Ese verano El David, El Sr. B y La Mala querían irse de vacaciones a Villa La Angostura. Desde el jardín en Mar del Plata que se conocían. Llamaron a los demás chicos del grupo para que se unieran. Todos renegaron. Era el comienzo de la temporada y aprovechaban la llegada de los turistas para ganarse unos pesos. Al final convencieron a los otros tres. Tenían una misión especial: el Sr. B había cortado con su novia luego de dos años. La ruptura lo había dejado destrozado y el grupo se puso como meta animarlo y ayudarlo a recuperarse.
—Te vamos a conseguir una mina y se te va a pasar enseguida —le decían. El Sr. B asentía cabizbajo, casi sin mirarlos.
La Mala era la única mujer del grupo y dudó al principio si acompañar a todos los hombres. El David, a fuerza de insistir, logró que aceptara. Dijo que iba a extrañarla después de tanto tiempo sin verla. Los novios hacen eso, le dijo y ella no pudo negarse.
A El David le decían así porque tenía el cuerpo tallado en piedra (como la escultura de Michelangelo) pero tenía el pito chico. El apodo se lo puso Coraje que tenía el pasatiempo de comparar bultos en el vestuario masculino durante su paso por el club de rugby.
El rumor del pito de El David creció rápido y, sorprendentemente, cogió más que nunca. Toda la ciudad iba tras él para aseverar el hecho con sus propios ojos. La Mala cayó en la tentación y lo certificó unos días después: El David era pitocorto. La Mala, que a Coraje le contaba todo, se lo dijo apenas salió de la casa.
—Coraje, no te puedo creer. Es verdad —le decía La Mala mientras tomaban mate.
—Sí, nena. Yo te lo dije, ¿por qué no me creías?
—Igual te digo, el tamaño no importa. Estuvo muy bien.
—¡Es que lo hizo con amor! Siempre le gustaste a El David —dijo Coraje sonriendo.
—Creo que a mí también me gusta.
— ¿Aún con esa salchichita de copetín?
—No seas boludo.
A los tres o cuatro polvos, El David y La Mala comenzaron a salir. Se veían bien como pareja y el grupo lo aceptaba con normalidad, aunque algunos arrebatos de amor adolescente a veces fastidiaban al resto. El Sr. B parecía ser el más incómodo de todos (y eso era algo que Coraje sabía muy bien) porque La Mala lo volvía loco. Sabía que no era de hacía mucho tiempo, sino desde hace unos meses atrás, más o menos desde que a La Mala le crecieron las tetas y se le pronunciaron las caderas. Solo Coraje sabe cuántas pajas le dedicó a ella en ese tiempo. El Sr. B amaba su cara de rasgos fuertes y curvos, con la mirada baja, su ceño fruncido y la nariz puntiaguda, pero su cuerpo tan delgado no le llamaba la atención. Pero ese verano el Sr. B dijo que la cosa era distinta y que La Mala estaba más buena que el dulce de leche.
Cuando el Sr. B se enteró de que iba con La Mala a Villa La Angostura se puso contento. Coraje decía que era simplemente porque podía verla en tanga y bronceada, que dentro de él no corría ninguna otra intención. Todo el grupo lo dudaba. Algunos decían que La Mala, cada vez que se emborrachaba, lo iba a buscar al Sr. B. Ella lo sacaba a bailar y le decía cosas para calentarlo. Otros insistían en que el Sr. B era el que siempre la buscaba, el que le hacía comentarios sobre su ropa o su perfume, el que le daba regalos, el que le acariciaba el pelo. Nunca se supo del todo. Lo único cierto fue que una noche en sus vacaciones La Mala y el Sr. B garcharon de madrugada en la playa del Correntoso.
La Mala le chupó la pija como nunca. Cada movimiento era adecuado: las manos pasando del cuello a sujetarlo del pelo, del pelo a su pija y de la pija al pelo de nuevo. El movimiento de sus caderas, los pezones de sus tetas, los pequeños gemidos y el gusto salado de la piel bronceada.
