«Luna de Fez» por Nicolás Chausovsky

Danielita era hermosa. Veinticuatro años. El color de su piel lucía un tostado natural. Sin dudarlo, elegía perderme en el negro profundo de sus ojos. Sus labios eran delgados y pedían a gritos que se los mordiera. Las ondas de su pelo caían sobre los hombros siempre descubiertos. Estudiaba psicología en la UBA y vivía en Boedo junto a sus padres. Nos habíamos conocido en las clases de teatro. Nos gustamos desde el primer día. Ella sabía que estaba de novio y, por eso, cada vez que intentaba un avance carnal, hacía todo lo posible por frenarme.

Durante los últimos meses habíamos estado franeleando fuerte mientras ensayábamos. Nos juntábamos a hacer ejercicios en un departamento vacío que tenía su familia a la espera de ser alquilado. Allí, repasábamos las escenas que después representaríamos en clase. Casi siempre elegíamos una situación en la que una pareja discutía y después se arreglaba fruto de la pasión que los unía. Era así como terminábamos a los besos y a los revolcones caminando sobre la permeable frontera que distingue ficción de realidad.

Un par de semanas antes de separarme, Danielita vino a ensayar al departamento que compartía con mi novia. Era sábado a la tarde, Pau había salido con su amiga Sol a merendar y me dio vía libre para invitar a mi compañera a casa. La escena que preparábamos para la muestra de fin de año era la de película Whatever Works de Woody Allen. Allí, personaje naive que interpreta Evan Rachel Wood decide darle un corte definitivo a la relación y  pone en aprietos emocionales a la soberbio intelectual caracterizado por Larry David.

Estábamos pasando letra en la cocina y, en un impulso fuera de guión, la tomé de la cintura. Deslice mi otra mano dentro su musculosa y con la yema de los dedos empecé a rozarle los pezones. Fui descendiendo hasta filtrarme dentro de su pantalón. Lo primero que sentí fue la suavidad de la tela de su bombacha. Se la corrí y empecé a acariciarle los labios de la vagina. La masturbé en forma suave y constante. Se humedeció. Esbozó un intento de resistencia que se deshizo en seguida. Ese movimiento de cintura me excitó. La pija se me puso dura. Me desabroché el jean y le pedí que me la agarrara. Nos besamos y nos tocamos un buen rato. Luego se arrodilló y me bajó los pantalones hasta los muslos. Volvió a atraparme la pija, la arrimó a su boca y la sostuvo con los labios. Tenía talento. Era una de esa habilidades que una vez que se aprenden nunca se olvidan. Como andar en bicicleta sin tocar el manubrio.

Se escuchó el ruido de las llaves. En los cinco segundos que Pau tardó en abrir la puerta y aparecer en la cocina, nosotros ya estábamos vestidos y separados por una mínima distancia que pretendía disimular lo sucedido. La piel sonrojada y el pelo despeinado de Danielita atentaban contra la puesta espontánea que estábamos montando. Pau la saludó en forma correcta pero fría. A mí me dio un largo beso en la boca. Nos había traído un budín de banana para acompañar el mate y el ensayo.

* * *

Mi departamento de soltero seguía teniendo el aspecto de un aguantadero. La mitad de las cajas permanecían sin abrir y, si no fuese por el colchón en el suelo, nadie hubiera pensado que allí vivía alguien. En esa escenografía, un viernes me decidí a invitar a Danielita. Estaba pendiente coger.

Ella tenía muy claro que su piel contrastaba a la perfección con los colores crudos. Las mujeres conocen las combinaciones que las hacen irresistibles. Mezclan perfumes con miradas, palabras con escotes o silencios con sonrisas cuando buscan provocar el hechizo. La alquimia que manejaba Danielita era un brebaje que fundía belleza barrial con dosis de ingenuidad adolescente. Además, llegó con una botella de Fernet.

Después del incidente en mi ex casa, solo nos habíamos cruzado una vez en clase. Con todo el quilombo mental que me estaba significando la separación había decidido dejar teatro. Unos cuantos SMS de ida y vuelta nos mantuvieron comunicados durante ese período, pero no mucho más. La depresión y la culpa me habían paralizado. Me faltaba valor y no tenía energías para encarar una situación de seducción. El retorno a la soltería lleva a la promiscuidad y la promiscuidad a exigencias de rendimiento en la intimidad. Imaginarme remando con sonrisas o chiste malos la posibilidad de una erección fallida me daba pereza. La paja funciona como un lugar ajeno a la mirada escrutadora de los otros y, por tanto, un remanso de confort emocional.

