Papá estaba acostado sobre su cama completamente destapado. Se quejaba de la humedad y de lo incómoda que le resultaba la manguera del respirador. Sus ojos, como siempre, fijos en la televisión. Le encantaba mirar las películas de Humphrey Bogart, al punto que podía recitar de memoria los diálogos de Casablanca y de El tesoro de Sierra Madre, de principio a fin. Yo le había comprado hacía tiempo un reproductor de DVD, pero él prefería los viejos VHS porque decía que el ruido de la cinta le ayudaba a dormir. Se jactaba de que cuando era joven la gente le decía que él se parecía a Humphrey. En realidad, solía decir, Humphrey se parece a mi. Ese era su chiste preferido, pero a mi no me hacía gracia. Tal vez era porque lo había escuchado tantas veces que ya no tenía efecto, o simplemente porque me parecía triste la imagen de él en la cama, comparándose a Bogart, como si no notara su pelo blanco y la piel gris, transparente, que dejaba ver las venas violetas que recorrían su cuerpo, infladas, algunas veces esquivando y otras chocando contra las manchas que la metástasis había dibujado.
Hacía siete años que lo habían diagnosticado. Siete años de silencio, donde no se hablaba del tema, porque si alguien lo nombraba, papá cerraba los ojos y se hacía el dormido o subía el volumen de la televisión y Eva, su tercera mujer, se iba a la cocina a buscar alfajorcitos de maizena y café.
Joaco estaba a mi lado, sentado sobre la moquette. Jugaba con los autitos que yo le había regalado hacía una semana. Cada vez que me tocaba viajar a Asunción o Lima le traía uno de regalo, por amor o culpa. A él le encantaba llevarlos a lo de papá. Los estacionaba debajo de la mesa de luz y uno por uno los hacía recorrer la pista de carreras: el borde de la cama de Papi. Así le decían los nietos, el Abuelo Papi. La cama, antigua y de madera de cerezo, tenía unos largueros que parecían estar hechos a medida para los autitos de mi hijo.
—Que pare, me va a rayar toda la madera —dijo papá.
—Dejalo jugar que está tranquilo…
—Eva ya me mostró cómo quedó todo marcado el borde, ahí en los pies. Que juegue en otro lado.
—Esas marcas no las hizo él, ya estaban.
Papá lo miró a su nieto y sacudiendo los pies le llamo la atención. Joaco, que estaba en medio de una carrera que parecía importantísima, se detuvo y volteó para mirarlo.
—Jugá en otro lado, Caco.
Joaco, sin entender muy bien, me miró buscando una explicación. Papá insistió:
—O si querés podes ir al otro cuarto a ver los dibujitos, ¿si? Pero acá no.
Estiré los brazos para alzarlo.
—Vení Joaco, vamos a jugar al living con mamá.
Aproveché que lo tenía a mi altura y le di un beso en el cuello. Él se retorció y rió. Siempre se quejaba de que mis bigotes le pinchaban y le hacían cosquillas. Cuando yo era chico papá me hacía lo mismo. Una vez, para vengarme, agarré un cepillo de dientes que pinchaba tanto como sus bigotes, y mientras el dormía la siesta, le hice cosquillas en los pies. Primero se rió dormido, hasta que se despertó y me dijo dejame dormir, carajo.
Pía estaba leyendo un libro sobre arte contemporáneo que recién se había comprado. Ella siempre aceptaba acompañarme en mis visitas a papá, pero no le gustaba entrar al cuarto a verlo, así que se quedaba en el living, haciendo guardia sentada en el sillón de cuero. Nunca supe cómo hacía para no quedarse dormida en ese sillón.
—Pi, ¿lo cuidas un ratito? Papá no está de muy buen humor…
Ella se dio vuelta, sonrió y cerró su libro. Joaco alzó las manos y dándole a sus autitos la capacidad de volar, se le acercó haciendo ruido de avión.
Cuando volví a entrar Papá ya estaba muerto. Apenas crucé la puerta lo supe. No me hizo falta acercarme a chequear su pulso ni apoyar la oreja contra el pecho. Su cara era muy parecida a cuando se quedaba dormido mirando la tele, con la mandíbula colgando, la lengua blanca y reseca, los ojos cerrados a medias. Parecida, y a la vez muy distinta. Como cuando alguien cambia de lugar algunos libros en una biblioteca. Todo parece igual, pero hay algo que no encaja.