Acabaron juntos y se quedaron recostados, cubiertos bajo su ropa, observando la corriente del río. Estaban abrazados mirando hacia el horizonte, que se veía ya anaranjado por la salida del sol. La Mala acariciaba el cuerpo del Sr. B, transpirado y manchado por la arena, y el Sr. B hacía lo mismo subiendo y bajando por su espalda. Cuando el sol salió entero, el Sr. B se levantó y se dirigió en dirección a los árboles detrás de la playa. La Mala se quedó esperándolo, mientras sentía el calor del amanecer sobre su cara. El Sr. B se metió para adentro del bosque, buscando un lugar donde hacer pis. Encontró un arrayán que le cubría casi todo el cuerpo y vigiló su espalda por si venía alguien. No había nadie, solo el canturreo de algunos pájaros. El pis mojó la base del árbol y mientras esperaba, podía espiar por un resquicio la playa y el sol. Cuando enfocó la vista, lo vio llegar a El David. Se sacudió rápido el pito y se ocultó detrás del árbol mientras ojeaba por un costado todo lo que pasaba. El David llegó tambaleándose borracho. La miró a La Mala desnuda mientras ella luchaba por cubrirse con el corpiño y un pareo. La agarró de la mano y la abrazó. Parecía decirle al fin te encontré. La Mala movía los brazos como explicando que no tenía idea cómo había llegado ahí, y El David asentía como podía. Se levantó y se sacudió la arena de la ropa. Cuando estuvo lista, lo agarró de la mano y empezaron a caminar. Mientras se iban, el David se dio vuelta y se quedó mirando a un punto fijo en los árboles. No le importaba ni su novia, ni el amanecer, ni lo tarde que era. Solo apuntaba a un sector minúsculo, justo donde el Sr. B posaba su ojo para mirar hacia la playa. Al Sr. B le parecieron años. Me vio, me vio, pensó y se agachó completo en la base del árbol que todavía estaba húmeda con pis. El David dejó de mirar. La Mala le giró la cabeza agarrándola fuerte y le dio un beso. En silencio, se fueron caminando al borde de la orilla.
El Sr. B tenía una emoción extraña de vergüenza y suciedad. Pensó en salir corriendo, desnudo como estaba, y revolcarse entre las olas para así limpiar el recuerdo. Quería que la fuerza del lago lo golpeara y lo castigara, y que de tantos golpes se eliminara la memoria del perfume de La Mala, ese aroma tan perfecto del sudor dulce y el perfume gastado. Pero cuando atinó a mover sus piernas se dio cuenta de que no tenía más fuerzas. Pensó que si no moría en ese momento, moriría con la golpiza de El David que, aunque borracho, no podía no haberse dado cuenta.
Se quedó dormido y luego de unas horas volvió a la casa donde todos estaban parando. Cuando llegó vio que La Mala y El David estaban juntos. El David lo saludó con un abrazo y le preguntó el porqué de la tardanza y con quién había estado. El Sr. B lo miró incrédulo pero El David seguía insistiendo. Estaba realmente interesado.
—La mina me dejó hecho percha. Quiero irme a descansar —dijo El Sr. B con los ojos entrecerrados.
—Dale, ¿qué te hacés el otro? Dale, contame. ¿Cómo era la mina? —insistió El David.
—Rubia, buenas tetas, ojos claros —dijo el Sr. B procurando que fuera totalmente opuesta a La Mala.
—¿Y qué fue lo que más te gustó de ella?
—Sus labios.
Cuando se fue a su habitación miró a La Mala de reojo. Ella le asintió levemente con la cabeza y fue justo ahí que se convenció. El David no se había dado cuenta de nada.
Volvieron del viaje. La Mala y el Sr. B hablaban con normalidad, aunque nunca volvieron a tocar el tema. Parecían inmersos en un pacto tácito de no agresión, sin derecho a roce. Lo siguieron a rajatabla, como profesionales. Cuando hablaban entre sí, mantenían la naturalidad de antes y afrontaban la incomodidad como si no existiera realmente. Cuando el grupo se reunía no había indicios de problemas ni miradas comprometidas. Todos hacían lo que solían hacer: El David hacía chistes y no paraba de fanfarronear con los demás sobre su cuerpo. El Sr. B hablaba de fútbol y Coraje traía los chismes del club.
