzo a ver cómo le ofrecen a la gente que todavía no entró revistas, estuches, cuchillos, afiladoras, navajas.

Los ojos se me van hacia un chabón que desentona muchísimo con su campera de cuero negro y tachas, y el pelo rapado a los costados, con las puntas azules. ¿Quién es? Me muerdo el labio inferior. Está bárbaro. Cachorro sigue hablando como si yo fuese un micrófono. El extraño fuma, mira para los costados, tantea mercadería. No entiendo qué hace acá. Debe ser un curioso del hotel. Me sonrío. Él se despereza. Sobre su espalda enorme lleva escrito SINNER. ¿Eso es un nombre? Sinner. Rarísimo. No parece judío. Me gusta.

-Eu. Shifra.

Cachorro me sacude del cachete.

-¿Qué?

-Vamos que arranca.

Nos levantamos. Sinner habla con la chica de la entrada. Ella se ríe. Es una morocha tan plástica que no me sorprendería que se derrita. Lo deja entrar. No puede ser. Entonces… ¿es un cuchillero? Increíble. Uno de los nuevos, uno de los que trajo el alemán ese que dijo Cachorro. Pobrecito Sinner. Se imaginó cualquier cosa. Va a salir corriendo cuando vea el Encuentro.

-Shifra Lesnik- me anuncio.

Entramos a un salón. Las sillas de caños, la tarima de durlock y la tabla con caballetes haciendo de mesa delatan que no es un auditorio. Seguro es el comedor del hotel o algo así. Un par de ventiladores de techo ruidosos revuelven el aire caliente. Les cuelgan unas lámparas gordas, llenas de bichos muertos, con foquitos amarrillos que intentan iluminar el espacio pero no les sale muy bien. En las paredes cuelgan más afiches plastificados del Encuentro, ahora con letra verde con un efecto 3D horrible y otra vez muchos logotipos de marcas. Nada de este lugar me recuerda al último encuentro al que fui con papá. ¿Y quién es toda esta gente? Nunca vi tanta y no conozco a casi nadie. Siento un aura rara, espesa, como de siesta intranquila. Me empieza a joder la cabeza. Me masajeo las sienes y pestañeo despacio mientras Cachorro nos elige sillas en la cuarta fila.

-¿Vamos más cerca de la salida? -le pido- Tengo mucho calor.

-Pero con la luz de mierda que hay no voy a ver nada. Mirá, acá estamos abajo del ventilador.

Estás viejo, Cachorro. Nos acomodamos. Dauna descansa en mis piernas. Se hace silencio, bajan las luces y nos quedamos casi a oscuras a las dos de la tarde. Unos pasos hacen rechinar la tarima. El reflector ilumina una pelada con traje y un micrófono.

-Buenas tardes, ¿cómo andan? Bienvenidos a este encuentro número doce de cuchilleros. Tranquilos que es el nombre nomás, nadie va a terminar en el hospital, ¿no?

Algunos se ríen. Yo no. El calvo se alisa el saco y sigue:

-Bueno, bienvenidos cuchilleros y cuchilleras, hoy somos muchos, hay muchas caras nuevas, gente de todas partes tenemos, ¿no? A ver, levanten las manos. Vinieron de La Plata, a ver, una pareja, bienvenidos. De Capital Federal también, tenemos tres, cuartro, ¡siete!, siete de Capital, bienvenidos también. Y me dijeron de más lados, ¿de Concordia puede ser?, ¡sí, allá al fondo! -Cabezas en la audiencia giran a medida que él habla- Qué viajecito, che. ¿Me faltó algún lado?

-¡Pergamino!

-¡Rosario!

-Acá Chascomús.

-¡De Choele Choel!

El comedor se llena de cuchicheos. No entiendo nada. Parece el recreo de una escuela. Cachorro mira para todos lados nervioso. El pelado espera sonriente el silencio, y cuando llega dice:

-Había ganas de juntarse, ¿no?

“Siii” corea el público y estalla en risas. Se dispara un flash; recién ahí noto a los fotógrafos camuflados entre las sombras.

