Hay un dinosaurio acostado en mi cama. La puerta del departamento estaba cerrada cuando llegué y adentro todo estaba en orden. Agarré a Chichilo, que maullaba despacio escondido atrás de la biblioteca, y fui al cuarto. Ahí lo vi.
Es raro, no es tan verde ni tan grande como lo imaginé, como me mostraron siempre las películas. Es de un color más bien tirando a gris, con algunas manchas blancas y otras negras. Su tamaño no supera mi cama de dos plazas, excepto por su cola, bastante larga, que se extiende por el piso de madera de la habitación y llega casi hasta la puerta. Está de costado sobre el acolchado de flores, con su cabeza enorme apoyada en mi almohada. Sus ojos están cerrados, parece dormir. En la espalda tiene una hilera de escamas enormes, de una textura mucho más rugosa que el resto de su piel. Chichilo tiembla entre mis brazos y no podemos dejar de mirarlo.
Pienso que debería estar asustada, pero lo que siento se parece mucho más al desconcierto. La mayoría de las veces, una sabe cómo manejarse ante las situaciones: hay dos o tres caminos y con mayor o menor convicción se decide entre uno de ellos. Pero hay otras circunstancias, como ésta, que abren un abismo ante tus ojos, un vacío de posibilidades que te frena, te interpela:
Hay un dinosaurio acostado en tu cama ¿Qué vas a hacer ahora?
No quiero centrarme en la supuesta verdad científica, sostenida toda una vida, que se está derribando tan visiblemente para mí, esa de que los dinosaurios se habían extinguido hace millones de años. La idea me atraviesa, no voy a negarlo, pero entrar en ese camino de pensamientos puede ser peligroso y con un dinosaurio arriba de la cama hay que ser más resolutiva.
Salgo de la habitación para intentar pensar con más claridad. No hay mucho lugar para escapar en un departamento de dos ambientes. Chichilo se acerca a la puerta ventana que da al balcón y lo dejo salir. Me siento en una de las sillas del comedor, no puedo ni siquiera ordenar mis preguntas ¿Me voy? ¿Dejo a Chichilo? ¿Me quedo? ¿A quién llamo? ¿A mis viejos? ¿A Lautaro? ¿Al portero? ¿A Discovery Channel? No. Creo que debo arreglarme sola. Por suerte sigue en la habitación, eso me da tiempo, pero su respiración hace todo más difícil. Es un ruido áspero, intenso, que ocupa todo el departamento. Me tapo los oídos y decido salir a fumar un pucho, necesito despejarme. Recorro con la vista los balcones vecinos pero no veo a Chichilo. Siempre lo mismo, termina en el quinto, el piso más alto. ¿Pero si esta vez se fue en serio? ¿Y si no vuelve más? El dinosaurio pudo haberlo espantado. Pienso en llamarlo, al del quinto, pero no, no puedo generar sospechas, no sé si alguno, alguna vez, tuvo un dinosaurio en su casa.
Me asomo a la ventana de la habitación y veo que tiene la lengua afuera. ¿Tendrá calor? La pieza es muy calurosa de día, aunque no sé bien a que clima están acostumbrados los dinosaurios. Apoyada sobre la baranda del balcón, me estiro para abrir la ventana, aunque sea un poco, para que le entre aire. Intento evitar el chirrido de metal oxidado que hace siempre, pero no lo logro del todo y veo que la bestia se mueve, apenas. Estira una de sus patas traseras, ancha y plana. Escucho sus garras rayando la madera de mi cama. Creo que siento miedo, o algo parecido; ahogo el impulso de gritar en un suspiro profundo y me prendo otro cigarrillo. Logro más calma con esta segunda dosis de nicotina, me aferro a ella como si fuera mi única compañía en el mundo y la fumo con placer. Me siento en uno de los banquitos y veo el cactus, parece que fuera a desbordar la maceta y pienso que otra vez me olvidé de comprar una más grande. Sin querer, comienzo a repasar la lista de compras pendientes en el supermercado, pero reprimo al instante cualquier reflexión que no tenga que ver con mi presente dinosaurizado: hay que establecer prioridades.