Ese día se reunieron en la playa de Acantilados luego de almorzar, justo cuando la marea empezaba a crecer y cubría de a poco la orilla seca que había dejado el mediodía. El cielo estaba cubierto y soplaba un viento cálido que no llegaba a refrescar el cuerpo. Era uno de esos días de verano húmedo y caluroso, en donde la piel se vuelve pegajosa y el ambiente se siente como el infierno mismo. Se sentaron cerca de las piedras del acantilado y se sacaron la ropa, quedándose solamente con el traje de baño puesto. La Mala estaba bellísima. Su bronceado le resaltaba los ojos miel y el sol del verano hizo que se le formaran unas pecas bien pequeñas por encima de sus cachetes. El Sr. B no paró de mirarle las tetas. Coraje lo notó enseguida y le hizo un comentario en voz baja. Fideo y Pacman (otros chicos del grupo) asumieron que lo estaba advirtiendo en cierta forma, cuidándolo de El David y de sí mismo.
El David no paró de tocar, besar y abrazar a La Mala en toda la tarde. Pasada la primera ronda de mate, ella se levantó para tirar la yerba lavada y en un segundo encontró la mano de El David palmeándole el culo. Fueron un par de golpes que le sacudieron la arena. Ambos se rieron y se besaron. Cuando pasaba algo así La Mala solía poner cara de pocos amigos. Cualquier halago, cualquier cumplido masculino terminaba en un insulto. Pero esas cosas las tomaba de buena gana, a pesar de lo rústico de las formas que tenía El David para expresar su cariño. Él lo hacía bastante seguido, aunque esa vez en el grupo se sintió distinto. Como si fuera una muestra de dominio. Miren lo que tengo, parecía decir.
El Sr. B estaba hirviendo por dentro. Ni bien vio los golpecitos, les sacó la mirada y apuntó directamente al suelo, mientras juntaba en su mano un montón de arena que de a poco dejaba caer por entre sus dedos.
Pacman se dio cuenta de la tensión y quiso cortar el mal momento. Propuso a todos ir a jugar un loco a la orilla. Solo La Mala y Coraje se quedaron sentados. No querían ensuciarse ni transpirar más de lo que ya lo habían hecho.
Todos los demás siguieron a Pacman mientras se acercaba a la orilla haciendo jueguitos con la pelota. El Sr. B caminó solo y ensimismado, mirando directamente hacia el piso. Se puso en dirección al mar y El David se colocó justo enfrente. Le hacía gestos o chistes a La Mala y ella se los devolvía con sonrisas y fotos de su celular. El Sr. B trataba de ignorarlos como podía, pero para ese tiempo ya le resultaba imposible disimular mucho más su bronca. Cuando se acomodaron en ronda, Pacman, que estaba a su izquierda, le dio unas palmadas intentando animarlo, diciéndole sin decir que se olvide, que ya pasó, que no piense más. El Sr. B intentó hacerle caso, pero luego de algunos pases comprometidos en el loco, perdió la pelota tontamente con Fideo.
—¡Qué tronco sos, gallinita! —le gritó El David.
—Chupame la pija, manicero —le respondió el Sr. B y se agarró los dos huevos mientras iba para el centro de la ronda.
—Dale, dale. Empezá a correr —dijo y pasó la pelota a Fideo.
Cuando el Sr. B perdía en algo era muy difícil controlar su carácter. Su ceño se fruncía y crujía los dientes. Para ese momento, corría de un lado a otro con la torpeza de un adolescente encabronado. A cada cambio de dirección era un gemido, un rezongue, una queja acompañada de un gesto de disgusto, de esos que te hacen bufar y mirar de reojo, con odio, al responsable de hacerte pasar por esa tortura. La pelota pasaba de un lado a otro y parecía que los pases que antes eran cortos e imprecisos, jugando contra él se volvían inalcanzables. Las triangulaciones eran casi perfectas: de El David a Fideo, de Fideo a Pacman, de Pacman a El David de nuevo.
—¡Ole! ¡Ole! Dale, corré, putito. Si te gusta —gritaba El David excitado.
Un pase de Fideo le llegó a El David. Frenó la pelota y lo miró al Sr. B a los ojos.
—Dale, vení a buscarla. Vení, gato.
