El infierno son los otros
Jean-Paul Sartre
Quería transformarme en planta. Cuando nadie se reía, cuando todos callaban. A veces pensaba que, cuanto menos me movía, menos llamaba su atención. Odiaba los silencios incómodos, sus muecas y sus gestos. No soportaba la opinión sobre mi vida. El gusto personal de cada uno me censuraba de manera inaudita. El cómo se debía vivir según ellos. Me hubiese gustado ver todo desde afuera. Por eso, deseaba con fuerza convertirme en planta.
Llevaba días sin dormir, llena de fobias sociales. Hacía una semana que mi padre había muerto. Estaba exhausta de velatorios, entierros y caras pálidas de muerte. Aparte de todo eso, tenía que soportar la opinión de mi familia en la mesa de domingo. Estaba muy en boga decir cuánto los habían ayudado a superar sus dramas las prácticas de la regresión. Solo me recomendaban ir a ver a Rolando: él lo había curado todo.
Alejo vio a Dios y cómo le pedía nacer. Vio a una enfermera que lo dejaba caer de una camilla apenas nato y así justificaba su homosexualidad. No lo culpo porque mi familia es homofóbica y sobre todo católica.
Belén vio que era hija de una doméstica. Dentro de mi familia siempre se sentía excluida por su color de piel. De esa forma justificaba ser racista con los empleados de nuestra casa.
Florencia vio en su segunda o tercera vida una guerra. En esa guerra, le pegaban en el pecho un culatazo con un arma calibre 22. Con eso justificaba sus ataques de asma en el medio de los partidos de tenis.
Carlota vio que uno de mis tíos era su eterno abusador. Así justificaba sus dolores en la vejiga, sus infecciones urinarias y también el deseo que sentía por sus sobrinos adolescentes. Solo se permitía tocar a los más grandes porque, según ella, ya entendían.
Todos vivían lo que habían visto con Rolando en sus regresiones. Era un secreto que iba de boca en boca y que se hacía presente en la cotidianidad. Si venía a casa mi tío Alberto, mi tía Lidia le pegaba un cachetazo diciéndole que era un pedófilo por haber violado a Carlota en 1880. Se iba desorientado. Nadie entendía estas reacciones, salvo quienes vivíamos en esa casa.
Mi tío Rodolfo había visto en su segunda vida que fui una amazona que lo había capado en el Mar Negro. Decía a mis espaldas que yo no traía un novio o que quería tener hijos in vitro seguramente porque en alguna de mis siguientes vidas había sido violada o era lesbiana.
Anestesiada, sin poder hacerles frente, cedí. Le hice caso a cada uno de ellos. Me terminaron llevando de la mano a sus creencias. Como las adicciones, las malas influencias aparecen en la vulnerabilidad. Me vi frente a ello. Me vi en el hastío. Entré en su mundo de regresiones. En ese momento, en mi mente, estaba lo que siempre predicaban. Si había un problema, debías ir a ver a Rolando. Seguramente algo había pasado en tu vida pasada que lo justificara. Entonces, decidí ir a verlo para sacarme las dudas o llenarme de unas cuantas más.
Me encontré con un hombre blanco, de apellido alemán y una casa de unos dos millones de dólares. Era un mano santa con un Golden Retriever. Me invitó a pasar y me senté en una especie de trono. Muy seguro de sí, se sentó en una silla enfrente y sacó un anotador.
Lo primero en lo que pensé fue que iba a ser como una sesión de terapia como las tantas a las que había ido. Me preguntó si alguna vez había abortado y si había sido abusada. Después de esas preguntas que me dejaron pasmada, me puso unos lentes con luces de colores y unos auriculares enormes. También hacía como de guía espiritual, al cual tenía que ir siguiendo para inducirme. Me iba preguntando algunas cosas mientras me decía cómo respirar. Y yo, creyente en ese momento, iba dejando que mi mente lo siguiera. Escuchaba cómo me preguntaba diferentes cosas. Fui transportándome a lugares y situaciones reales. Era como estar soñando. Pero a cada pregunta que Rolando hacía venía una respuesta lógica a mi mente. Nada estrambótico.
Así se fueron hilvanando las cosas, así me fui enterando de todo ese mundo absurdo, me di cuenta de dónde me había metido. Yo no veía las cosas que comentaban en las mesas de domingo. Cada uno de ellos, según relataban, vivió cosas maravillosas con aquel mago familiar. Personalmente creo que escueto habría de poner alucinógenos en el agua que su refinada esposa les ofrecía. El problema no era lo que veían ni lo que yo creyese. El problema era que mezclaban realidad con regresión. Vincularon esos dos mundos. Vivieron en esas realidades paralelas haciéndolas una. Yo no encontraba explicación alguna a sus relatos. Todo era una farsa.
Volví a mi casa con una pregunta en la mente. Estaban todos sentados en esa mesa, esperando qué es lo que tenía para decir. Hablé de Rolando, de su táctica y me senté a esperar sus devoluciones. Me dijeron que no todo estaba bien, que no entendían por qué yo no había tenido la capacidad de haber visto mis vidas pasadas.
Con intriga pregunté a mi tía Lidia y a mi tío Rodolfo por qué nunca me habían dado el pésame por la muerte de mi padre. La respuesta fue aberrante.. Mi papá, en el 1700, había sido un pedófilo muy reconocido. Había violado a niñas de entre tres y quince años. Entre ellas, Carlota, Belén y yo. Quizá pensaron que al saberlo, resolverían todas mis preguntas.
