Me preocupa tener mal aliento. Pienso a cuánta distancia se olerá. ¿Estaremos tan cerca que olerá mi saliva? Me lavo los dientes por segunda vez.
Hace siete meses que no nos vemos. En ese tiempo no hablamos ni una palabra. Pasó mi cumpleaños y no me saludó. Igual no conozco otro modo de separarme que no sea así, a través de un silencio total y absurdo. Así que en parte un poco le agradezco que no me haya escrito. A la otra parte le duele. De todos modos, el silencio lo rompí yo con un mensaje que decía: tengo una bolsa con cosas tuyas en mi casa y también quisiera que le devuelvas a mi papá el teclado que te prestó. Me miro en el espejo. Pienso si algo de mí, de mi cara o de mi cuerpo habrá cambiado en estos meses. Pienso si pensará que sigo estando buena o si pensaba que estaba buena solo con los anteojos del amor.
Ensayé un pequeño discurso. Un breve pero redondo resumen de mis novedades: que el laburo bien, que mi hermana está embarazada, que mi sobrina está celosa y enorme, que mis viejos están bien, que mis abuelos están más viejos, que me voy de viaje en enero, que todo bien.
Quedamos a las seis y son las seis.
Prendo un sahumerio. Lo prendo horizontal porque da armonía al ambiente. Eso dijo el señor del puesto de flores que me lo vendió. Me doy cuenta de que no se me había ocurrido hasta ahora la posibilidad de que no viniera. Ahora pienso que quizás no viene. Podría tirar la bolsa con sus cosas por la ventana. La idea me hace sonreír. Me imagino sus discos y libros volando desde mi balcón. Igual sé que uno, no me animaría jamás y dos, me daría miedo lastimar a alguien que pase caminando por ahí. Entonces si no viene la tiro en el tacho de basura del fondo del pasillo. Menos dramático pero más seguro. Pongo un horario y me digo que si a las siete no llegó, tiro sus cosas. Exhalo sobre mi palma derecha. La huelo. Creo que de aliento estoy bien.
Suena el timbre.
En estos meses fantaseé con la idea de nuestras imágenes en simultáneo como un montaje incompleto. Si fuera una película, podría estar la pantalla divida en dos. Del lado izquierdo mis imágenes, del lado derecho, las suyas, a las que no tengo acceso, un plano negro. Yo cocinando; negro. Yo andando en bicicleta por Julián Alvárez; negro. Yo durmiendo; negro. Yo en la fila del chino; negro. Yo garchando con mi compañero de teatro; negro.
Ahora la imagen está completa. Yo mirándome en el espejo del baño; él en la entrada de mi casa. Yo caminando hacia la puerta; él en el ascensor. Yo en la puerta del lado de adentro; él en la puerta del lado de afuera. Yo abriendo; él entrando.
Lo abrazo. Es alto. El abrazo es cortito. “Pasá”, le digo.
Se sienta todo aparato en el sillón. El mismo sillón que nos vio amigos, amigos con onda, amigos con onda haciéndonos los boludos, besos, garche, peleas, yo ofendida, él ofendido, separación. Se acomoda en el sillón, apoya los brazos y en chiste y en serio a la vez, me dice “bueno ¿qué vemos?” mirando hacia la tele. Mi pequeño pero detallado discurso quiere salir, estoy por empezarlo y veo que está transpirando. Pospongo entonces lo mío, mi soliloquio, y le pregunto si está bien. Me dice que sí, que recién se encontró con su ex en la calle. Las palabras quedan resonando. Su ex. Perdón, ¿no soy yo “su ex”? Me cuenta que se la cruzó, que lo movilizó mucho verla. Que ella estaba en la bici, que cruzaron miradas, que por un momento dudó si ella lo vio, pero que le parece que sí y que le hace mal que no haya frenado para saludarlo. Agarra el celular y me dice: “y mirá, me escribió recién”. Yo había estudiado, preparé el tema, hice resúmenes. El profesor tomó cualquier cosa.
Lo miro, está sentado en mi sillón charlando con otra. Lo reconozco. Ubico esa mirada pícara. Se disculpa y me dice que la situación lo agarró por sorpresa y que prefirió no cancelarme. Yo estoy como anestesiada, pienso que yo sí hubiese preferido que me cancelara. Lo miro escribir, le paso un mate, escribe apurado. Entre tipeos me pregunta cómo estoy y cuando le digo que bien, tratando de sintetizar mi discurso preparado, veo que está en otra. Literal. Otra. Otra ex. Abandono todo intento de contarle sobre mí. Abandono la idea de contarle que todavía no saben el nombre de mi sobrina pero quizás se llame Amelia. Abandono la idea de preguntarle cómo está él. Me contesto sola. Me pide disculpas mirando la pantalla de su celular. Menciono que mis abuelos están viejos y me cuenta uno de sus chistes. Me dice que los viejos a veces se quieren morir, ya no dan más y la muerte tarda en llegar. Quiere hacerme reír y lo logra, diciéndome que dios es el mozo de un bar de Palermo cool al que mirás queriendo pedirle la cuenta y no te hace contacto visual.
En un momento recula, vuelve a pedirme disculpas. “¿Me das un abrazo?”, me dice. Le digo que sí, me acerco. El abrazo me afloja. Me entrego. Reconozco su olor, apoyo mi cabeza. Lo perdono y se da cuenta. Me dice que me extraña, que sueña conmigo, que durmamos la siesta. Me entusiasmo, me ilusiono, me caliento. Mira el celular. Me dice así como si nada que mejor se va, que su otra ex le dijo de tomar una birra, que quiere ver qué onda. Me vuelvo a anestesiar. No le contesto porque de verdad otra vez, hablamos dos idiomas distintos. “Pará”, le digo y saco del placard una bolsa con cosas suyas, las que dejó desparramadas por mi casa y fui juntando. “¿No me vas a putear?”, me dice mientras cierro la puerta.