-Había ganas de juntarse- repite- Hacía dos años que no salía un encuentro, ¿no? Yo me voy a presentar, muchos ya me conocen, me llamo Gustav Frauer y hoy estoy de anfitrión. Pero les tengo que confesar algo: es recién el cuarto encuentro al que vengo. Qué chanta, ¿no? -hace una pausa- Soy un caradura, ya sé. Pero es que yo me enamoré de este evento. De este ritual. Me acuerdo cuando lo conocí, hace ya siete años, yo trabajaba de viajante. Me estaba tomando una caña Legui en una cantina perdida cuando me pongo a charlar con un tipo, macanudísimo. Me cuenta que esa tarde en ese pueblo en la casa de no se quién se hacía un encuentro de coleccionistas de cuchillos. Y a mí que me encantan los cuchillos, y las cosas raras, pensé no me lo puedo perder. Cuando entre con el hombre éste, me miraron torcido: eran quince tipos, se conocían entre todos. Gracias a Dios me dejaron quedarme. Se cebaron unos mates y empezaron a sacar unas facas enormes y a contar historias. Y yo ahí pensé: si salgo vivo de acá encontré mi lugar.

Aplausos. Frauer sonríe, tiene los dientes muy blancos. Creo que está maquillado. Me da asco. ¿Está improvisando o se aprendió todo este discurso de mierda? ¿Por qué papá nunca me habló de él?

-Pero algo no me cerraba. Me parecía un crimen que fuésemos tan pocos. Esto había que compartirlo con todo el mundo. Me explotaba la cabeza de ideas. Pregunté quién organizaba todo el asunto y ahí me presentaron al fundador, a Gabriel “el ruso” Lesnik-

El intento de auditorio se me vuelve más oscuro. No sé si quiero estar acá.

-Él es el responsable de que todo esto exista. Hoy no pudo venir por problemas de salud pero yo les pido un aplauso muy fuerte para él.

Más flashes y la gente vuelve a aplaudir muy fuerte, casi con violencia; el sonido me aturde. Me miro las manos, aferradas a Dauna. No, definitivamente no quiero estar acá.

-Cuando le conté todo lo que podíamos hacer con el encuentro, se imaginan qué hizo el ruso… casi se me viene encima. Un personaje.

Quiero que nunca más diga “el ruso”. Quiero que deje de hablar de papá. Quiero que mucho viento y mucha luz entren en el salón y descuelguen todos los afiches.

-Me hizo acordar a mi padre. Otho Frauer. Él nació en Münich y vino a la Argentina escapándose de la guerra. Bueno, en realidad quería ir a Estados Unidos. No era tonto el viejo, ¿no? Mi papá era muy habilidoso, sabía hacer de todo. Se levantó la casa sin ayuda de nadie. Yo le decía “¿Por qué no te ponés un taller? Contratás un par de empleados, les enseñás”. Él me miraba y respondía: “Los argentinos son todos vagos”. Y a mí no me daban ganas de discutirle. Claro, ahora entiendo, sería porque soy argentino, ¿no?-

Las carcajadas ya hacen de fondo del discurso: Frauer las sobrevuela y yo no me las banco más. “¿La botella de agua?”, le pregunto a mi tío. “La tiré antes de entrar. ¿Te sentís bien?”. Le quiero contestar pero tengo un nudo en la garganta.

-A los cincuenta y cuatro años mi viejo se cortó los tendones y nunca más pudo trabajar. La hiperinflación le comió los ahorros. Yo lo tuve que mantener el resto de su vida. Y todo lo que él sabía se perdió-.

Silencio en la sala. El tiempo parece suspenderse. Me arde la frente y me chorrea de sudor. Cacho me vuelve a preguntar en voz baja y alcanzo a asentir -Por eso quiero mejorar este evento, esta pasión de ustedes. Quiero que sea todo lo que puede ser. Hoy, acompañados por la gente de Viper, de Steinhalve… –para calmarlo pero la cabeza se me parte- gracias al encantador Hotel La Reina -este tipo no para de hablar, tengo la boca pastosa- la Municipalidad de Cañada Azul -¿por qué papá no me dijo nada?- ahora estas señoritas les van a dar -no aguanto más –gracias por compartir mi sueño.

Aplausos.

Me paro. Promotoras con folletos bajan de la tarima. Encaro la puerta. Frauer sonríe y aprieta manos. Cacho me mira y se empieza a parar. Estalla un flash. Le hago un gesto. Otro flash. Se queda pero no deja de mirarme. Otra voz el pelado blande el micrófono y vuelve su voz, pero yo ya camino hacia la luz, yo ya estoy afuera, cierro la puerta y me apoyo contra ella.

No hay chica. Los stands están vacíos. El hotel parece vacío. Sólo estoy yo con el latido en mi cabeza. Y enfrente, un pie contra la pared, el cigarrillo prendiéndose fuego, la mirada fija en mí, Sinner sonríe y me dice:

-¿Todo bien?

* * *

Me siento una boluda ¿Por qué se ríe tanto de mi pregunta?

-No, Sinner es una palabra en inglés. Me llamo Juan Cruz.

-¿Y qué significa?

-Buscala en el diccionario.

