—¿Vamos?
—No, me voy a la casa de una amiga.
—Bueno, chau —dije haciéndome la canchera, pero me moría de miedo de caminar sola.
Mi hermana Josefina iba al mismo colegio que yo y por eso volvíamos siempre juntas, hasta esa vez en que me abandonó. Era un día caluroso, de esos en los que el sol pega fuerte a la mañana contra el asfalto y por la tarde el piso cambia de gris a naranja, como si le hubieran tirado brillantina: cuesta verlo y, si lo tocás, quema.
Las cuatro cuadras se me estaban haciendo eternas. Mientras arrastraba los pies, pensaba en qué podría hacer esa tarde sola. Nadie estaría en casa: ni mi mamá, que volvía de trabajar a las ocho, ni mis hermanos más grandes Juan y Josefina. Sola era una manera de decir: también vivían con nosotros una perra, dos gatos, dos tortugas y un hámster. Mis hermanos y yo teníamos muy mal carácter; mi mamá trabajaba todo el día sin parar y ya no sabía cómo distraernos. Un psicólogo le había dicho que las mascotas iban a hacernos bien, así que mi casa era como un zoológico.
Después de dos cuadras que me parecieron cien, me acordé de que esa tarde Jose me había prometido ensayar la coreografía. Nos faltaba aprendernos bien los pasos y ver cómo se vestía cada una. Hacía como tres días que no practicábamos y ahora me había dejado sola. Casi siempre, mi hermana y yo recibíamos a mi mamá, que llegaba muerta de trabajar, con un show que iba variando: a veces hacíamos bailes que mi hermana lideraba —ella era Xuxa y yo una paquita—; otras hacíamos sketches más artísticos, como cantar canciones a cappella o ponernos manteca en la planta de los pies y patinar por la cocina. Esto último a mi mamá no le parecía tan divertido.
Con mi hermano, en cambio, jugábamos guerras de muñecos He-Man contra Ponys y carreras de momias disfrazados con papel higiénico. Los juegos siempre terminaban en discusiones, las discusiones en piñas y las piñas en ataques con armas caseras. Como la tarde en la que, enfurecida porque le había perdido su sweater favorito, Josefina me clavó un tenedor en la rodilla. Desde entonces, cuatro puntitos violetas me acompañaron para siempre, recordándome que yo, la menor, siempre salía perdiendo. Esa vez lloré y grité tanto que vinieron a tocarnos el timbre los vecinos. No era la primera vez que lo hacían. Incluso nos habían puesto un apodo: los locos del 5º A. Eso me lo contó Leo, el portero, y una de las pocas personas del edificio que era buena con nosotros. Leo estaba casado con una chica que se llamaba Jimena y tenía un hijito que se llamaba Pablo, de cuatro años. Vivían los tres juntos en la planta baja. Lo quería porque me hacía reír un montón, sobre todo cuando yo estaba de mal humor. ¿En serio nos dicen así?, le pregunté. No les des bola, son unos viejos agretas, dijo y puso la misma cara de asco que ponía Juan cuando lo obligaban a comer tomate.
Llegué a la puerta del edificio y me di cuenta de que no tenía las llaves. Josefina nunca me las había dado. Mamá no iba a estar. Pensé en tocarle el timbre a Egle, la señora del 4º C y nuestra única vecina amiga. Vivía sola, así que le divertía que fuéramos a visitarla. A veces íbamos Josefina y yo, a veces iba yo sola. A ella se le dibujaba una sonrisa enorme y me preparaba Nesquik, que me encantaba; además en casa jamás había porque mi mamá decía que hacía mal. Egle hablaba mucho pero tenía una casa más linda que la nuestra, una tele enorme, un montón de marcadores de colores que había comprado para nosotras y un canario amarillo que se llamaba Tuiti, que me encantaba acariciar. Me parecía increíble poder tocar un pájaro.
Toqué el 4º C, pero Egle no atendió. Seguro que no me escuchaba porque a esa hora estaría viendo su novela; el timbre del portero sonaba bajito y ella ponía la tele muy fuerte. Me dieron ganas de llorar cuando justo vino Leo con la escoba en una mano y un balde en la otra.
—¿Qué es esa cara de mufa? —preguntó— No me vas a decir que te peleaste con tu hermana otra vez.
—No, es que no tengo las llaves de casa y no sé cómo entrar.
—¿Y por eso estás así? ¿No sabés que yo puedo abrir todas las puertas del edificio?
—¿Tenés llaves de mi casa?
—No, algo mejor que eso —Sacó de su bolsillo una tarjeta de crédito y me la mostró. —Sé hacer magia.
—Pero si no sos mago, ¿qué vas a hacer?
—Esto, ¿ves? —dijo y caminó hasta la puerta de su casa que estaba cerrada. Pasó la tarjeta por el filo de la puerta y la abrió.
—¡Sos un genio! —grité y aplaudí entusiasmada.
Subimos al ascensor y Leo me sonrió. No sé por qué me dio vergüenza. No me dijo nada pero pude sentir cómo me miraba. Seguro se había dado cuenta de que mi ropa, la misma de siempre, era muy ridícula. Tenía puesto el uniforme del colegio: una camisa celeste, un jumper gris, medias azules y zapatos marrones. Lo odiaba porque me quedaba horrible y me daba alergia en las piernas. Siempre llevaba la camisa arrugada, el ruedo descosido y las medias bajas. Además me quedaba gigante, porque lo había heredado de mi hermana, que era bastante más alta que yo.
