El día que la conocí, supe que iba a ser mi compañera. No sabía por cuánto tiempo, tampoco me imaginaba todo lo que nos iba tocar vivir. Pero sabía que había sido hecha especialmente para mí, a medida.
Estaba radiante, apoyada sobre la pared de ladrillos del palier, tan flaca y alta que me intimidaba. Todavía me acuerdo de cómo me miraba, con ganas de que la llevara a pasear, a conocer el barrio.
Había esperado ese día durante meses. Siete para ser exacta. Desde que Diego me dijo que había comprado un cuadro en uno de esos grupos de Facebook de Compra/Venta de bicicletas, no paré de imaginarla.
La última vez que me había subido a una bici, había sido en Punta del Este en el 2003. Cuando era chica tuve varias, me gustaba salir a dar vueltas con mi papá: playeras, mountain bike o de paseo. Nunca una como ella. Era algo nuevo en mi vida.
Estaba nerviosa y con un poco de miedo. No quería que nos lastimáramos ni dejarle marcas, estaba nueva.
Los primeros días la sacaba a dar una vuelta a la manzana por Blanco Encalada, Crámer, Olazábal y Balbín. Las piernas me temblaban, y eso me impedía maniobrarla con sus ruedas finitas y su volante de carrera. Era brava.
Con los días me fui ganando su confianza y ella se ganó la mía. Ya sabía a qué velocidad se sentía cómoda, que por las calles de adoquines no la tenía que llevar porque entraba en una especie de convulsión que podía terminar en la bicicletería para devolverle el aire. Sabía que le gustaba cuando me ponía zapatillas en vez de plataformas. Sabía lo que le gustaba. Sabía sus mañas y sus fallas.
Lo que más me gustaba de salir con ella, era que la miraran. Pero sí, lo admito. Me gustaba sentir que la deseaban. Me gustaba mostrarla. Me hacía sentir poderosa, porque nadie más podía tenerla a menos que me la robaran.
Esa mañana había discutido con Diego. No me acuerdo la razón, solo sé que no tenía mucha importancia.o estaba enojada. No habíamos hablado más desde que me fui de su casa a la mañana, casi sin saludar. Hasta que me llamó. Atendí intentando mantener mi enojo. Rara vez me llama porque sabe que no me gusta hablar por teléfono.
–¿Te llevaste la bici? –preguntó.
–No, ¿por? –contesté.
–No está. Te la robaron.
–Dale, boludo. Si me estás haciendo una joda decimelo ahora.
–No te joderia con eso.
Salí corriendo a buscarla donde la había dejado: en el garaje con las demás bicis. Era verdad, no estaba. Alguien se la había llevado y había puesto en su lugar una playera negra oxidada y destartalada para reemplazarla.
Lloré por horas. Lloré más que cuando se murió Ramona, mi primera mascota, una coneja que me regalaron a los cinco años por dejar de chuparme el dedo para dormir. Incluso lloré más que cuando tuvimos que regalar a Juancho, mi perro.
Diego me abrazaba intentando consolarme. La pelea había quedado en el olvido.
Publiqué en todas las redes sociales las últimas fotos que nos habíamos sacado pidiendo ayuda para encontrarla. Aproveché para interactuar en ese grupo de Facebook en el que me había metido para aprender sobre bicicletas de carrera. Siempre sospeché que se trataba de una especie de secta. Me sentí apoyada, aunque no faltaron los que se aprovecharon de la situación. Una serie de hombres desesperados queriendo ponerla me escribió prometiendo bajar de un piedrazo al secuestrador en caso de cruzarlo.
Me tranquilizó leer que generalmente estas bicis aparecían porque no había muchas. Me aconsejaron que siguiera publicando y así fue. No paré de postear fotos suyas: de perfil, de lejos, conmigo, en primer plano, todas las necesarias para reconocerla en caso de verla en la calle, como cuando se pierde un perro o un gato. Muchos hablan sobre lo difícil que es perder a un perro, a un hijo, a un padre. Pero nadie te dice lo que es perder una bicicleta, y esta no era una bicicleta cualquiera. Los que no entienden me juzgarán de materialista.
