Una niña que se come a su madre. Luego, la hija de la hija comerá sus entrañas y beberá de ella porque así es la ley. Las hijas vienen al mundo con esa inercia voraz. Las madres deben alimentarlas, dando hasta su último aliento, para que todo se encadene.
Corro desesperada. Ella acecha. Tengo la certeza de que, aunque me escape, va a encontrarme al final. Los varones no atacan por eso los usamos como escudos.
Ella se oculta en los lugares menos pensados y desde allí me vigila. Busco escondites donde no pueda alcanzarme. No me había dado cuenta de que fuese tan difícil esconderse en este lugar. Sé que su mirada acechante está clavada en mi nuca y el ciclo vital la conduce a mí irremediablemente.
Las hijas atacan los órganos del aparato digestivo. Veo a las madres por todos lados, desangradas, secas como troncos de árboles muertos. No puedo dormir tranquila porque sé que me busca para despedazarme. Quiero que me separen de ella pero me juntan porque es mi hija y tengo que cuidarla. Eso también es la ley. Ella es angelical y por eso no me creen. Pido a gritos que la sujeten, que la aten, que la saquen.
Voy a todos lados con mi hijo, es mi salvación. Tiene esa respiración pausada. Trato de acompasar la mía con la de él. Cierro los ojos. Me zumban los oídos. Estoy aterrorizada, siento el corazón latiéndome muy rápido, las sienes me explotan, las venas se hinchan.
Ella huele mi sangre y viene. Me escondo en el placard y escucho sus pasos, leves y mortíferos. Imagino su cuerpo agitado, su olfato iniciando la cacería. Estoy acorralada. No sirven las guaridas, ella igual me encontrará.
Estoy sola en un cuarto demasiado pequeño para albergarnos a las dos sin tocarnos. Mi hijo no está. No sé dónde fue. Ella pronto me alcanzará.
Entra, le tengo mucho miedo, quiero llorar y gritarle que se vaya pero no puedo decir nada. Quiere abrazarme y me lo pide, sé que ese abrazo significa que muero, que me come. Su cabeza llega justo a mi vientre. Abrirá su boca y deglutirá mis entrañas. Me mira con ojos tiernos. Lloro porque la amo.
Esa mañana el aire huele a podrido. Quizá son los efluvios del matadero. O las madres muertas yaciendo en la vereda. Mi hija tiene esa mirada frondosa, deseante. Me dejo abrazar, me someto a su voracidad caprichosa. Una se acostumbra a todo: a la soledad, a la desconfianza, al desamparo, al miedo, a la muerte. Es la ley.