El rayo de sol me pega en la cara. Camino por Coronel Díaz. Vuelvo a casa. Llego a Santa Fe, la avenida está llena de gente. Una promotora estira la mano, me encaja un folleto de Burger King y no tengo opción de decir que no.
Salí de la psicóloga aturdida por mi propia voz. Mientras, se me escapa la ciudad entre los pensamientos. Ayer fue mi último día de colegio y todavía no sé qué voy a estudiar. Dicen que a cada uno le toma su tiempo. Que no me tengo que apurar. De todas formas me produce cierta angustia.
Me sumerjo en las escaleras de la estación de subte Bulnes. Sin sacarme la mochila estiro mi mano hacia atrás en busca del bolsillo donde guardo la SUBE. Buenos Aires en diciembre se torna insoportable. La ciudad exhala su calor a través de las baldosas.
Cuando llego al andén por debajo de la tierra siento cómo se materializa en mí la llegada del verano. El calor me recorre la espalda. La temperatura de mi cara me avisa que estoy un poco colorada. Encuentro el ventilador gigante que tira chorros de aire caliente. Me paro debajo y siento alivio.
El tren todavía no llegó. Cuando estoy mejor camino por el andén. Lo recorro mirando a las personas que esperan como yo. Una nena tiñe sus labios con el azúcar impalpable de un alfajor . Un chico hipnotizado con su celular. Una pareja de ancianos, ambos con abanico.
Me paro detrás de la línea amarilla a esperar. En mis auriculares suena Cementerio Club de Pescado Rabioso. Un tipo que tengo al lado me mira. Lo miro, sostiene la mirada y yo también. Me pone un poco incómoda pero no puedo parar de mirarlo. Aguanto lo más que puedo pero me inunda la vergüenza. Camino unos pasos hacia lado contrario, paseándome. Él espera muy pegado a la línea amarilla. Lo miro de nuevo. Tiene el pelo color marrón claro, la piel un poco tostada y ojos muy celestes. Me gustan y pienso que la oscuridad de los míos no tienen con qué competirles. No entiendo por qué no me maquillé hoy a la mañana. Me siento horrible y él me encanta.
Se empieza a escuchar a lo lejos el subte rechinando con las vías. Miro hacia el túnel y se asoma la luz de frente. Cuando escucha el tren, me mira. Ahora sin disimulo.
No sé cuántos años tenés. Quizás veinti largos, digo, por las Converse azules. Pero veo en tu piel algunas marcas, no llegan a ser arrugas, pero me cuentan que el tiempo pasó. Quiero decir treinta, pero no te quiero ofender si es que llegas a tener menos. Sos hermoso. Tus ojos llaman la atención en tu piel morocha. Te quiero hablar. En realidad quiero que me hables vos primero o que al menos no me dejes de mirar. ¿Es la primera y última vez que nos vemos?
El subte se aproxima. Estamos cerca. Adivinamos en qué lugar caerá la puerta para entrar en el espeso vapor que trae el tren consigo. Vos quedas del lado derecho y yo en el contrario. Es la última vez que te voy a ver. Te miro.
Vení a esta puerta. ¿Qué hacés? ¿No ves que voy a subir acá?. Quiero que estemos al lado, que viajemos juntos.
Dejo salir a la gente que baja. Me ve y cambia sus pasos, camina hasta la puerta por la que entré y quedamos cerca. El subte está repleto. Hay tres señoras con jazmines en las manos que perfuman todo el vagón. El aroma, al mezclarse con el calor, se torna espeso y cautivante.
Quedamos más cerca que nunca. Ahora sí puedo oler tu perfume. Puedo percibir un dulzor especiado que se mezcla con la elegancia del tabaco y unas notas amaderadas.
Llegamos a la próxima parada, en la que entra más gente. Se hace necesario comprimirnos. Quedamos enfrentados.
¿De dónde te puedo conocer? ¿Será por eso que me mirás? Te sonrío. Siento mi jean transpirado. Ahora sí, lo tengo tatuado en la piel.
Las señoras de los jazmines se paran al lado de la puerta de salida, son de las pocas que bajan. Tengo el pelo atado en una colita alta.
Ojalá no me estés viendo los pelos de las cejas que no me depilé. Corro la mirada para evitar que me puedas inspeccionar con detalle.
Siento su cuerpo más cerca, hasta que nos chocamos. Su pierna toca la mía. Su mano húmeda parece buscar el bolsillo, pero entiendo que tarda en encontrar lo que busca cuando siento los roces.
Me encanta que te hagas el desentendido mientras me acariciás sin querer. Yo sí quiero. «yo sé que no soy yo a quién duermes»
La voz de la mujer por el parlante nos hace conscientes del trayecto que recorrimos y de cuál es la próxima parada. Debería acercarme a la salida pero la brisa de la puerta que se abre me llega y me alivia. Ahora, por primera vez, siento una presión que me hace humedecer. Spinetta me canta al oído: Oye dime nena, ¿dónde ves ahora algo en mí que no detestes?
