El sonido de nuestros cuerpos rebotando uno contra el otro nos recordaba lo prohibido. Tu piel con la mía, tus glúteos contra mis muslos. Ese clap, clap, clap que sonaba en el entrepiso del lavadero de tu casa y que pensábamos que nadie escuchaba. Vos y yo. Nosotros.
Apenas nos reencontramos esa vez ya supimos que algo pasaba. Para mí, te conocí ese día en que nos volvimos a ver. Éramos primos, sí, pero no nos veíamos hacía once años, desde la muerte de mamá. Una vida. La última vez ninguno de los dos llegaba al metro treinta. Ahora eras alta, de porte grande, de piernas largas y fuertes, de tetas grandes y brazos tatuados.
Tu papá y mi mamá eran hermanos y se querían mucho, pero se ve que era a través de ella, porque después que se fue no nos vimos más. Nuestros papás se llevaban muy bien, pero tu mamá no lo bancaba mucho a mi viejo y entonces él había preferido cortar un poco la relación. Papá era un tipo difícil, duro, muy serio. Había rincones de él que era preferible no conocer, más aún desde que enviudó. Yo me llevaba ahí, a veces bien y a veces más o menos. El club, los viajes y el recuerdo de mamá nos mantenían juntos. En unas vacaciones juntos, el pueblo de ustedes estaba a la pasada y decidimos visitar.
En el almuerzo de ese día, un almuerzo entre miles de comillas familiar, ya nos miramos y charlamos un rato. Hablabas grueso y te reías bajito. Algo pasaba. Nos reímos bastante. Me gustaba mucho cómo te reías. Un comenzar agudo y después una risa silenciosa, mostrando los dientes. Grandes, blancos y un poquito chuecos detrás de un labio superior finito y uno inferior más bien grueso.
Nuestros padres almorzaban y tomaban vino. Después de la tercera copa empezaron a largar la lengua. Tu viejo salió hablando de la vecina. ¿Viste Marina, la vecina? Ya se embarazó del tercero, tuvo dos que vaya a saber de quién son, ¿no le enseñarán a cerrar las piernas? Se te formó una media sonrisa que te cambió la cara. ¡¿Pero quién te creés que sos vos para hablar de la vida de la piba?! Con su vida hace lo que quiere, si no quisiera tener los hijos quedate tranquilo que no los tendría porque la plata la tiene y todos acá sabemos a quién hay que tocarle la puerta. Él quiso inventar una excusa para hacerte creer que no dijo lo que dijo y lo cortaste en seco. Refunfuñó y se quedó callado. Quedé asombrado. Tu mamá te miró perpleja. Hablaba poco y sólo se movía de la mesa para juntar los platos.
En el mismo rato te diste el tupé de callarlo a mi viejo cuando se le dio por contar y burlarse de que a mí los autos y el taller nunca me habían gustado, que prefería la música, sacar fotos o pasear. Otra vez la media sonrisa. ¿Y si no es como vos y en vez de los autos le gustan las fotos y en vez del taller la música? ¿Cuál es la gracia? ¿No te gustaría sacar las fotos que saca él? Se quedó callado y visiblemente molesto. No sé de dónde habías sacado esa respuesta. Yo nunca lo hubiera hecho.
Cuando terminamos de almorzar me ofreciste dar una vuelta al parque y fumar un porro ¡Ojito ustedes dos, eh! gritó tu mamá, mirándome con recelo.
Mi viejo me tiene montada en un huevo, ¿viste?
Me dí cuenta que lo dejaste callado. ¿No te hace nada, ni dice nada?
¡Qué no! Cada vez que termina de decir alguna animalada de esas lo callo, lo corto en seco, lo cuestiono y lo hago quedar como el boludo que es. Pero ya te diría que cuando sabe que voy a arrancar me odia. Si me llega a hacer algo mi vieja lo mata.
Me quedé admirándote en silencio. Caminamos un rato largo. El tuyo era un pueblo-ciudad, de esos que se alimentaron de la gente de los parajes cercanos hasta volverse enormes, pero donde todos siguen durmiendo la siesta y chusmeando. Una ciudad que la mitad de sus calles aún son de tierra, donde las veredas son de pasto y hay árboles altísimos. Una ciudad donde algunas casas están muy separadas de otras y hay un lindo bosque.