El Sr. B corrió contra él y El David esperó el momento justo para pasarle la pelota por entre las piernas. Fue un caño fenomenal. Los tres gritaron excitadísimos.
El Sr. B frenó en la arena y salió enseguida en dirección contraria. Para que no se levantara del piso, El David había arrastrado la pelota con la planta del pie y eso hizo que perdiera fuerza. Al pasar por entre las piernas del Sr. B la bocha quedó tibia en el medio de la ronda. Los otros inmersos en la provocación olvidaron salir a buscarla. El Sr. B llegó corriendo primero y de un zarpazo la pateó fuertísimo en dirección al mar. Era una de esas pelotas de playa, con poca presión y apenas inflada para que no doliera el empeine. Voló lejos por la fuerza del impacto. Para ese momento ya eran las cuatro de la tarde y con la pleamar, la corriente arrastraba hacia dentro. Bastaron solo unos segundos para que la pelota (que apenas se veía en el horizonte por el ir y venir del oleaje) se desvaneciera ante la vista de todos. Sin saber bien por qué, el Sr. B salió corriendo a buscarla.
Los demás miraban absortos la agilidad de sus movimientos y la velocidad con la que encaraba la búsqueda. En segundos superó el primer resquicio de olas. Fueron cuatro o cinco zancadas hasta sumergirse y comenzar a nadar hacia adentro. La pelota apenas se veía. La densidad y los movimientos del oleaje la empujaban de un lado a otro, de izquierda a derecha, pero siempre arrastrándola impávida, de a poco, al final de la garganta del océano. Luego de las primeras brazadas, los músculos del Sr. B se entumecieron. La fuerza del mar es así. En cuestión de segundos, una distancia tan ínfima se vuelve un infierno de ácido láctico.
El Sr. B nunca se planteó volver, Continuaba firme, brazada tras brazada. Ya había avanzado bastante y luchaba paso a paso con el oleaje que venía de frente a tumbarlo. Ya no contaba con la velocidad para contrarrestar los garrotazos del mar. Tampoco lograba esquivarlos sumergiéndose. La velocidad del mar y la fuerza del viento hicieron que se formara una ola que rompió directamente en su cuerpo y lo sacudió entre el agua y el piso de arena, haciéndole dar varias vueltas y golpeándole el hombro.
Sentirse abatido por las olas y revolcado por el piso es horrible. Se pierde la temporalidad y la dimensión del espacio ante esa vasta uniformidad de agua, sal y espuma. El océano es tan sanguinario, tan brutal que ruge insistente hasta llevarte para adentro. Quiere sumergirte en su lodo, en sus tierras movedizas, golpearte hasta desmayarte y dejarte inconsciente. Quiere arrastrarte para que ya no seas vos, sino que formes parte de él y que tu cuerpo comience a desmembrarse lentamente. Y sin darte cuenta, de a poco pasás a formar parte del abono, ese abono que lo hace cada vez más grande, cada vez más inmenso y cada vez más insaciable.
Cuando el Sr. B pudo despabilarse del golpe ya estaba lejos de la orilla. La fuerza de la corriente no dejaba de arrastrarlo hacia dentro. Intentó con todas sus fuerzas y a raíz de ese esfuerzo salvaje pudo avanzar unos metros y ganarle tiempo al océano. Justo en ese momento El David salió corriendo para el mar. Fideo y Pacman intentaron detenerlo. Le dijeron que era peligroso, que estaban mejor buscar a los guardavidas de La Serena para que los ayudaran a rescatarlo. El David parecía no escucharlos. Sin responderles ni mirarlos los sacó de un golpe.
Fideo y Pacman se levantaron aturdidos y lo vieron irse corriendo hacia dentro. No ofrecieron más resistencia y fueron hacia el otro balneario en busca de los guardavidas. Coraje empezó a gritar y trepó las escaleras que separaban el acantilado de la playa. Se paró en la ruta y la recorrió a lo largo pidiendo ayuda. Nadie se detenía. La Mala se quedó en la orilla, esperando al resto que tardaba demasiado en aparecer.
