Odiaba la casa a la que nos habíamos mudado. Me molestaba ver los muebles todos amontonados porque ahora teníamos menos espacio. Pero lo que más odiaba era mi nuevo cuarto. En vez de las paredes celestes con las estrellas que brillaban cuando apagaba la luz, mi habitación nueva las tenía peladas y grises. Tenía la costumbre de acostarme en la cama acurrucándome contra la pared. Todas las noches, entonces, cuando tocaba la pared lisa y fría, me angustiaba hasta dormirme.
Mis padres estaban aún enojados y tristes por la mudanza. Los veía poco hablar entre ellos y apenas me prestaban atención. El sonido de la tele ocupaba el lugar de las conversaciones. Llegaba de la escuela y me encerraba en mi habitación. Antes merendaba en la cocina y me quedaba haciendo la tarea, pero últimamente prefería seguir jugando al Sega en mi cuarto. Mis amigos me invitaban a jugar pero les decía que no. Estaba de mal humor como para juntarme con ellos.
Esa noche me fui a acostar, como siempre acurrucándome contra la pared. No me acuerdo cuándo me dormí.
Me desperté acurrucado pero inmediatamente sentí algo raro. La pared ya no era lisa y fría. El colchón era firme. Me senté en la cama: las sábanas no eran las mismas. El miedo me terminó de despertar.
Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad confirmé que no estaba en mi cuarto. Este era mucho más grande y en lo poco que veía notaba que la puerta estaba a los pies de mi cama en vez de a la derecha. Me quedé quieto, apenas respirando, tratando de entender que sucedía. Pero nada pasaba y decidí moverme.
Me senté en el borde de la cama y apoyé mis pies en el suelo. En vez de la madera del suelo de mi habitación, había una alfombra. En la oscuridad identifiqué lo que parecía la puerta. Con cuidado caminé hacia ella
Traté de no hacer ningún ruido. ¿Me habían secuestrado? ¿Me habían abandonado mis padres? ¿Cuándo me trajeron acá?
De pronto pisé algo duro, chico y cuadrado. Lo pisé de lleno. El dolor fue enorme y ahogué un grito.
De atrás mío oí la voz de un niño
–¿Qué pasa, Martín?
Me sobresalté soltando un grito corto pero no hice nada.
–Martín ¿Pasó algo? Contestame, che.
La puerta se abrió y la luz blanca llenó la habitación. Me tapé los ojos, encandilado.
–Chicos, ¿qué pasa?
Conocía esa voz, así que me destapé los ojos. Era mamá. Pero en vez de la remera larga gastada con la que dormía tenía un camisón. Del otro lado del cuarto, en una cama, había un nene con el mismo color de pelo que yo pero más chico.
–No sé, ma. Martín se levantó y le pregunté qué estaba haciendo –dijo él.
–Chicos, duerman, por favor –mamá tenía la voz de recién levantada.
–¿Dónde estamos, mamá? ¿Nos mudamos de vuelta? –dije
–Pero si estamos en casa.
–Esta no es nuestra casa nueva. Tampoco es la de antes.
–Estas soñando, Martín. Dale, andá a dormir.
–¿Quién es él? –pregunté volviendo a notar al nene que estaba en la otra cama.
–Es Matías. ¿Qué te pasa, Martín?
–¿Matías?
–Basta, Martín. Son las 4 de la mañana, es tarde para chistes –dijo fastidiada y cerró la puerta.
Volvió el silencio a la habitación y me quedé mirando para el lado de la puerta a oscuras. Ver a mamá me había tranquilizado, pero que haga cómo si ese chico extraño y la nueva casa hubieran estado siempre me había desconcertado. #l miedo comenzaba a volver.
–¿Estás enojado porque no te presté mi muñeco? –dijo el chico.
–¿El qué? –pregunté pero no respondió nada. Mis pensamientos no paraban de correr en mi cabeza tratando de encontrar una explicación a lo que estaba pasando. Me dormí en algún momento sin encontrarla.
–Chicos arriba. A desayunar.
La voz de mi padre me despertó. Por un instante iba a iniciar mi día normalmente, pero de inmediato el papel tapiz y las sábanas nuevas me devolvieron a mi extraña realidad. Me estrujé contra la pared.
Oí a Matías que atrás mío se bajaba de la cama y comenzaba a caminar. Escuché el chillido de una puerta.
–Martín, ¿no bajás?
–No –respondí de cara a la pared.
El enojo fue una pelota que se expandió adentro mío. Me senté en la cama.
–¿Quién sos vos? ¿Qué hacés acá? ¿Vos nos trajiste a esta casa?
El nene se me quedó mirando. Hizo un esfuerzo por no llorar.
–Martín, soy Matías. Tu hermano.
–Yo no tengo hermano. No sé qué hacés acá, ¿papá y mamá te adoptaron?
Esta vez no pudo evitarlo y lloró. En vez de responderme se dio vuelta y salió por la puerta. Recién ahí noté que tenía un uniforme de sweater verde y pantalones grises.
Volví a meterme en la cama. Cómo una balsa en medio del océano, sentía que era el único lugar a salvo en este nuevo mundo.
