No pudo moverse por horas, no pudo siquiera pensar en moverse. Pero sí pudo, en cambio, pensar en todas las veces que lo naturalizó y cambió de canal porque estaba por arrancar la novela de El Trece. Pensó también en esa vez en que se le pusieron los ojos llorosos cuando dijeron que a Macarena de once años la dejaron tirada al lado de la ruta. Pensó en todas las veces en que su vieja insistió para que siempre le mande un mensaje cuando llegara a algún lado y de cuando le dijo que en el recital no fuera sola al baño. Qué infumable, mamá, siempre le contestaba lo mismo. Se acordó de esa vez en que Luli le contó que a una amiga suya le había pasado pero que no hablaba del tema y que nadie se animaba a preguntar. Se acordó de una vez que un periodista le preguntó a una mujer por qué no había hablado antes. Se acordó de un hashtag en Twitter que recopilaba denuncias, de cómo eran muchas, tantas, miles. Se acordó de ella misma en la marcha con sus amigas y su pañuelo pidiendo algo que parece que somos hace tiempo pero no, pidiendo algo insólito: ser libres.
Por su cabeza pasaron imágenes de toda su vida. La vez que a los doce años se depiló por primera vez y cuando volvió a su casa le preguntó a su mamá: ¿Ma, por qué tengo que hacer esto? La mamá le contestó que es algo que tenemos que hacer las chicas. Recordó cuando a los trece le explicó a su papá que a ella los hombres le gritan en la calle y que no, que esos no son piropos y que si son piropos, los piropos no le gustan. Se le vino a la cabeza la vez que a los catorce años mientras chapaba por primera vez, el chabón le hizo ponerle la mano en la pija. Pensó en cuando a los quince se fue de viaje con sus amigas y por primera vez se sintió contenta con su cuerpo. Paseó en bikini con gusto. No se escondió con los trucos que le habían enseñado para que no se le vieran los rollos. Supo que ese fue el único verano de su vida en que fue feliz. Supo que no iba a serlo por mucho tiempo más.
Cuando finalmente pudo empezar a moverse, habían pasado cuarenta y cinco minutos. Se llevó las dos manos a la cara y lloró. Lloró mucho. Lloró con ruido, con la tristeza de quien es consciente de que la vida se acaba de volver oscura. Lloró con la incansable, infinita, intolerable angustia que solo puede sentir quien fue violada. Lloró desconsoladamente con las lágrimas cayendo a la velocidad de algo que ya no se puede frenar.
Sonó el teléfono y no se levantó. Sabía que no podía moverse ni aunque quisiera. Sabía que seguramente era Magui llamando a ver cómo le había ido con el pibe. Si todo había salido como ella quería. Si era tan lindo como había visto en Instagram. Si al final tenía buen aliento o no. No podía moverse ni aunque quisiera. Temblaba como si hiciera frío y transpiraba como si estuviera en una sauna. Le dolía la concha. Le dolían las piernas de tanto patalear. Le dolían los brazos de tanta fuerza que había hecho para sacárselo de encima. Le dolía la garganta de tanto gritar, de tanto gritar hijo de la mierda.
Sonó el teléfono otra vez y tampoco atendió pero esto la llevó a, después de una hora y cuarto, poder cambiar de posición. Empezó a mover sus brazos y piernas hasta envolverse y hacerse bolita. Respiró hondo varias veces, siendo consciente del aire que entraba y del que salía de su cuerpo, siguiendo todo el recorrido que este hacía cada vez que inhalaba y cada vez que exhalaba, esperando que eso le diera calma. No se la dio. Se levantó lentamente. Primero, se sentó como indio. Cada movimiento le dolía, cada músculo le lloraba. Apoyó las manos en el piso y, con toda la fuerza que pudo reunir, se impulsó hacia arriba. Cuando por fin pudo pararse, caminó lo más rápido que pudo hasta la canilla y se metió agua en la boca y la escupió. Hizo esto mismo unas diez veces. Escupió. Escupió. Escupió. Se metió adentro de la bañadera, se sentó abrazándose las piernas y prendió el agua caliente. Dejó que la queme a ver si había algo que le pudiera limpiar todo el asco que sentía. Ahí sentada volvió a llorar, esta vez en silencio e insultando cuando lograba que le saliera la voz. Forro de mierda repetía una y otra vez entre sonidos de asfixia porque el aire no le alcanzaba. Cuando pudo respirar sin que el pecho le ardiera, salió del baño y se puso una bombacha. Fue hasta la cocina y se sirvió un vaso de agua. Se sentó inmóvil en el sillón sin mirar la hora, con la mente en blanco, sin llorar, sin gritar, sin estar. Se sentía como si adentro suyo no hubiera nada, como si su cuerpo fuera un jarrón sin flores, un ente deshabitado. Sin fuerzas, sin planes, sin ganas, sin sueños. Con miedos, con traumas, con cicatrices que sabía que no importaba qué tanto lo intentara, nunca las iba a poder borrar. Sonó el teléfono una vez más.
—¿Qué onda amiga? ¿Cómo te fue? ¡Contá todo!
—Bien, todo bien pero no me lo garché porque no estaba depilada.