Me fui más confundida que nunca hasta la casa de mi papá en el campo, con la excusa de que quería juntar su ropa. Estaba desesperada. Ahora sí tenia interrogantes por resolver.
Decidí frenar en el medio del camino. Me quedé sentada en el auto unas horas pensando cómo utilizaban estas historias para justificar sus miserables vidas. Era una patología masiva.
Mi vida iba en contramano, las únicas personas de mi familia que quedaban vivas estaban involucradas en esto. Rolando me parecía insoportable, estoy segura de que él no creía lo mismo que predicaba. Yo no entendía la levedad con la que él manejaba cada uno de los incidentes que ocurrían en las regresiones. Hasta llegue a creer que seguramente en la intimidad de su casa, se burlaba de todos nosotros.
El hecho de que creyeran que mi padre me había violado a mí, a Carlota y a Belén era un salto en mi mente. Sentía que estaba rozando la superficie de un edificio con mis pies. Porque, si bien yo no creía que era verdad, ellos me lo hacían vivir como si fuese cierto. Lo iban a hacer toda esta vida y me resultaba insoportable.
Cada vez más me hacían pensar en mí, en que me pasó a mí. Por qué yo quería las cosas que quería y no otras. Por qué quería a quien quería. Tal vez no conocía a nadie como yo pensaba. Quizá cada uno de ellos me había hecho algo de lo que yo aún no tenia noción. Tal vez todo estaba en mis regresiones. Ya no sabia si yo era la que estaba mal y ellos estaban viviendo la realidad. En el borde de aquel vértigo, decidí que ya nada tenía solución. No servía más dar vueltas alrededor de esto, estaba todo destruido. Era una alcantarilla distópica.
Al día siguiente era Domingo de Resurrección. Los invité a comer a la casa de campo de mi padre. También invité a que se uniese a la ceremonia Rolando que, por supuesto, vino con su encantadora mujer. Todos se sentaron y yo solo sentí que mis manos temblaban en la mesa una vez más. Me sentía helada por momentos. Todos comían como en un día normal de Pascuas, como si nada ocurriese.
Dos horas más tarde, sentada en la misma posición sin movimiento alguno, solo me quede a deleitar lo que mis ojos me permitían ver. Alejo, a mi derecha, con esa gran sonrisa amanerada, empezó a salivar desquiciado. Carlota, sentada frente a él, con sus manos incestuosas, no paraba de retorcerse de dolores musculares. Rodolfo, mi tío, que aceptaba todo lo que decían, estaba defecando encima de sí. Mi tía Lidia, con su pelo rubio y su traje pastel, no paraba de vomitar. Belén, con su descuido y su resentimiento, tenía las pupilas más dilatadas que nunca. Florencia, siempre tosiendo, siempre alérgica, convulsionaba. La mujer de Rolando, con esa simpatía insoportable, tenía vértigo y cefalea. Pero la frutilla de la torta fue Rolando, con esos ojos celestes teñidos de rojo y asfixiándose en sus mentirosos mil quinientos pesos por sesión.
Mi problema no fue haberlos envenenado a todos con la comida que preparé aquel mediodía. Ni haberme sentado en la punta de la mesa con un irónico calibre 22. Mi problema fue no haber logrado mi redención. Fue no haber podido solucionarlo todo con la decisión que tomé. Ellos eran el infierno que me había tocado en esta vida. Pero no fue suficiente. Mi oscuridad no solo se apoderó de sus vidas sino también de la mía. Yo era igual o peor. Los vi morir lentamente, vi cada uno de sus estadios: desde los insultos hasta las súplicas. Todo en cámara lenta, en silencio, hasta que dejé de escuchar. Mi regocijo estaba a flor de piel, pero a la vez me sentía más ausente que nunca, me sentía fuera de mí. Nunca más voy a ver esas caras, esos gestos, esas atribuciones tomadas. Todas fueron cayendo lentamente sobre esa mesa. Sucedió lo que siempre había deseado. Verlo todo desde afuera, estando sin estar. Me convertí en planta por un instante.
Me desperté con la cara pegada a uno de sus vómitos, o quizá me desmayé y no lo recuerdo. El olor de sus cuerpos que yacían putrefactos era insoportable. No aparecí en mi vida siguiente. Hubiera querido despertarme en el 2060. Hubiera querido estar en uno de esos tantos mundos, pero no fue así. Todo, mientras más lo palpaba, más irreal parecía. Caídos en esa mesa veía sus caras con los ojos entreabiertos, sus bocas llenas de liquido fétido hecho costras. No sé cuantas horas pasaron. No sentí la liberación que esperaba, ni siquiera de ellos. No había sangre caliente nueva por sus venas, ninguno de sus huesos sentí erguirse y llenarse de carne para volver ya resucitados. Ni siquiera había logrado salvarlos. Eso estuvo siempre fuera de mi alcance, fuera de mi poder. No logré redimirme, ni hacer que ellos regresaran con sus nuevas vidas. Sentí enfermar. El silencio ya no era confortable, me aturdía. Sus restos descompuestos me irritaban. Trataba de tocarlos a ver si despertaban de manera desesperada. Menos sentía jubilo o renacer como lo había pensado. Solo sentí asco de mi. Descubrí que entre todos esos muertos nunca pude resucitar, solo logré hundirme más en mi propio infierno.