Estamos en un bar cruzando la plaza, abriendo la segunda Brahma.

-Qué poco útil que sos.

-¿Y Shifra? ¿De dónde viene?

-Es hebreo. Significa valiente.

Mentira. Significa linda. Le estoy mirando la cicatriz: un gusano rosado clarito que le repta de la oreja a la pera.

-¿Sos muy valiente vos?- pregunta, con un tono que me hace subir los ojos y chocarme a los suyos, color verde intenso, separados por una nariz aguileña.

Agarro el chop de cerveza, tomo la mitad, trago lento. Aprieto las piernas, que me tiemblan apenas, contra Dauna.

-Depende si vale la pena el premio.

Él sonríe, primero un poco, después muchísimo. El gusano se estira. Se empieza a cagar de risa. Qué le pasa a este tipo.

-¿Qué es tan gracioso?

Él sigue. Es una risa fuerte pero alegre, sin sarcasmo, que me muestra fotos de su boca. Cuando se calma me dice:

-Te queda bien el bigote-, y me señala la boca con un gesto.

Me vuelvo a sentir una boluda. Me paso rápido una servilleta por los labios y después me río, porque ya fue.

Le pregunto cómo llegó acá. Él pide otra cerveza y habla de una cadena de mails.

-Y te esperabas encontrar un grupo de punks.

-Por lo menos no tantos gauchos. Pensé que los habíamos matado hace un siglo.

-Pero nos reproducimos mucho, viste.

El mozo nos alcanza la botella. Juan Cruz me sirve mi quinto vaso.

-¿O sea que sos de acá?

La pregunta me sorprende.

-Sí, obvio. Bueno, no de acá, pero cerca. ¿Vos no?

-Soy de La Plata.

No digo nada. Me quedo pensando en una ciudad que no conozco. En venir de una ciudad tan grande a un encuentro de coleccionismo de cuchillos para irse a la media hora. En que estoy un poco mareada.

Nos quedamos en silencio, mirando la persistencia del sol del atardecer. Me agarra algo así como melancolía. Me dan ganas de irme.

-¿Qué hacemos?- dice él y yo me sobresalto.

-Creo que me voy a volver.

-Te alcanzo.

Digo que dale. Se siente bien decirlo. No me importa que sea un extraño, de muy lejos, que vayamos a estar solos en la desierta ruta de ripio a General Lapache. No me importa estar un poco en pedo. No me importa avisarle a Cachorro. Sólo quiero alejarme del Encuentro y de mi tristeza.

Salimos y doblamos la esquina. La cuadra tiene seis autos estacionados. Juan Cruz se para al lado de un Renault Fuego negro con la pintura levantada. Palmea el techo y mete la llave. Sentado, me abre la puerta del acompañante y me dice guiñando un ojo:

-Subite a mi vuaturé.

Cinco minutos después salimos a la ruta. El viento en la cara me despeja un poco y caigo en la situación. Este chabón es un desconocido total. Esforzándome por sonar casual, le tiro:

-Al final no entendí si coleccionabas o no cuchillos. No te vi uno solo.

-Y no, no soy Rambo. ¿Fumás? -me ofrece un Lucky Strike.

-No -digo. Él sostiene el paquete y termino agarrando uno.

Él sonríe. Me ofrece el perfil sin cicatriz.

-Dejar se puede dejar toda la vida- sentencia, y me estira un Zippo plateado con un águila en relieve. Cuando lo voy a agarrar me saca la mano. Qué te pasa chabón. Pela la llama y con su dedo medio, adornado con un anillo, me señala que me acerque. Lo hago con el pucho en la boca. Le busco la mirada pero él está concentrado en el horizonte. Está serio. No entiendo el juego. Me estás empezando a cansar, Sinner. Miro su pelo azul eléctrico. Qué pasaría si me tiñese así. Mi viejo seguro junta las últimas fuerzas que le quedan y me mata.

Fumo rápido sin sentir placer.

Después de un rato me dice:

-Sí, me gustan los cuchillos. Pero no le digo coleccionar. Todo eso de comprar el último modelo me parece una cagada. Por eso salí, no me bancaba al pelado. Yo junto cuchillos que me encuentro.

-¿Cómo te encontrás un cuchillo?

En un movimiento relámpago su mano guarda el Zippo en la campera, saca del mismo bolsillo una navaja y la abre frente a mi cara. Yo contengo un grito. Él sonríe o mejor dicho muestra los dientes.

-Rio de Janeiro. En la entrada de una favela.

-¿Qué es una favela?

-Una villa. En el baúl tengo más. Uno que gané a las cartas, cuando trabajaba en un barco. Otro me lo vendió un artesano de allá de La Plata. Otro me lo regalaron.

