Cuando me quise dar cuenta ya se había hecho la hora y me vinieron a buscar para llevarme al quirófano. Le di un beso a Nico, uno a mi mamá, y uno a la muñeca de Amma que había llevado para cuidarme. Amma es una gurú de India de la cual soy devota. La muñeca es una representación de ella, para que sus seguidores puedan tener su energía cerca cuando la necesitan. Esta muñeca fue bendecida por la gurú cuando estábamos en su ashram en India. Desde ese entonces, se transformó en uno de mis objetos más preciados, es como un vudú del bien.
Me subieron a una silla de ruedas. Una vez ahí, lo único que se me ocurrió hacer fue repetir el mantra (una frase de protección) que me había dado Amma en India. La pronuncié una y otra vez hasta llegar al quirófano, mientras un enfermero me arrastraba por los pasillos del hospital. El efecto de “travelling” que se producía con mi punto de vista sobre la silla móvil empezó a transformar la situación en una escena de una película sobre mi propia vida: todo pasaba con una cierta extrañeza, fluidamente. Nunca había andado en una de esas. Es como que te lleven en un cochecito de niño.
Cuando me hice el “Evatest” que dio positivo, no estaba segura de estar contenta por el embarazo. Más tarde, cuando me enteré de que había perdido el embarazo, me di cuenta de que en realidad sí lo quería. Típico mío, querer lo que no tengo o no puedo tener. Me daban tantas ganas de conservar esta situación, que ahora me tenían que hacer este “procedimiento” (nombre que usan los médicos para no decirle “operación”) porque a pesar de las contracciones luego de la pérdida no había expulsado los restos del embarazo. Estaba reteniendo lo que quedaba y no había ritual, meditación o remedio homeopático que lo hiciera salir.
¿Cuántas mujeres estaban pariendo en este momento en el mundo? ¿Cuántas haciéndose un aborto por un embarazo no deseado? ¿A cuántas en esta clínica le estaban haciendo un legrado como a mí, que sí querían su embarazo, pero no podían tenerlo?
Llegamos al piso menos uno y el enfermero me empujó hasta la puerta de la sala de quirófanos que decía “no pasar”. Las compuertas se iban abriendo y cerrando mientras me llevaba, iluminadas por luz de tubo, con paredes blancas y grises, pies de sueros, camillas y otros artefactos médicos a los costados. Todo me daba una sensación de extrañeza, lo había visto en la tele pero ahora me estaba pasando a mí. A pesar de todo, estaba tranquila, en paz. Me había entregado a esa situación todo lo posible, y ahí estaba, rezando mi mantra. El enfermero me dejó estacionada en la puerta y tocó un botón para anunciar que había llegado el paciente al quirófano. Sonó el timbre: su sonido era el tema “Bajo el mar” de la película La Sirenita. Miré al enfermero preguntándome si estaba delirando. No. El timbre efectivamente sonaba como el tema del cangrejo Sebastián y era larguísimo, uno de mis temas favoritos de la infancia.
Me vino a buscar una señora con cofia y me preguntó mi nombre y cuándo había comido por última vez, mientras me seguían arrastrando. No me daba la cabeza para absorber toda la información. Veía muchos objetos nuevos, gente con cofias… y, además, había muchos quirófanos ahí adentro, no me lo imaginaba así. Pensaba que sólo había uno, pero es un espacio con muchas salas de operaciones, una al lado de la otra. En una que tenía las puertas abiertas vi que estaban operando a alguien. Había dos mujeres hablando en la puerta de ese quirófano. Unos cirujanos le estaban sacando algo de adentro al paciente. Cuando se dieron cuenta de que yo estaba viendo, taparon la puerta con sus cuerpos para que no pudiera ver.
A la derecha de esa sala, estaba la que me tocaba a mí, y las puertas ya estaban abiertas. Era un lugar enorme. Estaba mi doctora vestida con pinta de operación para recibirme. Miré hacia adelante y empecé a sentirme como si estuviese suspendida en el aire. Algo me tomó energéticamente, sentí que podrían haber sido mis maestros espirituales que estaban trabajando conmigo para empezar a sacarme de mi cuerpo y prepararme para la operación. Miré todo el quirófano de nuevo y sentí muchas presencias. Vi como si fuera un sueño, entre sombras que se mezclan con la realidad, que había espíritus de todo tipo en el quirófano. Si me hubiesen dado tiempo de concentrarme podría haber dicho si eran hombres, mujeres, niños, o qué llevaban puesto. Entre ellos, reconocí a mis maestros y también pude sentir que estaban los maestros de los médicos y de sus asistentes. Además, había espíritus, quizás de la gente que murió ahí, no pude descifrarlo con exactitud. El total de humanos en la sala sumaba seis, pero con las presencias podría decir que éramos unos cincuenta en total.
Miré para adelante y me encontré con un médico joven, re atractivo, que tenía algo especial. Me gustaba. Me miró y se que también le atraje. Yo estaba en bata y en culo, con una cofia horrible, él tenía un ambo, pero igual me gustaba y pude darme cuenta de que yo le gustaba. Se presentó: era mi anestesiólogo y dijo que me iba a acompañar en toda la cirugía. Me gustó mucho que dijera la palabra “toda”. Sentí algo así como atracción sexual a primera vista. El pibe era obvio que era un intenso de los míos, tenía algo muy mágico y muy dark, era como un hipnotizador o un encantador de serpientes. Me dijo que tuviera cuidado cuando bajara de la silla de ruedas y me sentara en la camilla.
