En un momento de lucidez me doy cuenta de lo borracha que estoy. Es lunes. Mañana voy a tener que trabajar con la resaca de mi vida. La lucidez me dura unos segundos más. Él está desnudo al lado mío, mirándome, intuyo que esperando una respuesta.
Nos conocimos por Facebook, debemos tener algún amigo en común, o quizá frecuentamos los mismos lugares. Me habló una noche en que yo estaba en un cumpleaños y con unos tacos que me mataban. Le seguí la charla más por aburrimiento que porque me gustara: era bastante más grande que yo, divorciado y con dos hijas. Me compró un poco cuando me contó que era escritor y me mandó una foto de su biblioteca. Nunca habían usado una biblioteca para levantarme.
Escucho que me pregunta ¿y? ¿te copa? y no tengo idea de a qué se refiere. Lo miro, entre confundida y agobiada por el calor de la losa radiante y la transpiración compartida. No entiende que no entiendo. Le pregunto que si me copa qué y dice, tranquilo, que te pegue. Despacio, en la cara. Es como un juego. Pienso que escuché mal, que no puede ser, pero también sé que esa es la impunidad de estar al acecho: si todo sale mal, nunca nos volvemos a ver.
Cuando entramos a su edificio, a modo de precaución le pedí que me diera las llaves de su departamento, para no sentirme acorralada. A la distancia me parece ridículo, ahora las llaves están en el bolsillo de mi jean en alguna habitación y él me está preguntando si me puede pegar.
—Sí, me copa —
Los tragos que tomamos todavía sirven para hacerme sonar más convencida de lo que estoy. Me consuelo pensando en que, si hubiera querido, me habría pegado sin preguntar. Él acomoda las almohadas, me hace acostar y me pide que cierre los ojos. Sus dedos pasan por mi cara tan lento que siento sus huellas digitales. Cuando me relajo, escucho, como si fuera en otra cara, la primera cachetada que me dan en mi vida. Me enojo, pero es de mentira. Me gusta el juego, sé que estoy notablemente más húmeda que hace unos momentos. Repite la acción, me toca la cara, me acaricia el pelo y las orejas, me cuenta cosas hasta que me desconcentro, me alejo del juego y ahí es cuando siento, en mis mejillas cada vez más coloradas, el estallido de ardor.
Estamos así un rato. A mí me divierte también. Después cogemos fuerte y aprovecha para asfixiarme. Me tapa la boca y me cierra la nariz hasta que tiro con fuerza de su mano para que me suelte. Cuando por fin me deja respirar es como salir a la superficie de una pileta tibia. Acabo como nunca, creo que lo dejo sordo con los gritos, pero sé que le gustó escucharme.
Mañana me va a doler todo el cuerpo y voy a tener hematomas en la cara. Por el momento me tomo un taxi a la madrugada, no quiero quedarme a dormir. Antes de irme me dice que soy una nena buena.
* * *
Él se va de viaje a ver a su novia en Chile. No lo extraño.
Vuelve. Me lo informa una luz titilando en mi celular, un mensaje esperando respuesta. Hablamos, me cuenta que cuando se separó dejó de escribir, que ahora solo se dedica a enseñar a escribir textos académicos y ser tutor de doctorandos. Me manda fotos de las cartas que recibió, hace 20 años, en un intercambio con nuestro escritor favorito. Me dice que me quiere ver.
Voy a su casa. Me espera con la cena hecha, que me hace comer sentada en su falda. Me pregunta si fui una nena buena durante su viaje, si hice los deberes, me dice que él sabe que soy una niña obediente. Me habla también de sus hijas. Siento cómo mis pulmones ya no tienen suficiente lugar dentro de mis costillas, y la losa radiante me ahoga de vuelta. No quiero participar de esta escena, me quiero ir. Él se sirve un vaso de whisky y yo me acuerdo del muchacho bueno y simpático con el que salí la semana pasada, que jamás haría nada de esto, pero con el que cogimos horriblemente mal.
Mientras termino la cena, me dice que en Chile pensó mucho en mí y que me trajo regalos. Me da curiosidad pensar qué tipo de regalo me puede haber traído alguien que vi una sola vez en mi vida. Me alcanza dos paquetes. Uno tiene unos guantecitos negros con bigotes de gato que brillan en la oscuridad. Los probamos, me río, festejamos. Me cuenta que les trajo unos iguales a sus hijas. Me recuerda que hay un segundo paquete, aún cerrado. Rompo el papel que lo envuelve y sale una tira de cuero negro, con una especie de arandela de metal grande. Lo miro extrañada.
Mientras caminamos a la habitación, me cierra la gargantilla al cuello. Es absurdamente grande para mi cuello. Cogemos, cogemos bien, me acuerdo de que volví a verlo por lo bien que cogemos. En los dos polvos usa la gargantilla para ahorcarme además de taparme la nariz y la boca, y pienso en que decir no puede no servir de nada; en que estoy acostada boca abajo y arriba mío está un tipo que pesa el doble que yo, en que su peso me hace doler las costillas. Pienso que aún sin asfixiarme me podría matar aplastándome. Calculo cuántos minutos podré pelear si él decide no hacerme caso cuando le tiro de la mano. Estoy agotada, mi cuerpo se siente como barro flojo por la lluvia. De hecho, afuera llueve.
