El tema con estas fiestas como la de hoy, a las que me invitan con tiempo, es decir, con más de una semana de anticipación, es que yo me cargo de expectativa. Me depilo, me paso aloe vera por todo el cuerpo, me hago un baño de crema en el pelo. Todo con la sana y firme convicción de que me voy a traer algún pibe a casa para que me coja y me deje la concha destrozada.
Cuanto más destruida quede al otro día, más feliz me siento.
Pero la verdadera cuestión, es cuando llego a la fiesta y me doy cuenta de que no hay posibilidades de cacería.
Esta noche el 80% son minas. De los seis flacos que hay, cuatro son putos y dos vinieron con sus novias. Bueno, hay un séptimo pibe, pero es tan feo que ni siquiera lo contemplo como posibilidad. Me preocupa pasarme de escabio, terminar con él en casa y mañana querer volarme los sesos cuando lo vea desnudo al lado mío, tirándose pedos y oliendo a sudor.
Como el primo ese de Ana que me garché en Navidad. Que flaco mas feo por favor. Encima se creía un campeón. Y eso me molestaba más que todo lo otro. Porque los feos, los feos de verdad, los que pasaron una infancia de bullying y pocos amigos, esos que solo aspiraban a ver una teta en una revista porno. Esos feos consientes, son los mejores. Te cogen de verdad. Con ganas. Como un perro que estuvo atado toda su vida y un día la cuerda se corta y se largan a correr. Esos feos te hacen ver las estrellas. Te tocan como si fueras una escultura en un museo prohibido. Te esperan a que acabes. Te agradecen el pete. Te dan ganas de abrazarlos cuando se van.
Pero mi galán de Navidad no fue el caso. Se la pasó toda la noche diciéndome al oído todas las guarradas que me iba a hacer cuando llegáramos a casa. Me acariciaba las piernas por abajo de la mesa. Yo me mojaba toda mientras mantenía la compostura. Porque estábamos en la casa de Ana y aunque la abuela se hacia la boluda, tampoco era cuestión de faltarle el respeto.
Estuvimos en esa cena hasta las 4 am. Cuando llegamos a mi departamento, el pibe me acorraló contra la pared ni bien cerré la puerta. Me saco el vestido, me arrancó la bombacha de un tirón. Y cuando se bajó los pantalones tenia la pija muerta. Una mini poronguita flácida que no ameritaba ningún alarde.
Me agarro de los pelos y me dijo que se la chupara. Yo no quería. Me dijo que si era tan puta como había dicho, que lo hiciera. Me metí esa mierda en la boca. Se le paró al toque y acabó sin avisarme. Ni siquiera me pidió disculpas. Se reía. Se subió los pantalones y se fue.
En la fiesta en la que estoy ahora no hay candidatos. Me dedico a mi segunda pasión, que es decir boludeces para que mis amigos se diviertan.
Después de contar por tercera vez como voy en pijama al supermercado, se abrió la puerta de entrada.
Vi pasar a tres flacos. Dos que zafaban. Uno, que se partía en ocho.
Me excité. Sentí en ese preciso momento, mientras los escaneaba de pies a cabeza, como se me paraban los pezones.
Seguí hablando en automático, hasta que la ronda de saludos de los recién llegados nos alcanzó. Cuando el morocho en cuestión me besó en la mejilla pude sentir su perfume.
Empecé a transpirar.
Hay algo que se me activa instintivamente y cuando sucede no puedo frenarlo. Es como una pulsión. Entro en modo cacería. A partir de ahí, todo mi ser se posiciona y actúa con un único objetivo: lograr que ese chabón me garche.
A veces la conquista puede llevar solo un par de horas, incluso minutos. A veces puede tardar años. Pero esta vez no pensaba esperar tanto. Hacia cinco meses que no garchaba y había ido con la única intensión de remover las telarañas que me habitaban la concha.
Deje que pasara media hora. Para no saltarle a la yugular de una.