–Martín, ¿qué le pasó a Matías? –la voz severa de mi madre me hizo sentir un escalofrío. Me quedé quieto.
–No sé –tarde en responder.
–Bueno, bajá a desayunar.
–No.
Dio unos pasos hacia mí.
–Martín, mírame. ¿Todo esto es para no ir a la escuela? ¿Es por la nota de la señorita Nuñez? –me quedé mirando sin entender.
–No –respondí finalmente.
–Bajá y comé algo.
–¿Por qué no estamos más en Flores? ¿Nos mudamos de vuelta?
Mamá puso en gesto de fastidio y casi dice algo pero al final lo retuvo. Tomo un pequeño respiro.
–Mirá, en media hora salimos para la escuela. Cambiate y bajá a desayunar o vas en pijama y sin comer. Hoy no vas a faltar, menos por capricho –terminó de decir esto yéndose por la puerta del cuarto y dejándome solo.
Entendí que si no hacía nada todo iba a ser para peor así que salí de la cama.
Caminé hasta el único armario que había en la habitación y lo abrí. Adentro no había nada de mi ropa. Había sweaters, pantalones grises y marrones, y unas pocas remeras. Apilados había tres uniformes iguales. Recién en ese momento me dí cuenta que tenía puesto un pijama que no era el mío. Era un pijama en serio, de esos que comprás en un negocio. El mío era una remera y un short viejos. Este era blanco con unos estampados celestes.
Esto hizo que el miedo volviera. Era como si dos personas iguales a papá y mamá me hubieran raptado y traído a su casa. Me puse a llorar otra vez. Solo frente al armario. Salí del cuarto con el pijama puesto, luego de secarme las lágrimas.
Afuera había un pasillo con dos puertas y al final una escalera que bajaba. La madera del piso brillaba. Definitivamente no estaba más en Flores. Bajé las escaleras y me encontré en un living con una mesa muy grande en el medio. Había un olor suave y rico en el ambiente. Todo brillaba al menos un poco y estaba limpio, reluciente. Ya me había acostumbrado a ver polvo en todos los rincones de la casa en Flores, así que me quedé momento mirando la casa sorprendido. Me hacía acordar a la casa de Sergio, un chico de mi grado que siempre nos invitaba a todos en su cumpleaños. El cumpleaños era en el patio que era enorme, pero una vez pase a la parte de adentro. También, las habitaciones eran grandes, todo brillaba y estaba limpio. Cuando le conté eso a papá me respondió que la familia de Sergio está llena de plata ¿Era eso? ¿Esta familia que me trajo acá está llena de plata?
Escuché ruido y atravesé una abertura para ir a la cocina: los tres estaban ahí, mamá y papá y el chico al que llamaban Matías. Mamá estaba de espadas preparando el desayuno y los otros dos sentados en la mesa. Entraba el sol fuerte por la ventana. La casa me gustaba, pero no era mi casa. Me senté en la silla libre al lado mi papá. Los dos me miraron raro. Yo era el único que seguía con pijama. Se hizo silencio, hasta que mamá puso una taza delante de mí.
–¿Y el uniforme, Martín?
No contesté. Me quedé mirando la taza llena de lo que parecía un café con mucha leche.
–Martín –repitió cansada.
–¿Y la leche chocolatada? –dije– yo no tomo esto, no me gusta.
–Martín –dijo papá con un tono suave.
–¿Dónde está mi leche chocolatada? ¿Y mis galletitas? ¿Estoy castigado?
Por más mal que me portara, el desayuno siempre había sido intocable.
–Tomate el desayuno y ponete ya el uniforme –mi mamá dijo esto despacio mientras ponía su taza en la mesa y se sentaba delante de mí.
–Quiero mi desayuno. No esta porquería.
–¡Subís ya mismo y te vas a la escuela sin desayunar!
–¡No! Quiero mi desayuno. Quiero mi guardapolvo. Quiero mi ropa ¡Y que volvamos a nuestra casa! ¡No me importa que volvamos a Flores! ¡Pero quiero volver! ¿Qué es esto? ¿Por qué me trajeron acá? ¿Quién es ese chico?
Me dio una cachetada que me dejó la piel ardiendo. Nunca me habían pegado
–Ustedes no son mis papas –dije con los ojos cargados de lágrimas.
* * *
Papá y yo estábamos esperando sentados en la mesa grande del living. Mamá fue a llevar a Matías a la escuela, así que estaba más tranquilo. Quedate tranquilo que viene el tío Alberto. Él ver que esté todo bien, dijo después de hablar por teléfono.
–Martín, ahora que no están ni mamá ni Matías ¿me podés decir que te pasa? ¿Estás enojado por algo?
–Quiero que volvamos –insistí. Era cómo que todos estén locos menos yo ¿O yo estaba loco y los demás cuerdos?
Sonó un timbre. Papá fue a atender. Escuché cómo saludaba a alguien y lo hacía pasar. Por el pasillo que daba al living apareció con un señor con mucha panza y un pliegue grande entre la cara y el cuello. Tenía camisa, zapatos y un maletín.
