En la pileta del baño hay una lámina de jabón agrietada y seca, un peinecito de telo y una afeitadora descartable. No hay toalla, pero quizás esa remera de Carrefour que cuelga de un gancho está para secarse las manos. El inodoro no tiene asiento ni tapa y lo que queda de papel higiénico hace equilibrio sobre la llave de paso del agua. Aunque parezca deshabitado, estamos nosotros. Me quedó la costumbre de llamar a este lugar la Oficina. Acá trabajo.
Nunca presto atención a la radio que está prendida día y noche en la cocina, a un volumen muy bajo, pero cuando vuelvo a casa los fines de semana, la canción de los colchones me resuena en la cabeza. Después de un viaje entero en subte y otro en tren, en la soledad del baño, se canta sola adentro mío.
Los que están más arriba nuestro en el negocio no nos hablan, al menos no para hacer sociales. Sólo a veces, cuando termina la jornada, nos llevan al pool de Carlos Calvo, piden dos Quilmes que invitan ellos y salen al patio a fumar. Nosotros ponemos unos temas en la rockola que hay en el fondo o jugamos un partido, tomamos la cerveza y volvemos a dormir.
Olores, sonidos, movimientos, todo se mantiene al resguardo por demasiadas horas. Así es trabajar para un narco al que no conocés. Fuera del trabajo, las horas que siguen, mantienen el mismo hermetismo, sin color ni expresión espontánea. Los paquetes, las bolsitas, la balanza, las cajas. La heladera vacía. La canilla goteando, la radio zumbando. Los que vivimos lejos enchufamos los celulares y nos tiramos en colchones. Bajo la luz blanca de las pantallas nos quedamos dormidos.
Las ventanas están con candado y la llave la debe tener uno de los Gordos. No alcanza con unas cortinas pesadas para que no se vea el movimiento de la casa, quieren que esté todo cerrado para que nada entre y nada salga. Se instaló esta medida de seguridad hace muchos años, antes de que yo entrara, cuando agarraron a uno de los pibes, el Hormiga, que trabajaba cortando la merca, haciendo descartes por la ventana. Ínfimos, pero varios por día. Complotado con su madre, dicen que armaba unos bagullos con el celofán del atado de cigarrillos y adentro les ponía una tuerca para darles peso. Los descartaba y abajo en la calle los recibía la señora. Al mes ya tenían un montón de merca para transar. Los tiempos del Hormiga fueron otros tiempos, de prosperidad. Estaba de moda jugar al paddle, ir de cama solar, los Gordos eran flacos y nadie sospechaba. Ahora en la Oficina no se puede fumar porque está todo cerrado y viven remarcando que es por culpa del Hormiga. Después de enterarme de esta historia ni la nombro a mi vieja, porque nos llevamos tan bien, que si tuviera que armar un equipo para la delincuencia seguro la elegiría a ella con los ojos cerrados.
Dicen que al Hormiga lo arruinaron, que todavía sigue buscando a su vieja. De ella no se supo más nada y creo que eso es lo que más me impacta. La mía se llama Laura, tiene nombre y espíritu de pendeja. Nunca aparentó su edad, supongo que porque nos tuvo de piba. O quizás porque desde que nacimos que usa el mismo flequillo con pelo largo. Vivo con ella en la casa que fue de mis abuelos, en Laferrere, aunque últimamente nos crucemos sólo los fines de semana.
Ella teje ropa y accesorios a crochet y los vende en un puesto fijo que tiene en la feria de Mataderos o los deja en consignación en locales de Zona Norte. Es rapidísima para tejer cualquier cosa: mantas, cortinas, fundas de almohadones, bandoleras. Se propone cada semana probar diseños nuevos, se aburre con los encargos de la feria. Tiene un problema con las flores y los corazones. Cada vez que le preguntan si hace diseños personalizados contesta que sí disimulando el embole. Sabe que le espera tejer un almohadoncito con la inicial de un bebé o un muñeco con nombre. A veces vuelve de la feria, se prende un pucho, repasa los encargos del día y dice: tengo un “Bienvenida Belén”, un corazón y una nube para un Benicio. Me quiero pegar, no uno, tres tiros en la argolla.
