Ella no sabe leer. El papel que deja en mi mano no fue escrito por la suya.
A veces me mira como si sospechara, como si en mis ojos viese la desesperación de un cuerpo vencido y fallado, y temiera el contagio.
Camina arrastrando sus pies, quiere hacer audibles las cadenas de una vida parasitaria.
Próxima estación: Facultad de medicina.
Hoy esta vestida de rosa y de espinas, como casi todos los días. Esta vez me toca la estampita de San Gabriel, y quiero tomarlo como señal de un anuncio esperado, ese que en mi naturaleza no se hará presente.
Lo ensayé todo esta semana durante el café. Repasé movimientos y distancias; la estrategia completa de un rescate ilícito, egoísta y necesario.
En casa hace tiempo que abunda el silencio. Mariano y yo tenemos la boca seca de palabras y eso ayuda a pensar y un poco a morir.
Con ella volverían los sentidos a la casa, y tarde o temprano Mariano dejaría de reprocharme mi desvarío y simplemente se entregaría a la recompensa de mi heroísmo.
A veces creo que él la necesita más que yo.
Próxima estación: Callao.
Transmitirle valores iba a ser difícil, o al menos contradictorio, aunque explicarle el significado de la justicia no sería un desafío. Ambas podíamos definirla por el simple hecho de jamás haberla encontrado en nuestros caminos.
Éramos reflejos antagónicos. Yo estaba destinada a no poder generar vida y ella había sido fecundada con una muerte prematura. Un espejo dramático en el que nadie se animaría a mirarse.
Yo iba a ayudarla a soltar su mano de la fatalidad que amenazaba con atropellarla, con pasarle por encima en cada una de las estaciones de su infancia. Nadie habría de juzgarme; todos a mi alrededor lo habían fantaseado alguna vez. Todos éramos cómplices pasivos del deseo de revertir su destino desgraciado.
Nadie se va a oponer, agacharán sus cabezas en señal de aprobación y sus silencios serán aplausos que elogiaran mi osadía.
Próxima estación: Tribunales.
Su rostro aniñado y anacrónico camina hacia mí como un fantasma en trance. Ella nunca fue poseedora de su tiempo, ni del vestido rosa que la convierte en una bailarina subterránea rogando atención en puntas de pie excesivamente gastadas.
De mi asiento a la puerta hay cinco pasos, que deberé efectuar en escasos segundos, en el momento cuando la bocina anuncie el cierre. La tomaré en mis brazos rápidamente, escucharemos la puerta cerrándose detrás nuestro, y con ella todo rastro de una identidad no merecida.
Nadie la buscaría, y con el tiempo ella podría empezar a encontrarse.
Con sus pequeños dedos toma mi dinero y levanta la vista para agradecerme, clavándome sus ojos empañados de mutismo. Entonces la veo de cerca, y con nuestras miradas nos contagiamos un miedo que ni San Gabriel arcángel es capaz de combatir. Y mientras nos dejamos aturdir por una bocina metálica, pensamos que hoy no es nuestro día de parto, pero que inevitablemente está próximo a llegar. Y así, sin necesidad de hablar, nos convencemos de que tal vez podemos resistir un día más la contracción de un abrazo reprimido, que puja desesperado por nacer.