Destapamos el Fernet y servimos dos vasos con Coca. Charlamos un buen rato y nos actualizamos de la vida. Danielita había empezado a salir con un pibe que militaba en el PRO. No le parecía muy inteligente pero la trataba bien. Eso la conformaba. Yo le conté que no tenía para nada claro qué iba a ser de mi vida. Le mentí diciéndole que ya había encargado un sillón y una mesa ratona con la idea de darle otro aspecto a mi casa. Me preguntó de qué color iba a ser el sillón. Le dije que no lo tenía definido y que me parecía una excelente idea que fuera ella quien lo decididiera. Violeta, me dijo. Sabiendo que eso nunca sucedería, le dije que era una opción super acertada, que mañana mismo confirmaría el pedido con el vendedor y la besé. Danielita sonrió y me confesó que estaba enganchada conmigo. La volví a besar mientras nos arrastrábamos hacia el dormitorio. Dejamos caer nuestros cuerpos sobre el colchón y nos quitamos la ropa. Desnuda, Danielita era una muñeca. Armoniosa por donde se la mirara. Los bucles caían sobre sus pequeñas tetas que se erguían orgullosas. Usaba el depilado completo.  Su vagina se exhibía como una sutil rayita entre sus delgadas piernas. La abracé fuerte y apreté su pecho contra el mío. Mientras me recorría el cuello con la lengua me pidió que le mordiera la boca y le metiera el dedo en el culo. Le concedí el deseo con gusto. Luego la di vuelta para que se pusiera en cuatro. Jugueteé con mi pene, rozándole los labios de la vagina hasta que se me puso aceptablemente erecto y la penetré. No usé forro. Con una mano la tomé de la cintura y con la otra la sujeté del pelo. Ibamos a destiempo al principio. Ella adelantaba su cola y yo retrocedía la pelvis. La primera vez con una chica siempre me cuesta. Hasta ese momento, no había tenido sexo con muchas mujeres. Siete u ocho como mucho. Y con ninguna había sido igual. En un momento, Danielita enderezó su espalda e hizo que me fuera mucho más cómodo penetrarla. Encontramos una posición que nos calentaba a ambos. Empecé a metérsela cada vez más fuerte y a dejársela más tiempo dentro. Sentí como se mojaba hasta llegar al orgasmo. La pija se me había hinchando y estaba a punto de estallar. Danielita se soltó. Despegó su cuerpo del mío, se arrodilló en la cama y se la metió en la boca. Empezó a chuparla como si fuese lo único que le importaba en la vida. Mientras lo hacía, me dirigía la mirada. Su ojos eran ingenuamente perversos, casi infantiles. No pude más y eyaculé. Eso no la frenó. Danielita siguió tragando lo que le tocaba en suerte. Una sensación de angustia me invadió. Pensé en Pau, mi ex novia. Me sentí solo. Vacío. Cumpliendo una condena justa pero excesiva. Danielita terminó lo que había empezado. Se recompuso y me besó. Tenía restos de semen esparcidos por toda la cara.

* * *

Pasé casi toda la noche despierto. Dormité un poco la primera hora, pero después me fue imposible conciliar el sueño. Tenía la cabeza a mil. El tic tac del segundero del reloj de Danielita retumbaba en mi cabeza. Su brazo cruzaba en diagonal mi torso y tenía la mano apoyada suavemente en mi cuello. Una luz tenue ingresaba por las hendijas de la persiana debilitando la oscuridad del cuarto. Se notaba una marca de humedad que surcaba todo el techo. Me perdí recorriendo el detalle de esa rajadura que sobre mi cabeza se ramificaba e insinuaba tener vida.

Siempre fue Pau la que solucionaba los problemas de la casa. Con sus propias manos o encargándose de convocar al plomero o al electricista, era ella quien se hacía cargo. Yo no pagaba las cuentas. Ni sabía cómo hacerlo en el cajero automático del banco. Tampoco me preocupaba en aprender esas cuestiones. Me divertía verla metiendo mano en la mochila del inodoro para que dejara de tener pérdidas. Ella disfrutaba humillándome con mi torpeza para las manualidades. Era un gag que repetíamos y nos causaba gracia. Pau también se las rebuscaba con la guitarra criolla y con cuatro o cinco acordes acompañaba cualquier velada. Se sabía el punteo de Post Crucifixión de Pescado Rabioso y, cada vez que la tocaba, terminaba observándola cautivado y un poco más enamorado.

Hicimos muchos viajes durante los nueve años que compartimos. Atravesamos Bolivia con mochila, repitiendo el menú salchipapa con cerveza cada tres días y masticando hojas de coca como postre para no quedar tumbados por el efecto altura. En Brasil, alquilamos un choza inacabada en un playa perdida del litoral de Bahía. Allí, jugábamos a escribir nuestros testamentos. Como una humorada, lo que ella siempre me dejaba eran deudas y boletas de servicios que debía ir a cancelar en una inventada oficina en el microcentro porteño. Mi herencia eran castillos, Lamborghinis y cactus venenosos. Una tarde en Barcelona, nos metimos en esas cabinas en las que te sacas varias fotos seguidas. Improvisamos un dramón tipo novela mexicana en clave de comic. Habremos estado más de veinte minutos ahí adentro. Invertimos casi 50 euros en esa producción. Cuando salimos del cubículo, un par de viejas que esperaban su turno nos miraron con caras de indignadas. Pau les dejó como regalo la secuencia fotográfica que acabábamos de registrar.

La mancha de humedad volvió a ponerse por delante de los recuerdos que disparaba mi mente. La bóveda entera del cuarto pareció reducirse y la cama a ascender hasta dejarme aprisionado entre el colchón y el techo. La respiración se me hizo más corta y agitada. Exhalaciones e inhalaciones resonaban estruendosas como si fueran una voz interior. El recuerdo de un picnic en medio de la campiña del Valle de Loire con vino tinto, queso y paté empezó a tomar forma y se materializó como una imagen vívida en primer plano. Habíamos alquilado un auto en París y veníamos recorriendo kilómetros visitando castillos y viñedos en el sureste francés. Frenamos al costado de la ruta donde encontramos un mesa de tablones de madera. Descorchamos el chinon, una de las variedades de la zona, y nos dispusimos a saborear los manjares que traficábamos. Estaba fresco pero el sol pegaba y nos calentaba un poco. El cielo, azul eléctrico, huérfano de nubes. Apoyé mi mano sobre la de Pau y me detuve a mirarla a los ojos. Me vi reflejado en el celeste cristalino de su iris y le dije que, pasara lo que pasara, lo nuestro sería para siempre. Sonrió y me besó. Acercó su boca a mi oído y me susurró que eso, ella ya lo sabía.

(Continuará…)