Con mi laburo y la venta en la feria nos manejábamos más o menos bien. Hace unos años una flaca pasó por el puesto, se llevó una bikini y le encargó además un vestido de red en hilo de seda. Negro, largo hasta los tobillos. Muy ajustado. Laura fue a entregárselo personalmente a una especie de hostel en Palermo. Ella y sus compañeras de habitación resultaron ser chicas vip que trabajaban a comisión en los reservados de Cocodrilo. Al tiempo consiguió que el capo de seguridad del boliche la dejara pasar una vez por mes a visitarlas en un horario tranquilo para vender. Se los sacaban de las manos. Cómo te luce, les decía cuando se probaban los vestidos solamente arriba de la tanga. Laura adoraba las reuniones con ellas. En verano les preparaba modelos en verde manzana y amarillo. A las pálidas les tejía en fucsia, para las morochas llevaba en rojo sangre y violeta. Cada vez que iba vendía todo y tomaba encargos para el mes siguiente. Lo extraño es que después de un tiempo las chicas también le empezaron a pedir lo mismo que las viejas de la feria: corazones, mariposas o estrellas para tapar apenas los pezones. Para el Año Nuevo de 2005 les tejió a todas el mismo modelo en blanco, corto, sin espalda, con un escote de esos que dejan ver el costado de las tetas. Ese fin de año nos mostraba extasiada la foto de las nueve chicas posando sonrientes, con el vestidito puesto. Los ángeles de Laura.
Mi hermano es igual a mi vieja: chamuyero y carilindo. Me lleva once meses, se llama Germán, pero le decimos Coco. Es Policía de la Costa y hace unos años que vive en Gesell. Desde que vive allá, vamos casi todos los veranos en el Renault 12 a pasar unos días. El primer año que se instaló y pudimos visitarlo, Coco nos mostró la comisaría, nos llevó a recorrer los galpones donde guardan los cuatriciclos y hasta pudimos dar una vuelta al atardecer por la playa. Cuando tiene franco o es feriado largo, viene él de visita a Laferrere y se pasa esos días con Laura de acá para allá por el barrio, o de chofer para llevarla a comprar hilos al centro, en Avenida Scalabrini Ortiz. Si se cruzan con algún vecino, mi vieja lo presenta risueña: Él es mi hijo Coco, el mayor. Me salió milico, mientras le acaricia el brazo trabado.
Hace unos meses Coco cayó de sorpresa. Yo volvía del chino, escuché su voz y corrí a la cocina. Lo encontré más flaco y tostado que nunca, con una barba cortita, rubia, decolorada por el sol. Tenía un aire distinto, corte galán. Le dije: ¿Qué hacés, Brad Pitt?, y lo abracé.
Además del bronceado caribe, había traído una valija que me llamó la atención, porque Coco jamás se calentó en traer ropa. Siempre venía de visita con un bolsucho deportivo lleno de alfajores y algunos calzones. Allá anda careta con pilcha nueva y como acá conservó absolutamente toda su ropa de adolescente, cada vez que llega se cambia la chomba celeste por una de sus remeras rotosas y las mismas Topper de toda la vida. A mi vieja le entra nostalgia cuando lo ve así vestido y se le da por decirle Coquito. Él sabe que cuando se transforma en Coquito, con los pibes le pegamos unas gastadas olímpicas. Coquito era el rolinga atlético del grupo. Tuvo la decencia de no hacerse el hachazo, aunque ahora ande boqueando convencido de que le hubiera quedado espectacular. Con los pibes lo hicimos desistir diciéndole que si se hacía el fleco iba a quedar igual a la vieja. Y lo peor es que es cierto, se parecen mucho. Hasta en los gustos musicales. A mí me gusta el rock pero más tirando a heavy o progresivo.
Como tenemos casi todos nuestros amigos en común, ese mismo fin de semana salimos a tomar algo por la Luro. Pedimos jarras de cerveza y una picada gigantesca, pero Coco no probó bocado. Me pareció que estaba más serio que de costumbre, pegado al celular, desconectado.
Esa semana, desde la Oficina, le mandé un mensaje a mi vieja para saber cuánto tiempo iba a quedarse Coco. En realidad quería preguntarle si no lo había notado un poco raro. Ni idea cuando se vuelve. Mepa q se queda esta semana tambien, me contestó. Lo veo bien, igual.
El sábado siguiente cuando llegué a casa después de varios días, abrí la puerta y los encontré sentados en el piso, alrededor de la mesa ratona, mirando un plano desplegado.
–Hola Maxi, vení, sentate un minuto –me dijo mi vieja palmeando dos veces la alfombra mientras se corría para dejarme lugar entre ella y Coco.