Me pregunto quién regala cuchillos además de mi papá.

-Pensé que el encuentro iba a ser distinto. Esperaba otra cosa, no sé. ¿Y vos, Valiente? Los tenés en la valijita esa, supongo.

Dauna baila con el traqueteo abajo del asiento. Ya entramos en el ripio. A lo lejos me parece ver el molino de la chacra Techea, la más afuera del pueblo.

Dauna se llama.

-¿Tu valija tiene nombre?

-Ajá.

Espero la reacción. No dice nada. No sé si eso es bueno.

-¿Y con qué la llenas?

-Más que nada regalos de mi viejo. Pero mirá esto.

No se mueve, siempre de perfil. En el bar no dejó de mirarme. Ahora sólo tiene ojos para la ruta consolidada el muy idiota. Le meto mano a Dauna y saco una hoja oxidada. En vez de tener mango se curva y termina en un cilindro hueco. La sostengo por la punta. Ahora vas a ver.

-Mirá.

Gira la cabeza. El relieve de la cicatriz se recorta contra el atardecer.

-Bueno, supongo que ahora me decís qué carajo es esto.

-Es una bayoneta -explico orgullosa-. De las invasiones inglesas. Me la afané de un museo una vez que fui a Buenos Aires.

Juan Cruz vuelve a darme el perfil. ¿En serio no me vas a decir nada? Estoy a esto de pegarle cuando tira una carcajada profunda.

-Al final te queda bien el nombre.

Sonrío en silencio. Ahora los dos miramos la polvareda que tiñe el horizonte.

Al rato pasamos la chacra Suárez.

-Vivo en el próximo terreno.

-Bueno.

¿Bueno? ¿Cómo es con este tipo? ¿Qué mierda le pasa?

Me la juego.

-Antes de llegar, a mano izquierda sale un caminito que da al arroyo. Digo, si te pinta.

-Qué invitación valiente. Me pinta.

Estacionamos abajo de unos árboles. Él apaga el motor. Cantan chicharras. La luz empieza a morir. El sol se desangra en rosas y naranjas.

Juan Cruz reclina su asiento y se recuesta sobre la esquina que se forma con la puerta del auto. Otra vez el silencio, pero ahora me mira mientras se pasa una mano por el pelo. Su boca está recta pero siento que me sonríe con los ojos. Miro para adelante, por el vidrio. El arroyo está oculto pero se deja escuchar: un hilo de agua saltando entre piedras y pastizales.

Incómoda, me muevo en el asiento, que rechina.

-Vengo siempre acá a tomar mate, me encanta.

-¿Y traés a todas tus presas?- dispara él.

Me sonrío.

-No, vos sos el primero.

-¿Ah sí?- Su mano se trepa a mi pierna izquierda. Entrecierro los ojos. Ahora el asiento del conductor es el que rechina.

-Eso hay que festejarlo- me dice casi al oído y, agarrándome de la pera, me gira la cara. Apenas separo los labios y recibo su lengua. Tiene gusto a calor. Es un fierro al rojo vivo sumergiéndose en la humedad de mi boca. Se mueve despacio, rozando la mía que está quieta como un animal encandilado. La mano acaricia la cara interna de mi rodilla sólo para distraerme. Quiere subir. Lo hace. Cierro un poco los muslos. Los anillos se traban en mi jean.

Juan Cruz me besa más fuerte, más grande, más hondo. Yo me dejo besar y le acaricio la nuca, el pelo corto transpirado. Mis dedos patinan por la punta de su columna hasta la espalda anchísima. Palpo las tachas en la campera de cuero. La ese, la i, la primera ene. No llego al resto de las letras.

La presa entre mis piernas se retuerce, quiere seguir. Aprieto más, aunque ya siento mucho calor en todo el cuerpo. Espío con el ojo izquierdo: Juan Cruz, arrodillado en la caja de cambios, se me viene encima de a poquito.

Le corro la cara.

-Pará, ¿y si vamos afuera?- susurro, y escucho lo entrecortado de mi voz.

Él se aleja un poco y me observa con una sonrisa de lobo. Después vuelve a su asiento.

-No, acá estamos bien. Tengo una idea mejor- responde. -Abrí la guantera. Sacá una caja dorada que tengo ahí.

Se la alcanzo. Es una caja chata. El metal está opaco. Adentro aparece un cigarrillo armado, como los que fuma papá, pero más gordo.

-¿Fumamos?

Chispa. Llama. Papel. Humo. Un olor dulce a madera. Me lo pasa. Lo estudio. Chupo.

Se me incendia la garganta.