—Qué linda estás, estás más grande —, dijo por fin Leo. Todavía nos faltaban unos pisos. De repente se me acercó tanto que hasta pude sentir su respiración: tenía olor a cigarrillo. Sonrió de nuevo y me preguntó— ¿Me das un beso? —. Después me agarró de la cola con toda su mano y me apretó contra su pantalón.
Quise gritar pero el aire se me metió para adentro y sólo me salió un silbido finito desde la garganta. —Soltame —, le dije casi en secreto. Leo se alejó y no dijo nada más. Se quedó como congelado. El ascensor llegó al quinto. Salí corriendo y bajé por la escalera de servicio hasta la puerta de la casa de Egle.
—¡Egle! ¡Egle, abrime! —, por fin pude gritar.
—Voy, tranquila, ya voy —, dijo, de fondo se escuchaba la tele a todo volumen.
Entré corriendo y me prendí a su cintura como una garrapata.
—¡¿Qué pasó?! —, preguntó sorprendida.
Levanté la cabeza y espié el pasillo. Leo me había seguido: estaba parado atrás mío y sonreía, pero al mismo tiempo me miraba como advirtiéndome que no contara nada. Volví a hundir mi cara en la panza de Egle, que era blanda como una almohada.
—Nada, el ascensor se trabó un poco y ella se asustó —, respondió Leo en mi lugar.
—Bueno, no llores entonces, que ya pasó —me dijo Egle mientras me acariciaba la cabeza. — Gracias, Leo —, agregó y cerró la puerta.
Cuando estábamos las dos adentro me volvió a preguntar qué había pasado. Yo no respondí pero ella siguió hablando, dijo que no tenía de qué preocuparme, menos por el ascensor que siempre se trababa. Me contó que una vez le había pasado lo mismo pero con todas las bolsas del supermercado. Dijo otras cosas que ya no me acuerdo. Hablaba sin parar. Yo no podía decir nada, estaba muda. Me ofreció un Nesquik y acepté. Después me preguntó si quería llamar a mi mamá. Lo intenté pero no atendió, así que la esperé ahí mirando El Zorro. No entendía bien lo que acababa de pasar.
Cuando estuve segura de que estaban todos de vuelta, Egle me acompañó arriba. Mi mamá recién entraba. Cuando vio a la vecina que me tenía agarrada de la mano, tiró la cartera al piso y preguntó qué pasaba. Egle le explicó que había ido a su casa por lo de las llaves y después le dijo que me había asustado porque se me había trabado el ascensor. Cuando se fue y me volví a sentir a salvo en casa, le conté toda la verdad a mamá. Ella, con los ojos llenos de lágrimas, se la repitió a mis hermanos. Juan se puso rojo como cuando lo retan. Gritaba que lo iba a cagar a trompadas. Josefina me pidió perdón por haberme dejado volver sola. Yo seguía en shock.
Estaba triste y asustada. No entendía por qué Leo me había hecho eso. Él siempre había sido tan bueno conmigo y ahora era un extraño que me daba miedo. ¿Y si usaba la tarjeta de crédito para entrar a mi casa en medio de la noche? ¿Y si llegaba del colegio y estaba esperándome en el living? Quería esconderme abajo de la cama para que jamás me encuentre.
Unos días después mi mamá organizó una reunión en casa con todos los vecinos. Yo quería que viniera sólo Egle, pero ella dijo que tenían que estar todos porque lo que había pasado era gravísimo. Se juntaron en el living y se sentaron en unas sillas enfrentadas como si estuvieran haciendo una ronda para jugar un juego. Me escondí atrás de la puerta para poder escuchar sin que me vean.
Mi mamá contó todo lo que yo le había dicho; después dijo que había tenido suerte de que el enfermo no reaccionara, porque me podría haber pasado algo mucho peor. Al final pidió que lo echen. No sé por qué le dijo enfermo porque para mí estaba muy sano, pero me di cuenta de que el resto de los vecinos se enojó mucho con ella.
—Disculpame, Laura, pero esto que estás diciendo es una locura —la interrumpió Marta, la vieja escuálida del 2º b— Lo conocemos hace años a Leo y jamás tuvo ningún problema con nadie.
—¡Es completamente absurdo, es un hombre de familia!—, agregó el viejo con olor a remedios del departamento de enfrente, que siempre nos venía a retar por el ruido que hacíamos.
Todos parecían estar en contra de ella, excepto Egle. Después de escuchar todo, los ojos se le pusieron gigantes como los de una lechuza.
De repente me agarraron muchas ganas de toser pero me las aguanté, porque si mi mamá se enteraba de que había estado escuchando todo me mataba.
—¿Echarlo? Pero, ¿qué le hizo? ¡Por favor! Tu hija se inventó todo —dijo una vecina de pelo amarillo medio verdoso que nunca había visto y hablaba a los gritos.
Mi mamá dijo que gracias, hasta luego, y abrió la puerta principal. Saludó sólo a Egle.
Me acuerdo del día después de que pasara todo esto: bajamos en el ascensor para ir al colegio como todos los días, pero esta vez fuimos con mi mamá, que nos agarraba de las manos a Josefina y a mí. Cuando pasamos por al lado de Leo, le dijo sos un hijo de puta, y mi hermana murmuró y algún día te van a echar. Yo no dije nada pero lo miré y vi que se escapó rápido para su casa como las cucarachas que aparecen a veces de noche en la cocina cuando prendo la luz.
Después de muchos meses nos mudamos a una casa hermosa con jardín, sin ascensor y sin portero, con más espacio para los animales y para nosotros también. Yo ya no tuve que compartir el cuarto con mi hermana y por fin me cambié a un colegio sin uniforme.