Apenas termino ese segundo cigarrillo vuelvo a sentirme inquieta. Tiro la colilla, entro a casa y cierro. Tengo que hacer algo. Me refriego la cara con las dos manos, repitiéndome que soy adulta y que tengo que hacer algo. La actividad pulmonar del animal sigue siendo tan fuerte que deja en segundo plano a mis ruidos angustiosos. Recorro una y otra vez los cuatro metros del comedor, pensando cómo resolver esta situación sin preocupar ni a mamá ni a papá, sin correr el riesgo de que el portero me eche la culpa y sin sentirme dependiente de Lautaro una vez más. Tengo que hacer algo, tengo que poder. Hay un silencio. El animal inhala pero no exhala. Me freno totalmente y siento un movimiento. La exhalación llega rápido pero en forma de gruñido, una queja fuerte, cavernaria, que hace temblar la casa, o quizá solo a mí. Me acerco a la pieza despacio, sin hacer ruido, quisiera arrastrarme, hacerme invisible. A unos pasos de la puerta entreabierta, empiezo a escuchar el ronroneo de Chichilo. Entonces me asomo desesperada y lo veo ahí, parece haberle perdido el miedo a la bestia, ahora rasguña su panza como cuando quiere jugar. Me mira desafiante y lo sigue haciendo, divertido con la novedad. El dino vuelve a gruñir, se mueve un poco, buscando alejarse de mi mascota. Me culpo por haber dejado la ventana abierta, por no pensar en esa posibilidad. Me pregunto si los dinosaurios comerán gatos y me acerco temblando para agarrar a Chichilo. El dinosaurio comienza a respirar más fuerte, estamos interrumpiendo su siesta y eso no puede ser bueno. Agarro al gato con las dos manos. “Vamos Chili” le digo despacio para que no se aferre al acolchado con las uñas. El ojo del dinosaurio se abre y me mira fijo. Desvío la mirada y me encuentro con su boca, veo los dientes gigantes y afilados. Siento que voy a desmayarme. Me quedo quieta un segundo que parece eterno. No sé si es lo que tengo que hacer ni cómo lo hago pero levanto a Chichilo; él maúlla cuando por fin lo arranco del acolchado. Enojado, estira su pata con las uñas para afuera y raspa a la bestia, que se queja con un rugido vibrante. No lo pienso, sale. “Duérmete dino, duérmete ya…” empiezo despacio, no sé si va a funcionar. No creo que lo asuste un lobo, pienso rápido otra opción “…que el meteorito no llegará” Repito un poco más fuerte, con el ritmo más lento que me permiten los nervios. La boca del animal se va cerrando, pero el ojo sigue abierto, fijo en la pared. Sigo cantando, trato de no mirarlo y acaricio a Chichilo. El sonido de mi voz va calmándonos a los tres. La respiración vuelve de a poco a la normalidad. Me animo a mirarlo de nuevo y veo su ojo cerrado, entonces me voy acercando a la puerta mientras sigo tarareando, queda solo el ritmo, un sonido sin letra. Salgo sin dejar de mirarlo para asegurarme de que se quede durmiendo. Apenas cierro la puerta, llevo a Chichilo a la cocina. No me importa cuánto llore, no voy a sacarlo de ahí. Respiro.
Un poco mareada, me siento en una silla y dejo escapar una risita nerviosa y triunfante: logré dormir a un dinosaurio yo sola. Pero el orgullo no dura mucho, se está haciendo de noche, el dinosaurio sigue ahí y yo no hice nada para sacarlo. La risa se convierte en llanto desconsolado. Me tiro en el sillón hundiendo la cara en el almohadón amarillo para no despertar al animal con mis sollozos. Aprieto los dientes y agarro el celular en un gesto desesperado. Abro la conversación de mi papá y con la vista nublada por las lágrimas, escribo:
“Hay un dinosaurio en casa” Después lo borro, me parece demasiado. “Pá, necesito ayuda” No. Borro. “Pá, ¿Estás?” Borro, me enojo y tiro el celular al piso. Laura, mi psicóloga, me había dicho que cuando me agarren crisis de este estilo tengo que tratar de identificar alguna frase recurrente que suene en mi cabeza. Esta vez es muy clara y, sin embargo, haberla identificado no me sirve de nada: “No puedo resolver nada sola”. Odio a Laura.
El almohadón está húmedo por mis lágrimas, lo siento porque lo tengo apoyado en mi pecho y lo abrazo muy fuerte. El llanto ya terminó. Ahora me arden los ojos y tengo mucho sueño. También tengo un poco de hambre pero no tengo energía para comer. Escucho las uñas del gato arañando la puerta de la cocina. Me paro con mucho esfuerzo y me aseguro de que tenga comida y agua, él se pega a mi cuerpo, está desesperado. Le acaricio la cabeza mientras le explico que por hoy tendrá que dormir ahí, le dejo el almohadón amarillo para que se acueste. Cierro la puerta evitando que se escape y me acerco a la habitación. Hace rato que no voy, pero estoy segura de que él duerme, comienzo a conocerlo. Respiro hondo y noto que mis pulsaciones bajan lentamente. Termino de tranquilizarme cuando al fin vuelvo a verlo, está roncando despacio. Su quietud transmite paz. Miro bien; queda un borde de acolchado de flores libre de dinosaurio. Me saco las zapatillas y entro en puntas de pie a la habitación. Esquivo su cola para llegar al cajón del placard donde está mi piyama. Agradezco que esté abierto, me cambio haciendo el menor ruido posible y sin dejar de observarlo. Me suelto el pelo, doy vuelta a la cama y me acomodo despacio junto a él, su cuerpo emana calor y me animo a rozarlo con mis pies desnudos. Él comienza a respirar más lento, más suave, más tranquilo… Su aliento es penetrante pero logro soportarlo. Estoy muy quieta y por un momento dudo de poder dormirme, pero siento su pata arrugada apoyándose en mi hombro. Cierro los ojos. Mañana pensaré qué hacer.