–Ahí estas vos ¿cómo estas Matías, tanto rato? Qué raro que me llamen por vos –dijo mirándome –Vamos a ver qué te pasó.
Papá dijo que iba a preparar algo que no llegué a entender qué era y me dejó solo con el señor que acercó una silla para sentarse en frente mío, tan cerca y con tanta confianza que empezó a incomodarme.
–A ver cómo estás –dijo extendiendo la mano hacia mi frente.
La tocó e hizo el gesto cómo si se hubiera quemado para reírse bien fuerte al instante. Yo no me reí.
–Vos estás perfecto. Pero a ver por las dudas ponete esto –sacó rápido un termómetro del maletín y me lo dio.
Me lo puse debajo de la axila.
–A ver, contame ¿qué pasó, Martín? –mirándome con un gesto cómplice cómo si esperara que le fuera a hacer una gran confesión.
En vez de eso, lo seguí mirando en silencio. Con todo lo que me estaba pasando lo que menos quería era hablar con un extraño.
–Nada –dije cuando sentí que había que llenar el silencio con algo.
–¿Nada? –preguntó con un gesto incrédulo–. ¿Qué pasa que no le contás al tío Alberto? –volvió a armar una sonrisa amplia en su cara enorme.
–Nada –dije y me salió un poco enojado. Me molestaba mucho que me hablara con tanta confianza cuando no lo había visto en mi vida.
Puso cara de desconcertado.
–Pero, Martín ¿pasó algo grave?
La molestia pasó a ser enojo, así que esta vez no respondí nada. Sólo lo miré serio.
Alberto me sacó el termómetro de debajo de la axila y lo miró rápido.
–La temperatura está bien. Voy a hablar con tu papá – dijo y se fue por la misma puerta que mi padre.
Me quedé sentado en la mesa del living mirando las vetas de la madera brillante de la mesa grande mientras ellos charlaban. Solo podía escuchar el murmullo lejano de su conversación ¿Qué tan grande era esta casa? Tardaron tanto que hasta comencé a aburrirme. Finalmente escuché cómo el murmullo se iba acercando. Entre lo que decían escuché algo del “número del psicólogo” en voz baja poco antes de que pasen por la puerta mal cerrada del living.
–Nos vemos, señor –me dijo Alberto con una sonrisa y extendiéndome la mano. Le dí la mía desconfiado.
–¿Puedo volver a mi cuarto? –le pregunté a papá cuando volvió al living.
Me pasé lo que quedaba de la mañana y el mediodía en la cama mirando el techo. No quería ir al psicólogo, la idea me asustaba. Había tenido un compañero de mi grado, era bueno y jugaba con nosotros, pero le costaba hablar y ese año se había puesto peor. No entendía nada en las clases y las maestras no sabían qué hacer con él. Un día nos enteramos que no vino porque fue al psicólogo y a partir de entonces no fue más a la escuela. ¿Y si me pasaba lo mismo? ¿Iba al psicólogo y me llevaban a un manicomio o a otro lugar?
Seguía acostado cuando Matías entró. Me miró y se dirigió rápido a su cama. Tiró la mochila y la abrió. Buscó algo hasta que se dio vuelta. Me miró con los ojos muy grandes. Sonreía por primera vez desde que lo ví y tenía algo que parecía un libro en la mano.
–Martín, ya sé lo que te pasa.
Lo miré con cara rara a este nene extraño que me llamaba por mi nombre y me decía que entendía algo de lo que me estaba sucediendo.
–Hoy a la mañana le conté todo a Germán y Agustín. Lo charlamos todo el recreo y al final Agustín se acordó que lo que te pasa es igual a lo que sucede en un cómic que lee su hermano –hizo silencio esperando que dijera algo pero lo seguí mirando raro, y eso lo hizo dudar un poco –Así que después del colegio le pedí a mamá ir a su casa y buscamos el cómic. Nos lo llevamos sin permiso porque el hermano le iba a decir que no y lo iba a esconder, según Agustín. Así que lo tenemos que cuidar mucho –dijo y me extendió un libro fino de tapa blanda.
La tapa era un dibujo de un hombre flaco frente a una ciudad extraña, todo con colores muy fuertes. Era impresionante.
–El cómic se trata de un científico que estaba haciendo una máquina del tiempo y por un accidente la máquina se rompió y lo mandó a otra dimensión. Entonces se la pasa viajando de un mundo a otro para volver al suyo. En uno de esos mundos el científico se encuentra con él mismo de otra dimensión. Eso es lo que te pasó a vos Martín ¡Viajaste a otra dimensión!
–¿Cómo?
–Por eso no conocés nada de acá –cada vez estaba más emocionado.
Yo lo miraba sin terminar de entender lo que me estaba diciendo pero no me cabía en la cabeza la idea de que algo cómo viajar de dimensión pudiera ocurrirme a mí que no era ningún científico.
– Sos el Martín de otra dimensión y por eso no conocés nada de acá. Tenés razón, esta no es tu casa, vos sos de otro lugar. Yo te creo y te voy a ayudar.
A pesar de en ese momento, no haberle creído del todo, le voy a estar eternamente agradecido.
[Continuará]