Me muevo hasta llegar a la puerta. El subte se detiene y me bajo. Percibo cómo copia mis pasos, los suyos van tras los míos. Mientras camino hasta la salida para encontrarme con la ciudad, me saco los auriculares. Quiero estar atenta a los sonidos. El peso de su sombra me hace caminar más rápido. Escucho movimientos, como si él se apurara. Me da miedo y miro para atrás. Es él que mientras avanza me pasa por el costado. Ahora él camina adelante mío. Se da vuelta y me mira, sostiene la mirada.
Esos ojos que tenés, me volvés loca. Te quiero seguir hasta tu casa. O que me sigas vos. Que me hables, que me sigas mirando. ¿Por qué no te das vuelta de nuevo?
Se vuelve a dar vuelta, pero ahora detiene su marcha. Me da miedo y yo también freno. Me vuelve a mirar y nuestros ojos se encuentran nuevamente, pero ahora en la ciudad. Me sonríe. Yo lo miro. Deja pasar un auto y cruza la calle. Me hace un gesto para que vaya hasta ahí. Está parado al lado de un auto. Saca la llave, le saca la alarma y se mete.
Yo vuelvo a caminar. Escucho que el auto se enciende y viene hacia mí. Baja la ventanilla.
-Te llevo, ¿subís?
Con todo el miedo que siento, aún queda un pequeño lugar para pensar que de verdad es hermoso.
A pesar del calor que hacía allá abajo, estás intacto. Sos un desconocido hermoso. Quizás el platónico callejero que más me gustó.
Me quedo parada en la vereda. Estamos en una calle poco transitada y los árboles cubren de sombra el empedrado.
-No, camino. Gracias.
Sonrío y arranca de nuevo.
Él avanza a mi lado e insiste.
-Dale, hace calor, subí.
Se estira y abre la puerta del acompañante.
Me quedo parada.
No te conozco, nadie sabe que estoy acá y menos que me puedo llegar a subir a tu auto. Es que sos tan lindo que no creo que seas malo o seas un loco.
Me subo al auto, él me mira fijo a los ojos y yo también. Cierra las ventanas y prende el aire acondicionado. Cuando el auto arranca se prende automáticamente la radio y descubro que su última decisión musical fue Pescado Rabioso. Avanza por la calle cuando escucho la traba de las puertas. Un nudo se ata en mi garganta. Se escucha a un volumen agradable No estoy atado a ningun sueño ya, las habladurías del mundo, no pueden atraparnos.
-¿Cuántos años tenés? Le pregunté casi sin pensar que lo decía en voz alta.
-35, ¿Vos?
-17. Dije sin mirarlo.
Después de dar algunas vueltas por la ciudad, estaciona en una calle en la que no hay gente. Se desabrocha el cinturón de seguridad, se acerca sin hablarme, despacio. Acorta la distancia que nos separa hasta que me da un beso. No pide permiso y yo accedo. Mete su lengua en mi boca y la hace pasear exquisitamente, es beso húmedo, largo y hermoso.
Giro la cara hacia el lado de la ventana y cuando no me mira me seco un poco la boca.
¿Venís? Me pregunta mientras se pasa al asiento de atrás.
Mientras los asientos de cuero rechinan por el movimiento llego a la parte de atrás.
Cuando me siento, nuestras manos se tocan y registro el frío de su anillo, un anillo dorado que adorna su cuarto dedo de la mano izquierda. Él oculta su mano, pero alcanzo a ver cómo se lo saca y lo guarda en el bolsillo de su pantalón. Me mira fijo a los ojos, como si estuviera catando el color exacto de ellos y después recorre mis facciones con su mano vacía. Con la otra me acaricia las piernas. Me desabrocha el botón del pantalón y se aventura a deslizar el cierre. Mueve el jean pidiendo permiso para bajarlo un poco. Accedo y me empieza a tocar por encima de la bombacha. Cierro los ojos y mete la mano por abajo. Ahora las sensaciones son más nítidas. Veo veo las palabras nunca son, lo mejor para estar desnudos. Uno de sus dedos se mete adentro mío y la humedad aumenta. Es como si guardara el vapor y calor de la ciudad en mi bombacha a lunares. El dedo se unta en lo mojada que estoy, entra y sale de mí con mucha facilidad. Le digo que me encanta al oído.
Sé que su mano ya no brilla y busco en su bolsillo. Lo encuentro fácilmente. Él se opone agarrando mi mano, quiere dejarlo donde está.
-Dejame. Le digo.
Le pongo el anillo en el dedo correcto y me meto su dedo en mi boca. Lo chupo entero. Chupo el aro dorado hasta sentirle el gusto. Recorro toda la superficie de su dedo con mi lengua. El dedo es largo, siento los vellos y las pequeñas arrugas que lo conforman. Saco el dedo de mi boca y lo guío para que sea éste el dedo que me meta. Me gusta y más que antes. Entiende cómo y se apropia de los movimientos, ya no hace falta que lo guíe. El frío que entra y sale me hace calentar, estoy cada vez más mojada. Su auto es más caluroso que el subte en diciembre.