En ese momento, me hablaron todos los que estaban en la sala a la vez. El doctor me preguntó si tenía la vacuna antitetánica, y me acordé de que sí, que me la había dado hacía tres años cuando había ido a la selva venezolana para un encuentro espiritista. Por algún motivo hay cosas de ese viaje y esos rituales que me hacen acordar a esta situación. El resto me preguntó cosas sobre mi salud y lo que comí, entre otros temas.
Miré todo, quería absorberlo antes de entregarme, pero ya no tenía tiempo. El anestesiólogo churro me acostó en la camilla y me puso una vía en mi mano izquierda por la cual iba a pasar una droga que no me acuerdo el nombre y que me contó la doctora que es una anestesia medianamente suave. El chico me dijo que me iba a dormir, que me iba a dar oxígeno suplementario con una máscara y que cuando me despertara iba a sentir gusto a plástico en la garganta. Yo ya me sentía medio drogada antes de que me pusiera la vía, me había entregado, o era el shock, o eran los maestros espirituales haciendo su trabajo, no lo sé. El anestesiólogo potro me empezó a hablar de boludeces, parecía de esos pibes que te chamuyan en el boliche y te preguntan cualquier cosa.
La situación me dio miedo. Todo lo confiada que estaba hasta ese momento se desvaneció. Se fueron las visiones, se me borró el mantra de la mente y me sentí fría y sola sobre una camilla metálica en manos de desconocidos. El miedo subía desde mis pies hasta la cabeza y no podía pararlo. Odio los hospitales.
Para distraerme, el anestesiólogo comenzó preguntándome a qué me dedicaba. Mientras, yo miraba las luces del quirófano desde abajo estando acostada y empezaba a sentir la droga más pesada que jamás había sentido entrando a mi cuerpo. Le dije que era tarotista, es lo que digo para que la gente entienda lo que hago, y para hacerme la sexy. La conversación fue más o menos así:
—Soy tarotista.
—¿Posta? Me das un poco de miedo.
La droga estaba haciendo efecto y los médicos del fondo se iban desdibujando, sólo estábamos él y yo en conexión, mientras algo me tomaba.
—Miedo me das vos a mí, mirá a lo que te dedicás —le dije. Él se reía.
—Lo mismo digo de vos —me respondió.
—Me está empezando a pegar. Cuando quieras te invito para leerte el Tarot. Te va a gustar.
Pasaron unos segundos. La droga se seguía metiendo en mis venas, mi cuerpo entero se resistía a dejarla entrar, mi conciencia se aferraba todo lo que podía al ápice de realidad que quedaba, pero no tenía sentido.
—¿Si te toco acá, lo sentís? —me dijo él.
—Sí, por suerte, lo siento —le respondí.
Ya estaba diciendo pavadas tratando de levantármelo de lo drogada que estaba. Mientras tanto, temblaba, y a la vez, sentía que se me iba la conciencia.
—¿Sabés? Te va a contratar mi marido para que me hagas dormir en mi casa. Nunca me puedo dormir. Sos el único que me puede dormir —dije balbuceando, y escuché que todos se reían, mientras yo seguía diciendo cualquier cosa. Parecía que estaba hablando borracha porque las palabras se resbalaban.
—Y, Dalia, decime, ¿qué te gusta tomar? ¿Campari, champagne? Dijo algo más de por qué me estaba haciendo esa pregunta que ahora no puedo recordar.
—¿Me vas a invitar a salir? No me preguntes más boludeces porque no te las voy a poder responder. Me estoy yendo —balbuceé.
Los ojos se me cerraban y volvía a abrirlos con esfuerzo para seguir atenta a la conversación. No quería entregarme, ahora que había que hacerlo, no quería.
—No te estás yendo a ningún lado, yo estoy acá con vos y vos también estás acá conmigo.
Mientras charlábamos hacía unas cosas atrás de mi cabeza con sus equipos.
—Tengo miedo, me está latiendo muy fuerte el corazón.
—Y, es normal, estás asustada.
—Tengo mucho miedo, cada vez me late más fuerte, ¿estoy bien? —dije ya perdiendo lo poco de conocimiento que me quedaba. Los ojos permanecían cerrados por momentos y los volvía a abrir, sentía que se me iban para atrás, que perdían la órbita.
—Sí, no te preocupes, pero te está latiendo muy fuerte el corazón —chequeó el monitor y me pareció que le di un poco de pena de lo asustada que estaba.
Puso cara de preocupado, seguro que quería que me durmiera ya mismo. Me parece que abrió la movida para que pasara más droga y me durmiera lo antes posible.
—Pensá en el Tarot —me dijo, como palabras mágicas.
—Voy a pensar en una carta que me guste —dije con mi último esfuerzo.
¿O lo pensé? No puedo saber si en ese momento estaba hablando o imaginando o pensándolo. Entre sueños, visualicé como pude la carta de “La Templanza”, que representa la sanación, la entrega, la protección de otros planos que para mí me iban a cuidar en la operación.
—Tengo miedo —volví a decir.
Y me puse a llorar, de la nada, un llanto fuerte y profundo, un llanto de la última entrega, de rendición, del final, un llanto enorme, gritado y diferente. Me dormí un segundo, o lo que pareció un segundo. Enseguida me desperté gritando, todavía no habían arrancado, todavía no había pasado nada.
—¡Lo voy a extrañar! —aullé casi inconsciente, como hablando cuando me despierto de tener una pesadilla, con lo poco que me quedaba de conciencia, mientras lloraba y me movía en la camilla. El grito resonó en toda la sala.
—¿A quién? —dijeron todos a coro medio entre risas en el quirófano.
—Voy a extrañar mucho a mi bebé —grité llorando al aire.
En mi recuerdo, no terminé de decir la frase, que ya había perdido el conocimiento.