El David arremetió con más ferocidad que la del Sr. B. Tenía zancadas largas y una fuerza que hacía tensar a todo su cuerpo. Casi en un abrir y cerrar de ojos ya estaba zambullido, nadando hacia el horizonte, luchando contra las olas que parecían no hacerle daño. La Mala los miraba manteniendo siempre su mano sobre su boca.
El oleaje estaba cada vez más brutal, con olas altas y rompientes que daban miedo de solo escucharlas. El Sr. B y El David se veían cerca, pero el ir y venir del oleaje era tan pronunciado que no se podía saber con precisión si estaban o no. En un pasaje calmo del mar, La Mala los encontró a lo lejos y vio todo con claridad: los brazos de El David agarrando los del Sr. B, el sacudón de los cuerpos y la espuma que se generaba detrás de ellos. El Sr. B luchaba contra el agua que de a poco le cubría el cuerpo entero. El David lo alcanzó y en vez de sacarlo de ahí y acompañarlo a la orilla, le reventó la nariz de un trompazo, y después lo mismo con la cara y el estómago. El Sr. B se retorcía en el agua, sin poder respirar. Se ahogaba y como podía gritaba pidiendo ayuda.
Pero El David. Le pegó en un trance incansable hasta que el Sr. B ya era solo un cuerpo inerte en el agua. De a poco, comenzó a hundirse sin esfuerzo entre el oleaje. La sangre que desprendía su cuerpo manchó un poco la superficie, pero el ir y venir de la marea alta la limpió enseguida y la dejó diáfana y radiante. Justo ahí El David sintió la libertad y la plenitud del mar. La grandeza de esa mancha azul era inimaginable. Su cuerpo se volvió más liviano y no ofreció resistencia a la corriente que lo estaba llevando para adentro. Los brazos se soltaron y las piernas se fueron hundiendo, dejando que la inercia dejara su cuerpo flotando. Sintió la enormidad del mar en todo su cuerpo. La sensación era tan fantástica que se dejó atrapar en la corriente que lo iba llevando, de a poco, al final del horizonte.
La Mala quedó inmóvil en la playa, mirando a lo lejos como ambos cuerpos flotaban en el mar. El cuerpo del Sr. B apenas se distinguía mientras lo revolcaban las olas. El David se perdía a lo lejos hasta que dejó de verlo por completo. Ya habían pasado varios minutos y recién llegaban los guardavidas junto a Fideo y Pacman. Coraje también bajaba rápido por la escalera del acantilado junto al médico de la ambulancia. La Mala y Coraje se agarraron la cabeza. Coraje rezaba, mirando al cielo gris, como buscando una pequeña hendija de Sol donde poder conectarse con Dios y pedir auxilio. La Mala en un momento lo imitó, pero la quebró el llanto y con la mano se tapó los ojos. Las lágrimas cayeron de a varias. Pacman se arrodilló y empezó a gritarle de lleno al piso.
—¡No puede ser! ¡No puede ser! —gritó y le dio tres golpes a la arena que se esparció rápidamente dejando un hueco. El resto le pidió que parase, pero estaba tan ensimismado en su dolor que ni siquiera podía oírlos.
Los guardavidas comenzaron la tarea de rescate. Las olas los rebalsaban y los golpeaban de a poco, pero parecía que podían dominar el viento y la marea, y seguir avanzando, aunque fuera de a pequeños pasos. La pelota apenas podía distinguirse, pero los cuerpos ya no estaban a simple vista. Uno de los guardavidas llegó enseguida a una de las partes más profundas e hizo un gesto con su mano. Era un gesto rápido y constante mientras sonaba el silbato que llevaba colgado en el pecho. La Prefectura llegó al área y con un gomón de soporte se acercaron para retirar al cuerpo que encontraron. Con esfuerzo lo sacaros y lo subieron. No se veía bien a quién.
El Sr. B (Coraje pudo distinguirlo a la distancia después de que se acercaran) iba arriba del gomón, pero parecía inconsciente. Cuando llegaron y lo arrojaron al piso no respiraba. Todos se tiraron al suelo para quedarse cerca de él mientras el médico le hacía respiración boca a boca. Acercó sus labios y sopló fuerte. Nada. Apoyó sus manos sobre su pecho y golpeó incansablemente, casi aplastando sus pulmones con su puño. Gimió al tercer o cuarto golpe y cansado, siguió con la respiración boca a boca. Hizo lo mismo varias veces. Nada. La Mala no aguantó y se acercó al Sr. B sin importarle lo que decía el médico. Comenzó a besarlo mientras su llanto se mezclaba con el agua que le mojaba la cara.