Te burlaste de mi chuequera y de que nunca me la hubiera podido corregir. Yo te contesté que mucho no podías quejarte porque caminabas con los piecitos para afuera y los brazos extendidos como si fueras una pingüina. Nos reímos. Flasheamos qué sería de la vida de las personas si tuviéramos un sexto dedo en cada mano. ¿De qué lado saldría? ¿Sería otro pulgar, otro meñique o de los dedos del medio? Vos decías que te gustaría tenerlo como los perros, sobre el antebrazo.
Doblados de locura nos metimos en el único supermercado abierto a esa hora. El que atendía era chino pero se llamaba Marcelo. Entendía poco español y hablaba menos. Antes de abrir la boca, se te iluminaron los ojos marrones oscuros que tenés. Hiciste esa media sonrisa que ya había detectado cuando lo frenaste a tu viejo: Capaz no me entiendas –dijiste- pero necesito algunas cosas, Marcelo. Le pediste pinzas de depilar, bolsitas para freezer y caballa. Eran tres que el pobre tipo no cazaba ni ahí y nosotros llorábamos de risa. Se dio cuenta que le estábamos tomando el pelo y de un cuartito que había atrás de las cajas de cobro amagó a sacar un arma. Gritaste, te abrazaste a mí con miedo y salimos corriendo de ahí.
Corrimos por la calle del súper con Marcelo gritándonos en chino desde la puerta. Vos tenías los cachetes colorados y se te pegaban algunos pelos a la frente. Ese sol frío de otoño te iluminaba la cara y te daba esa sensación rara de frío- calor. La piel blanca, el pelo rubio, grueso, pesado, caía sobre tus hombros y tu espalda. Resplandecías.
Cuando paramos de correr, entre jadeos me dijiste algo. No te entendí y te pedí que repitieras. Era algo con poco sentido pero aproveché para tocarte un poquito la cara y correrte un pelo que te había quedado medio cruzado, casi metido en la boca. Cuando estuvimos a esa distancia sentí cómo el olor de tu perfume salía de tu cuerpo. Un aroma como si fuera a almendras. Ahí, a treinta centímetros uno del otro, no termine de correr tu pelo que ya nos estábamos besando como si nos hubiéramos estado esperando toda la vida.
Cuando volvimos a tu casa estábamos agitados, calientes y nos ponía un poco incómodos la situación familiar. Optamos por mirarnos poco pero se notaba que había tensión
Pasó la picada, pasó el asado. Nuestros viejos se lamentaban porque al día siguiente seguiríamos viaje y probablemente no se volvieran a ver hasta vaya uno a saber cuándo. Quizás a la vuelta, decían. Tu mamá acomodaba las cosas. Tu hermanita dio vueltas en círculos hasta que cayó dormida. Con una mirada entendimos todo. Yo anuncié que me iba a acostar; vos, que me ayudabas a subir el colchón al entrepiso del lavadero, donde me tocaba dormir. Ahí terminaron nuestros cuerpos: el repicar de lo prohibido.
Nos despertó la mañana con el sol entrando fuerte por la ventana sin cortinas de la pieza. Nos miramos. Nos acariciamos. Un rayo de sol iluminaba tu sexo. El mío, a la sombra de tus piernas. Giraste y se tocaron. Se me paró. Volvimos a empezar. Cogimos con el sol en la piel, mientras tu vieja preparaba el desayuno y pensaba que dormías en tu cuarto.
A los pies de la escalera del entrepiso, mi viejo pegó un grito para que me levantase. Seguimos cogiendo despacito, casi sin hacer ruido, hasta terminar. Nos besamos mucho con gusto a recién levantados.
—Yo siento que nunca me conecté así —, me dijiste.
—Sí, pero somos primos, ¿qué vamos a hacer?
Me contestaste que no importaba,que era como si no nos conociéramos. Me pediste que intentase convencer a mi papá de pasar por acá a la vuelta. Que ahí nos volvíamos a ver y veíamos. Eran diez días de vacaciones para pensar en lo que pasaba. Acepté. Te prometí que si tenía noticias te iba a llamar, a escribir, a todo. Que te iba a venir a visitar.
Volviste sigilosamente a tu pieza y nos encontramos todos en la cocina para desayunar. Tu mamá cocinaba con la pesadez de la rutina y tu viejo, todavía en bata y musculosa de algodón blanca, con los pelos parados, bostezaba en la mesa. Mi papá no decía nada. En general hablaba poco a la mañana, pero tenía otra cara. Me pregunté si nos habría escuchado.