Mientras las conversaciones se iban sucediendo alrededor mío, yo no perdía de vista al morocho. Se había tomado una lata de cerveza y se acercaba al balcón.
Ya sin poder pensar en otra cosa y escapando a una conversación sobre la importancia de quererse a una misma, valorarse, no dejar que un chabón te forree solo por no querer estar sola y todas esas boludeces que Clara nos dice porque hace un año que no se la ponen, atravesé todo el living y salí al balcón.
El flaco miraba su celular mientras se fumaba un pucho. Yo no fumo pero le pedí un cigarrillo.
Charlamos un poco, sobre cosas que la verdad me chupaban un huevo. Y a la hora y media de metódico chamuyo, me lo estaba llevando a mi casa.
Si Claudio, no puedo cumplir con los putos objetivos de venta que me pones todas las semanas en el local. Pero acá estoy, por comerme al más lindo de la fiesta.
Llegamos a mi dos ambientes en Palermo. Antes que nada me disculpe por el desorden. Nunca ordeno, pero siento que con esa frase, la gente piensa que ese día el caos fue una excepción.
Chapamos un rato que me pareció eterno y cuando quise manotearle el bulto, me corrió la mano. Me preguntó si podía fumar adentro, le dije que no había drama. El pibe consumía sus cigarrillos mientras me hablaba de su ex, me spoileaba el final de una serie y hasta me contaba los mambos con su vieja que tenía cáncer, sida, lepra o algo por el estilo. Todo eso, durante dos horas que a mi me parecieron interminables. Ya no lo aguantaba más. Pero no pensaba rendirme. Me senté encima de él. Le di el beso mas apasionado del que fui capaz y froté mi cuerpo contra el suyo.
Nada. Ni siquiera amago a tocarme una teta.
Cuando la cosa ya se estaba poniendo desesperante, intente meter mi mano en su pantalón por segunda vez y ahí frenó el chape en seco. Me dijo que no quería. Que esa noche no se sentía ”psicológicamente preparado”.
Me descolocó. Había escuchado de amigas que a veces no tenían ganas de coger, ¿pero que le pase a un chabón? Jamás lo había visto.
Saqué de la alacena un vodka, preparé un trago con jugo de naranja, serví dos vasos y los apoyé en la mesa.
–Tranqui, tomemos algo y después te vas.— le dije en un intento de calmar al boludo y sus mambos.
Le conté un par de cosas sobre mi vida, comentamos el estado actual del país. Y de la nada, le describí como había perdido la virginidad con mi profesor de gimnasia. A mi ex siempre le calentaba esa historia. Pero este chabón se puso colorado.
[Suspiro] Me tomé de un saque otro vaso de vodka con naranja y empecé a tocarme mientras le hablaba. Me froté las tetas, me saqué la remera.
Mi espectador me miraba atónito. Mientras tragaba saliva con dificultad. Me levanté y me paré frente a él, casi rosándolo. En ningún momento deje de tocarme. Me bajé los pantalones. El pibe me agarró de la pierna y me dijo que no podía, enserio, que ese día no podía. Decidí no escucharlo.
Fui a la pieza y me traje un consolador. Me senté en una silla que acomodé delante de él y me metí el aparato en la concha, tratando de hacerlo lo más sexy que podía.
Un silencio cargó el aire, cada vez más espeso, cada vez más tajante.
¿Para qué había venido si no pensaba ponérmela? ¿Para qué carajos me había hecho perder tanto tiempo? Tendría que haber elegido al feo ese de la fiesta que seguro me la iba a enterrar sin anestesia.
Decidí actuar como si el flaco ya no estuviera y me metí el consolador furiosamente, mientras con la mano libre me frotaba el clítoris, una y otra vez, una y otra vez hasta que acabé.
Cuando lo hice, me levanté y lo invité a retirarse.
Bajamos el ascensor en silencio. No tenía ganas de decirle más nada. Cuando nos despedíamos intenté darle un beso tierno en la mejilla, pero me alejó la cara.
–Suerte con lo de tu vieja — le dije y cerré la puerta con bronca.