El médico se detuvo y los dejó en paz para despedirse. Cuando La Mala dejó de besarlo, lo miró. El médico no dijo nada. Solo llegó a asentir al tomarle el pulso.
—Al otro no lo encontramos —dijo uno de los guardavidas—. Creemos que se lo llevó la corriente para adentro.
—¿Y no van a hacer nada? ¿Se van a quedar ahí mirando cómo se muere nuestro otro amigo? —gritó Pacman, a punto de golpear a uno de ellos.
—No hay nada más por hacer. Ahora sigue la Prefectura.
A los pocos días pasados la autopsia y los trámites legales, el grupo fue al velorio del Sr. B. En la casa velatoria estaban desde temprano sus padres, que habían padecido no solo la noticia, sino también el reconocimiento y el interrogatorio. Vieron a su hijo con la cabeza golpeada e hinchada, uno de sus ojos totalmente morado y varios rasguños por todo el cuerpo. Los golpes contra el fondo del mar, dijo el perito mientras lloraban sobre su hombro.
La Mala y Coraje llegaron primero temprano a la mañana. La imagen del cuerpo del Sr. B era muy distinta a sus recuerdos porque el maquillaje le había dado brillo a su cara y los golpes habían desaparecido. Ambos se acercaron a los padres y los abrazaron. Les dieron el pésame y lloraron juntos.
Al lado del ataúd del Sr. B había otro vacío. El cajón estaba lleno de velas, fotos y cartas. Era un homenaje al cuerpo ausente de El David que no había sido encontrado. Al tiempo llegaron todos los conocidos. Fideo, Pacman, La Mala y Coraje se sentaron y escucharon el responso del cura que dijo algo sobre la liberación del alma y el amor de hermanos. Porque ellos eran hermanos aunque no compartieran sangre, dijo en un momento. La Mala enfocó nuevamente a toda la sala. Ya habían llegado los padres de El David que estaban abrazados con los papás del Sr. B.
Ante el llamado de Dios, callan todas las objeciones y las fábulas humanas, siguió el cura. Señaló a los cajones y los observó por varios segundos. Levantó la cabeza y miró al resto seriamente.
—Descansen en paz. Amén.
El velorio continuó toda la noche. Todos se habían ido temprano, salvo los padres del Sr. B y La Mala que se mantuvieron en el lugar recibiendo a las visitas que llegaban. Cuando la casa del velorio cerró eran apenas las ocho de la mañana. La Mala se fue luego de saludar a los padres que se quedaron arreglando los honorarios con los dueños del lugar.
Salió caminando sola en dirección al mar. El día era espléndido. Era febrero, pero corría una brisa otoñal que refrescaba el cuerpo, mientras la piel ardía debajo del sol. Cruzó la ruta que estaba completamente vacía y bajó los escalones empinados que acompañaban la forma del acantilado. Recorrió los pocos metros de playa hasta la orilla y se sentó entre la arena que ya estaba húmeda y dura. La marea estaba calma y el ruido de la espuma era tan tenue que cualquiera podría dormirse de solo escucharla. Enfocó al fondo del horizonte como intentando un poco resignada ver el más allá. Las olas seguían rompiendo una tras otra, pero nada se veía más que el cielo y algunas nubes que lo atravesaban. Juntó sus piernas estiradas y las trajo contra su cuerpo, apretándolas con sus brazos para no sentir el frío del viento de la mañana. Ni El David ni el Sr. B estarían nunca más para abrazarla cuando sintiera frío. Quiso salir corriendo, volver a la casa de sepelios y contar la verdad, pero la idea de confesar un crimen que no cometió le resultó insólita. Se quedó quieta, abrazada contra sus piernas. Un nudo en el estómago la hizo llorar de angustia y las lágrimas cayeron a mansalva. Se quedó allí todo el día, esperando que alguien viniera a secarle la cara y asegurarle que nada de lo que pasó había sido culpa suya.