Después del desayuno tocó irnos. Me sentí especialmente observado a la hora de despedirnos. Papá me miraba de otra manera. Intentaba reconocer esa mirada pero no encontraba de dónde venía. En una buena coordinación, tuvimos un último encuentro en el pasillo del lavadero. Nos besamos, nos abrazamos y juramos empezar el operativo retorno.
Papá cerró el baúl del auto. Yo ya estaba en el asiento del acompañante. Arrancó, dobló en la esquina y no hablaba. Puso la radio y no hablaba. Manejó veinte minutos y frenó. Me pidió que me bajara del auto. No entendía por qué, pero hice caso. Él se bajó también. Cuando le vi la cara, me di cuenta. Eran los ojos de pegar. Era la mirada de furia. Esa que conocía desde que mamá no estaba
—¡Pendejo de mierda! ¿cómo te vas a coger a la hija del único tipo que me quiere, que me banca, que me abre las puertas de la casa después de tanto tiempo, –y atrás vino la primera piña. Una, dos, tres– Hijo de puta, es la hija de mi amigo. ¿¡Cómo podés hacer eso!?
Cuando frenó, yo me había atragantado de la cantidad de sangre que tenía en la boca. Escupí un hilo grueso de baba roja con sabor metálico y me toqué los dientes a ver si los tenía todos. Sin decir nada, me volví a subir al auto, pero al asiento de atrás. Durante la siguiente hora, papá manejaba y me insultaba, te insultaba a vos, decía que eras una pendeja puta de mierda, buscadora, que seguro habíamos pensado en hacer esto para cagarlos a ellos y que nunca más pensara en verte mientras de él dependiera.
Desde la muerte de mamá me había pegado unas cuantas veces, pero nunca más que unos cachetazos, con insultos y alguna que otra piña. Esta vez fue distinto. En mi vida me habían pegado así. Me había encontrado con esa mirada unas cuatro o cinco veces en todo este tiempo. Sólo pasó las veces en que, por culpa mía, vio mancillado su honor y su moral. No era lo más moral del mundo lo que había pasado, pero nunca pensó ni preguntó qué me pasaba, por qué pasó, cómo me sentía o cómo te sentías vos.
El resto del viaje hasta San Luis estuve en silencio. Lloré un buen rato, con mucho dolor en la cara y en las costillas. Tenía tierra en la ropa, sangre seca en los cachetes y los brazos, y la mirada de papá por el espejo retrovisor seguía siendo la misma. Cuando llegamos, lo primero que hizo fue llamar a tu casa y contarle todo a tu viejo.
Los primeros días de vacaciones casi no hablamos. Él se quedaba en la cabaña que había alquilado, que daba a un campo muy bonito. Yo me iba a pasear, a sacar fotos y a pensar en cómo hacer para contarte lo que había pasado.
Caminando encontré un locutorio. Era un local oscuro y triste con sólo una ventanita a la calle. Un lugar donde se apreciaba que llegaban aquellos que necesitaban desesperadamente comunicarse con otras personas. En el mostrador, me atendió un tipo desagradable. Tenía la remera manchada con aceite y por abajo le asomaba la panza peluda. Por los cachetes grasientos le caía una gota de transpiración aunque tuviera un ventilador chiquito al lado de la cara. Yo no tenía tu número. No tenía un mail, una dirección, nada. Pedí las guías telefónicas. Tuve que conseguir una de otra provincia para buscar el número de tu casa.
Dentro de ese cubículo de un metro por un metro empecé a buscar. Había seis direcciones con el mismo apellido. Llamé a cuatro y en la quinta me atendió tu mamá. Cuando dijo hola, corté. Todavía me dolían los golpes.
Esperé un rato y volví a llamar. Me volvió a atender tu mama.
—Hola. ¿Hola?, ¿Quién habla?
—Dudé.
—Liliana, soy Joaquín.
—Ah, hola. ¿Qué pasa?
—Estoy mal. Me siento mal. Necesito, por un lado, hablar con vos, porque sé que con Néstor sería imposible. Quiero pedirles disculpas si se sintieron mal, ofendidos o lo que sea por lo que pasó el otro día. Pero necesito hablar con Julia.
—Mirá Joaquín, no te puedo ayudar. Néstor está mal. Si te cruza te mata. Siente que fue contra él, o contra tu viejo, o no sé, pero que fue contra y no a favor de nada. Y Julia no está. Y para vos, no va a estar. No llames, no vengas, no te acerques. Néstor y tu papá ya quedaron en que vos acá no vas a venir más, al menos por ahora. Si pasaron once años hasta que se vieron, pueden pasar once más.
Y cortó.