Pasaron nueve meses. Ya había perdido la esperanza de encontrarla. ¿Cuántos embarazos habrán pasado en este tiempo? ¿Dónde estará? ¿Quién la estará llevando? ¿La estarán tratando bien? ¿La obligarán a andar por las calles de adoquines y bicisendas rotas? Esas preguntas se me venían a la cabeza cada vez que veía una bicicleta que me hacía acordar a ella. Por un nanosegundo pensaba que la había encontrado, pero siempre era una ilusión. Cuando miraba detenidamente, me daba cuenta de que no tenía sus rasgos. Ella era única y era imposible confundirla.
“AYER VI A UN TIPO CON TU BICI EN BAJO FLORES”. El mensaje de un desconocido que me llegó por el chat de Facebook me devolvió el 1% de esperanza que me quedaba.
Muchas preguntas. Impotencia. Felicidad. Bronca. Sabía que alguien la tenía y no muy lejos, pero, ¿cómo hacía para recuperarla? Era tanta información y tan pobre al mismo tiempo. Un extraño estaba apoyando su culo sucio encima de ella, usándola y maltratándola. Me llenaba de bronca de solo imaginarlo.
Me dijo que la vio igual a las fotos que había publicado, cerca de la Villa 1-11-14, con un tipo de 1,75 de alto.
A la semana, fuimos con Diego a ver un Stand-Up, de esos que me gustan a mí. Lloramos de risa escuchando a Pablo Fábregas comparando la General Paz con el alambrado de The Walking Dead y sus chistes sobre el Conurbano. En realidad quería ver especialmente a Fernando Sanjiao, pero me decepcionó cuando terminó haciendo un monólogo sobre criar a un hijo y esas cosas. No era gracioso.
Cuando terminó la función, teníamos hambre y decidimos ir a Dean & Dennys que está en frente a Paseo La Plaza. Salimos metiéndonos entre la gente y fuimos a la esquina de Corrientes y Rodriguez Peña para cruzar la calle. Ahí estaba, pasando por delante de mis ojos en cámara lenta. Estaba igual al día en que desapareció, pero bastante golpeada. Mis sospechas se habían confirmado: la habían maltratado.
Cuando quise darme cuenta, Diego ya no estaba al lado mío. Corría atrás de la bicicleta, intentando frenar a los gritos al tipo que la llevaba. Corrió durante cinco cuadras mientras yo seguía inmóvil en la esquina. No entendía mucho qué estaba pasando, sólo me preguntaba si era real.
Pasaron cinco minutos que se sintieron como treinta. Diego apareció agitado, pero sin rastros. La había perdido de nuevo.
Primero el mensaje, después la ví. Para mí eran suficientes señales para seguir intentando recuperarla. Así que volví a publicar sus fotos en esos grupos de Facebook, está vez contando que la había visto en la calle Corrientes. No sabía muy bien para qué lo hacía, pero mi última publicación había sido casi un año atrás y muchos ya la habían olvidado, necesitaba que la volvieran a tener presente como yo.
Tengo tu bici. Así fue como me escribió Tatiana, su última dueña. Tatiana la había comprado en un grupo de Facebook de Intercambio de Bicicletas, días después de haberla visto por Corrientes. Seguramente el tipo había querido deshacerse después de ser perseguido por un loco durante cinco cuadras.
Cuando la llevó a un bicicletero, que le habían recomendado para arreglarle una de sus ruedas golpeadas, él le entregó un papel con la publicación que yo había hecho en uno de los grupos de Facebook con su foto. Tatiana se dio cuenta de que no le pertenecía, que había alguien buscándola hacía un año. Entonces me contactó.
Me aseguré de que fuera real, porque aunque me haya mandado fotos, yo todavía dudaba. Necesitaba verla en persona para confirmarlo.
Quedamos en encontrarnos en la esquina de su casa a las 18.30, en Coronel Díaz y Güemes. Estaba nerviosa, había imaginado ese reencuentro durante todo un año. Por fin la iba a volver a ver, nos íbamos a volver a casa, juntas.
Me bajé del subte y caminé apurada, llegaba quince minutos tarde. La puntualidad nunca fue lo mío, ni siquiera en ese día.
Ahí estaba, sobreviviente, esperándome lista para contarme sobre todos los culos que habían pasado por ella. Esta vez, ella me iba a llevar a pasear a mí. Ya tenía calle, mucha más que yo.