Necesito hablar contigo. Antes tenía la certeza de que podrías salir de esta situación, pero ahora no lo sé. Tengo miedo. Tengo miedo de que me dejes sola en este país.
Hace siete meses que estás desempleado. Los sobres con aviso de deudas no paran de llegar bajo tu puerta. Tu nevera está vacía y tampoco haces nada para llenarla. Me dices que vas a estar bien, pero no es así. Ya no eres el mismo de antes. Ya no eres el mismo hombre que conocí en Venezuela.
Nos han arrancado del suelo donde nacimos. La tierra que nos vio crecer ya no es la misma. No tenemos a dónde regresar y no sabemos cuándo volveremos a ver a nuestras familias.
Sé que ya no te gusta este país al que emigramos, que no soportas que te hablen como si te estuvieran dando órdenes, que odias que los problemas se tengan que resolver alzando la voz y que siempre crean que tienen la razón. Que el café de acá te sabe a agua con azúcar y que no entiendes cómo la gente se queja de su día a día, aunque a simple vista lo tengan todo.
Sé que cada vez que pones un pie afuera de tu edificio te cuestionas si estabas en lo correcto cuando decidiste cambiar a tu familia por tener una vida digna: por no hacer más colas para comprar comida, por abrir la canilla y siempre tener agua, o por tener la seguridad de que al enfermarnos encontraremos en cualquier esquina el medicamento que necesitamos.
Lo sé. Nada se podrá comparar con lo que sentíamos cuando vivíamos en nuestro hogar. Cuando desayunábamos las arepas que nos hacían nuestras madres y bebíamos el café que se cultivaba en los Andes. Cuando el sol del trópico tostaba nuestra piel y hacíamos de la playa nuestro patio trasero. Los cambios de estaciones no eran un problema. Tampoco éramos extranjeros. Recorrer nuestro país y disfrutar de sus paisajes era lo cotidiano. Amábamos la universidad, reíamos un montón. Lo teníamos todo.
Pero la Venezuela de nuestros recuerdos ya no existe. Permanecer allá es enfrentarse a un no constante. No hay dinero en el banco. No hay comida en la mesa. No hay respeto. No hay seguridad. No hay luz. No hay gobierno. No hay oposición. No hay justicia. No hay esperanzas.
No puedes regresar. Debemos continuar aunque agonicemos por dentro. Puedo entender que ahora no sepas cuál es tu rumbo. También que nada te haga feliz, pero la vida no se detiene por ti.
Puedes evadir la realidad sentado en ese sofá, jugando todo el día y toda la noche con tu teléfono. Puedes ignorar mis visitas, no mirarme a los ojos cuando te hablo, no besarme nunca más y aislarte de todos. Nada de lo que hagas podrá regresarte lo que has perdido, pero acá tenemos la oportunidad de vivir.
Hace tres días que no sé nada de ti y siento que me estoy volviendo loca. Tu teléfono está apagado y tus vecinos no te han visto. No puedes dejarme sola aquí. No me digas que ya no tienes ganas de vivir porque yo no puedo seguir en un mundo donde no escuche tu voz, ni pueda verte a los ojos. No soy tan fuerte, no puedo con todo. Si te hundes, me hundiré contigo.
Por favor, cuando leas esta carta, ábreme la puerta. Seguiré viniendo todas las noches hasta que te vea.