En siete años hay tiempo suficiente como para prepararse e imaginar la escena miles de veces. En algunas lloraba a su lado en silencio, en otras, cliché hollywoodense, le sostenía la mano mientras él no llegaba a completar su última frase. En algunas le pedía perdón, en otras lo perdonaba. Varias veces imaginé que le decía te quiero, otras te amo y una vez le dije cagón justo antes de que cerrara los ojos.
Pero una es la mente que imagina, y otra la que vive, que se enfrenta al presente, que improvisa de forma automática y observa, escucha, siente, junta datos y se esfuerza para ver si todo eso tiene algo de sentido. Como cuando un perro mira al interior de un supermercado donde se metió su dueño y sin entender nada de lo que ve, se pregunta: ¿Cuando va a volver?
Me acerqué al pie de la cama y toque el raspón sobre la madera que le habían adjudicado a Joaco. Lo miré a Papá. Me pregunté cuánto de él había en mí, Cuántos de mis movimientos, reacciones, malhumores eran suyos. Y entre todo eso, seguro que también estaba el cáncer.
Atrás de una de las patas de la mesa de luz había quedado escondido uno de los autitos. Lo agarré y lo sostuve sobre la palma de mi mano. Era amarillo y le faltaba uno de los espejos laterales. Apoyé el auto sobre la mano huesuda de papá y lo hice andar, primero por sus dedos, y después fui subiendo, pasando por los nudillos que hicieron temblar el auto, y seguí hacia arriba, por la muñeca, como en aquel juego que él me había enseñado donde yo cerraba los ojos y él me rozaba la piel, de forma casi imperceptible, avanzando lento por la parte interna del brazo, desde mi muñeca hasta la altura del codo.
Subí un poco más y llegué hasta su hombro, tomé envión y agarré la curva que marcaba su cuello, y casi me entierro en la flacidez de sus cachetes, que los tomé de costado, con tratando de no volcar. Tuve que poner el auto en dos ruedas para traspasar la sonda del respirador y me detuve sobre su frente arrugada. Las cejas blancas de papá estaban despeinadas y las acomodé con cuidado.
Me pregunté si al momento de echarlo a Joaco del cuarto papá ya sabía lo que iba a pasar. Siempre me llamaron la atención las historias de la gente que minutos antes de morirse actúan como si ya lo supieran todo.
Volví a mover el auto, y las ruedas giraron lentamente por la rampa recta que formaba su nariz. Pasé por sus labios, oscurecidos por tantos años de cigarrillo. Rocé con el chasis la barba, y pensé que de haber tenido un paragolpes con más filo, aprovechaba el viaje para afeitarlo, con cuidado, con mucha espuma, como a él le gustaba hacerlo cuando todavía se mantenía de pie. En el último tiempo esa tarea le había correspondido a Eva, pero ella no tenía la paciencia como para hacerlo todos los días.
Llegué a su pecho y obedecí el camino que marcaban sus cicatrices debajo de la camisa. Avancé sobre lo poco que quedaba de músculo, zigzagueé entre los botones blancos del pijama. Su ombligo puso a prueba las suspensiones de mis ruedas. A Joaco le compro Hot Wheels, son buenos autos. Pasé liviano sobre el bulto que se formaba en su entrepierna. Solo una vez me acuerdo de haberlo visto desnudo, cuando yo era muy chico. Fue en el baño, mientras él hacía pis. Yo lo miraba en silencio, sorprendido por la potencia del chorro que golpeaba y hacía burbujear el agua del inodoro. Se veía grande, rosa, blando. Creo que él se intimidó y me dijo que mirara para otro lado, o que saliera del baño.
Desaceleré un poco a la altura de la rodilla, porque él decía que Dios se las había dado frágiles, que por eso siempre se andaba cayendo. Sus canillas parecían ser la única parte de su cuerpo que habían permanecido jóvenes, sedosas como la madera de la cama, y tuve cuidado de no rayarlas. Llegué a los pies. Subí desde la base del talón pasando por la curva que formaba su arco, recorrí centímetro a centímetro, y pasé por cada dedo, hasta que llegué a tocar la uña de su dedo gordo. Levanté la mirada y le vi la cara. Papá ya no tenía cosquillas.