Juan Cruz me mira fijo.

-¿Nunca habías probado?

Quiero volver a mentir pero no paro de toser.

Él pita, tira una columna de humo y me lo vuelve a dar.

-Te va a encantar.

Fumo con miedo y delicadeza.

-Dale más fuerte.

Obedezco y vuelvo a ahogarme.

-Duele pero así te va a pegar de verdad.

Se lo devuelvo. Él lo disfruta entrecerrando los ojos, reclinado en su asiento con una mano en la nuca.

-Abrí la guantera- me vuelve a ordenar.

¿Qué otra sorpresa tiene?

-Ya está abierta.

-Bien. Buscá un disco que se llama Ciudad de Brahmán.

-¿Como la cerveza?

-No, Brahmán, con ene al final. La tapa es violeta y tiene una mina.

Después de contestar me pasa el porro. Fumo pasando los CDs. Sigue picando pero me aguanto. De pronto se ríe largando el aire fuerte y dice:

-Como la cerveza, qué hija de puta.

Me río sin entender. Encontré el disco. No entiendo la tapa: además de la mujer se lee algo así como “Natao” en una letra horrible. Le pregunto quién es.

-Los Natas- me corrige -La mejor banda de la Argentina- Lo mete en una ranura y pone el volumen al mango.

Una guitarra distorsionada le pega una cachetada a mi mente. Me hundo en el asiento. Me siento como un globo muy inflado. Miro a mi alrededor. Estamos cubiertos en un humo fino, que tiñe toda mi visión. Afuera está oscuro. No queda del día nada más que la huella de una explosión.

Me corro un mechón rubio de la frente y una mano ajena me acompaña. Juan Cruz me mira a los ojos. Parece que me viera por primera vez. Sonrío. Los párpados se me caen un poco.

Sus dedos anillados bajan de las ondas de mi pelo hasta mi hombro izquierdo, se meten en el cuello de tela y en el de piel. Me acarician la clavícula y después trepan hasta el lóbulo de mi oreja. Aprieto los párpados. Veo estrellitas blancas sobre manchas rojas mientras un mareo terrible me asalta, y los vuelvo a abrir rápido. Siento que de mi panza emana un calor que crece y se mueve por mi cuerpo, que me desparrama. La primer mano de Juan Cruz me acaricia la nuca. La segunda vuelve a mi muslo. Pero esta vez las piernas se me abren solas y estoy muy volada para decirle algo.

Las voces del estéreo dicen cosas sin sentido, o no son voces sino guitarras. Juan Cruz se acerca. En flashes veo cómo se saca la campera y la remera. Su torso transpirado y sinuoso parece la corteza de uno de los árboles que nos rodean. Me vuelve a besar mientras el botón de mi jean salta sin oponer resistencia. Sus dedos patinan contra la tela empapada de mi bombacha. El roce me hace arquear la espalda, tirar la cabeza para atrás y soltar todo el aire de golpe. La boca de Sinner ataca mi cuello, lo chupa, lo muerde. Corre la tela. Me mete un dedo que entra muy fácil hasta el fondo. Me escucho gemir y abro los ojos todo lo que puedo, pero ya no entiendo lo que veo. El auto empieza a girar, gira el humo y giran los árboles, y él me mete un dedo más y yo me caigo en la oscuridad.

* * *

-Ey, Valiente. ¿Estás despierta?

Estoy afuera del auto, acostada en el pasto. No hay chicharras ni música. En medio de la noche el arroyo se escucha muy fuerte, parece un río.

-Shifra.

Parpadeo. Todo me vuelve.

-Te desmayaste.

La voz sale de la nada y me da un poco de miedo. Juan Cruz es una sombra más.

-Es muy tarde- susurro.

-¿Qué?

-Te tenés que ir.

-Pero, ¿estás bien?

-Sí. Andate. Por favor.

Lo adivino moverse en la noche. Se agacha y deja algo al lado de mi cabeza, algo con un olor familiar a cuero y barniz. Me abrazo a Dauna mientras el auto arranca y desaparece.

Me quedo muy quieta, escuchando el agua entre las piedras. No sé bien cuánto tiempo pasa hasta que vuelvo a la casa. Entro resignada a comerme una lluvia de puteadas, pero adentro todo es silencio. Subo las escaleras sonámbula y me derrumbo sobre el acolchado color pomelo. Tiro la camisa al suelo. Intento sacarme también el jean pero el botón, que ahora está abrochado, se me patina en los dedos. Por más que insista, me doy cuenta que sigo muy drogada o muy débil para ganarle, que sola no voy a poder, y poco a poco me quedo dormida.

(Continuará…)