Cada vez que intento recordar cómo fue que llegué a este lugar, las lágrimas entorpecen mi memoria y agregan su sabor salado al banquete de fluidos que me inunda la boca. La sangre, con ese asqueroso gusto a óxido, me invade hasta producirme náuseas, que con su vómito borran todo lo demás y en reemplazo dejan el ácido de mis entrañas quemándome todo el paladar.
Todo lo que aprendí en la vida, me lo corrigieron a los golpes en unos cuantos días. Los gritos de ayuda me valieron algunas patadas en la cara, en el estómago y en la espalda. Mi voz suena como la de un perro al que le cortaron las cuerdas vocales para poder vivir en un departamento. Las manchas de sangre seca en otras partes del piso me indican que ni siquiera soy la primer infeliz en vivir esta desgracia. Esas manchas me aterran porque no sé qué pudo haber pasado con los cuerpos de donde salieron y tampoco me atrevo a imaginarlo.
Es ahí donde empiezo a reproducir recuerdos en mi mente donde todavía estoy en casa. Cierro los ojos y mis sentidos se activan con momentos más felices. El aire huele a desodorante para piso, la calidez de la cama y de los brazos de mi novio completan la escena. Todo está tan tranquilo. Me levanto, pongo la pava, me tomo unos mates. Después él se despierta y me acompaña en lo que parece ser nuestro ritual mañanero. Nos bañamos, nos amamos, nos vestimos. Le doy un beso, salgo a la calle, y camino, camino mucho. La esperanza de un trabajo en estos tiempos de crisis me exaspera tanto que camino hasta donde me citaron para la entrevista. Busco la dirección en internet y no la encuentro fácil porque es uno de esos pasajes de la Ciudad de Buenos Aires, esos callejones sin fondo, sin luz, sin vida. La angustia atroz envenena mi memoria que se termina con un golpe en la cabeza y todo vuelve a empezar en este cuarto sin ventanas.
Ya perdí la noción del tiempo que llevo acá a base de pan duro y agua caliente. El único motivo por el cual todavía no perdí la cordura es por la película de recuerdos que me irrumpe cuando cierro los ojos. Se me vienen conversaciones con mis amigas en las que decíamos que lo peor que podía pasarnos era desaparecer, porque bien sabíamos que era una metáfora para disfrazar lo malo que podía haber en una desaparición. Siempre decíamos que preferíamos morir, enojar hasta el cansancio a quien nos tuviera para que se deshiciera de nosotras y así terminar con la agonía que en su momento no podíamos ni imaginar. Hoy, toda esa agonía se hizo carne, carne desgarrada que me abre el cuerpo en dos.
Mis «cuidadores» me quitaron ya toda la esperanza de morir cuando me dijeron que tenía que aguantar porque al Oso le gustaba. El solo hecho de pensar en ese hombre me descompone y para mis adentros ruego que me estén buscando, que no se cansen, que estoy cerca. A veces también imagino que mi voz vuelve y con los gritos atraviesa las paredes de este cuarto que hoy me encierra, y entonces alguien me escucha, sospecha y me recuperan. La felicidad del final suele indicar que es un divague, un divague de esos que me mantienen viva.
En la noche, los gritos lejanos me ensordecen y me perturban, pero el silencio me enloquece todavía más, porque sé que en el silencio hay vacío y donde hay vacío una chica ya no está.