Me senté en el piso con las llaves todavía en la mano y los auriculares colgando.
–Tu hermano compró un terrenito, ¿sabés? Con ayuda de la Intendencia, cerca del Golf, sobre el camino que sale de la Interbalnearia, el que lleva al aeropuerto de Gesell.
Sin darme tiempo a reaccionar, agregó:
–La zona es espectacular. Fuimos antes de ayer, de relámpago, y lo escrituramos a mi nombre.
Hizo una pausa. Estaba nerviosa por haberme ocultado la noticia y siguió hablando incómoda, mirando para abajo mientras se empujaba con la uña del índice las cutículas del dedo gordo.
–Queremos poner un puticlub, algo chiquito, discreto, pero que sea distinguido. Que vos te encargues de las relaciones, otro poco de la venta, si arreglás con los Gordos. ¿Qué decís? Yo me ocuparía de las chicas, Coco de lo suyo, porque esto va todo re legal, con apoyo de arriba.
Nos miramos. Ella, expectante, buscaba el entusiasmo dentro de mí mientras yo trataba de entender el de ella.
—Nosotros ya estamos adentro. Coquito arrancó esta movida solo, pero fueron surgiendo algunas cosas en el camino que no resultaron negociables. Tenemos socios. Si moja uno, los demás picotean. Como el terreno lo tuve que firmar yo, le pedí a Coco que sí o sí antes de empezar nos ayude a dejar los papeles bien. Coco consiguió una guita, un adelanto que le dieron para terminar la sucesión y que esta casa quede para vos, solamente a tu nombre.
–Eso no se discute –interrumpió él–. Este lunes tenemos turno para firmar con un escribano y esta casa queda limpia, tuya. Pedite el día en la Oficina.
Me quedé mirándolos. Laura Madama, Coco Empresario. Yo Comodín: encargado de mantener la limpieza, transa de merca, guardián del rancho familiar. Ellos dando instrucciones, hablando como si jugaran en las grandes ligas pero manejándose como perejiles, con socios pegados. Me levanté y me fui a bañar sin decir nada.
Estaba caliente. Pasara lo que pasara, no iba a ser lo mismo, ni entre él y yo, y si la vieja se iba a instalar en Gesell, tampoco entre ella y yo. Nosotros ya estamos adentro. Pedite el día. ¿Me estaban invitando a participar o me querían afuera?
Me saqué la remera y las zapatillas. Todavía tenía el mp3 prendido en el bolsillo del jean. Pensé en la guita que podía ganar, en unas vacaciones en el norte de Brasil. Me metí en la ducha. Era el mar. Coco estacionaba su auto nuevo último modelo. Llegaba de Gesell a visitar a los pibes, le había metido 500 km en dos horas cuarenta. Las chicas vip desfilaban por el borde de la bañadera, que era una pileta como en las películas, mientras el intendente y sus amigotes llegaban a buscar relax y discreción. Sí, los demás mojan, pero yo voy a hacerlos picotear de la buena, que nunca se acabe y los voy a dejar arriba, bien alto. Me froté el jabón en las axilas. Mañana no voy, no me pido el día, si quiero no voy a la Oficina. Mi vieja sí va. Deja la feria y se instala allá. Enseguida la adopta una banda de perros, son cuatro o cinco de esos grandotes y buenos que se meten al mar en pleno invierno, igual que Coco. Esos perros que andan solos, desaparecen un tiempo y un día vuelven como si nada a dormir en la galería. Como yo, que desaparezco unos días y vuelvo a dormir como si nada. Ella encarga en Once rollos de terciopelo negro, de noche se sube a una escalera y con una engrampadora tapiza las paredes de las habitaciones. De día se va temprano a la playa a tejer, esta vez los vestidos van sin parte de arriba, son taparrabos tornasolados. El puticlub se inaugura con las chicas vestidas de sirenas.
Coco Beach House. La entrada es una réplica del muelle del Club de Pescadores.
Todos hablan de lo lindo que está puesto el burdelito, pero lo mejor y lo que pocos saben es que levantamos un altillo secreto para mí, con una claraboya en el techo. Voy a mirar la luna gigantesca desde unas ventanas bien grandes, sin candado. Bajo esa luz blanca me quedo dormido.
Cierro la ducha.
A los tres nos gusta ese lugar. Tanto, que le decimos Casa.