Después me cuenta sobre su ex esposa, de lo mala que era escribiendo cartas porque abusaba de las comillas y los signos de puntuación en general; me cuenta de sus hijas, cómo son, cuál es la favorita de los abuelos, por qué eligió sus nombres, qué les gusta hacer. Deja caer algunas oraciones sobre su novia chilena. Yo no cuento nada, ni sé cómo hacer para que me deje de hablar su vida. Le digo que me cuesta creer que alguien hable tanto, que pare un poco, pero cree que es chiste y sigue. Mientras sigue hablando sin que le preste atención, veo una expresión interrogante que ya vi antes. Asumo que otra vez quiere darme cachetadas. La vez anterior estuvo bien, así que hago una mueca asintiendo. Inesperadamente se levanta a buscar algo en su placard. Me estiro, o eso intento, pero mi cuerpo está en huelga así que tendré que esperar a ver cuál es la sorpresa. Me encantan las sorpresas, pero ésta me inquieta.
De algún lugar saca una soga larga y gruesa. Me cuenta que es la soga con la que las hijas juegan a saltar. Asumo que me va a atar y me da un miedo súbito. Deseo muy fuerte que si me va a hacer daño sea con cuchillos afilados. No quiero sufrir más de lo necesario. Sin embargo no me ata. Me pide que me acueste boca abajo, con una almohada en la panza. Hago caso. Siento la soga paseando por mis piernas desnudas como cosquillas, y de repente un ruido seco y dolor. No ardor, dolor de un golpe en la cadera. Me acurruco, me quejo, siento que mi estómago se revuelve, transpiro frío. Le digo, le pido que así no, que por favor, que eso dolió demasiado. Me calma, me seca las lágrimas que se me saltaron de los ojos y me sopla la cara para que se evapore el sudor. Mi corazón quiere escaparse y salir corriendo. Él empieza de vuelta el juego, quiero llorar del miedo a sentir otro golpe así, porque no sé si pueda aguantarlo sin empezar a gritar sin control. Otra vez la soga paseando por mis piernas, por mi cola. No sé qué cambia, pero esta vez sí siento ardor. Puedo manejar el ardor. Me contraigo y me relajo, como señal de que está bien, y seguimos un rato. Me divierte y me calienta, es toda una escena medio armada, pero funciona. Puedo adivinar cuando se acerca un golpe por el ruido que hace la soga cortando el aire, como un cuchillo afilado. En algún momento me toco la cola y me sorprende que la piel pueda levantar esa temperatura sin derretirse. Finalmente cogemos de vuelta, mientras pienso que la losa radiante de ese departamento puede matar a alguien. Mi cabeza se queda en blanco, le grito en la oreja y él grita conmigo. Se desploma. La previa a coger con él es darle lugar a un antojo y dejarlo crecer en mi cuerpo en tensión, en mis nervios crispados. El después es el después de un banquete obsceno, las terminaciones de mis nervios relajadas de toda la satisfacción que es capaz de sentir mi cuerpo.
Antes de quedarme dormida empiezo a vestirme, no quiero amanecer ahí. Quiero mi casa, mi ropa limpia, bañarme. Llamo a un taxi. Junto mis cosas, voy al baño e intento tener menos cara de recién cogida. Me miro en el espejo, la piel colorada como cuando tomo sol, pero de lo áspero de su barba. Mañana aparecerán los hematomas, ya veré cómo los oculto en pleno verano.
Cuando baja a abrirme la puerta, antes de despedirnos, me dice que le gustaría que conozca a las hijas, que van a estar con él éste fin de semana, que seguro podemos armar un plan divertido. Que a ellas también les gustan los gatitos y que me van a adoptar enseguida. Lo miro asombrada, lo saludo con un beso y un abrazo.
El taxista intenta hablarme, pero estoy callada. Pienso en las niñas con los mismos guantes que los que tengo en la cartera. Pienso en ellas jugando a saltar una soga sucia con mi flujo, mi transpiración y, seguramente, con pedacitos de mi piel. También me pregunto, mientras noto el dolor de estar sentada, qué podría pasar la próxima vez que nos veamos. Tengo marcas en las piernas, como si me hubiera quemado a rayas, las vi cuando me vestía. Sentí miedo al verme atada, sentí un dolor extremo cuando me golpeó y dejé que me lastime hasta dejarme cicatrices.
Aterrizo en la cama. Decido que no quiero volver a verlo, que ya está.
Me despierto, le aviso a mi jefe que me quedo trabajando en casa, que me siento un poco mal, aunque él no sabe que es literal: me siento sin apoyar todo el peso de mi cuerpo en la silla. Tomo Ibuprofeno y algo de Diclofenac, mis músculos duelen. Me voy a dormir. Al día siguiente uso jean en pleno verano para ir a la oficina. Así no se ven las cicatrices. Los golpes duelen pero no incomodan.