El lente es la prolongación de su cuerpo quieto. Desde la silla, él la fotografía en silencio. Afuera el viento mueve las ramas del cedro que vigila la casa. El fuego crepita en la enorme chimenea. Ella se desnuda lentamente frente a las llamas que entibian su cuerpo. Deja que el calor entre a su abdomen. Luego gira en redondo, ofreciendo cada porción de su figura, absorbiendo despacio el calor, por la piel, por la nariz, por las pupilas. Él fotografía las curvas de su cuello, los hombros desnudándose mientras cae la camisa. El lente se enfoca en el brillo de su mirada. Hace zoom en el nacimiento de su pelo. Se enciende.
Recuerda la primera vez que la vio acostada en la arena. Lo encandiló el brillo oscuro de su pelo y su cuerpo bronceado, la manera suelta en que se acomodaba al sol, la forma de mirar el mar, absorta en su mundo. La fotografió desde lejos, intentando leer su mente en cada imagen que luego reveló en silencio, bajo la luz roja del cuarto oscuro.
La volvió a ver en la calle una tarde. Desde el coche disparó la cámara, inventando un instante para cada postura de su caminar y su conversación con las personas que la acompañaban. Volvió al laboratorio a elegir el contraste para resaltar sus contornos. En la retina le quedaron todos sus movimientos y gestos.
Ella le da la espalda y desabrocha el último botón mientras mira las llamas. Siente el ardor sobre su pecho desnudo, cómo se replica en su vientre joven y liso. Sigue con la pollera: la desliza suavemente por su cintura fina, sus muslos firmes, sus tobillos desnudos. Gira y sonríe cómplice.
Él se estremece por el calor en su entrepierna. El zoom se enfoca en la última línea de la espalda. Aprieta el botón de la cámara. Su aliento se calienta. Vuelve atrás y revive el día en que hablaron por primera vez, el café, la invitación a ver los revelados. Ella no se molestó. La intrigaba ese hombre hosco que la seguía. Vio en esas fotos su mejor representación. Él le explicó que la fotografía siempre había sido su pasión. Ahora, era su forma de tocar el mundo. Le mostró lo que tenía exhibido en su casa. Ella admiró cómo él se desplazaba por el cuarto rojizo con la soltura de quien ha encontrado su lugar.
Él limpia el lente empañado y se seca el sudor de sus manos. Combate el ligero temblor para adecuar el foco. Es la única modelo que le importa. Todo su deseo se condensa en la imagen que él crea, manipulando el obturador. Lo que comenzó con curiosidad se transformó en su obsesión. Obtener de ella el mejor retrato.
Mirarlo de lejos, disparando su cámara hacia el mundo, la hacía vibrar. La intrigaba. ¿Qué veía él desde esa perspectiva que a ella le era negada? Compartieron cafés interminables hojeando las imágenes impresas. Las fotos fechadas antes de conocerse eran oscuras: primeros planos de cosas pequeñas, rodeadas de un desenfocado misterioso e inquietante. Forjaron una rutina secreta. Él la fotografiaba en el taller al fondo de su casa mientras ella se entretenía entre las bateas y las imágenes colgadas de pequeños broches en un alambre a baja altura. El perfume de los químicos era a la vez dulzón y ácido. Un olor que le volvía cada vez que abría una mandarina o comía algo avinagrado. Fuera de los encuentros, se descubrió pensándolo en las cosas cotidianas. Con los meses, las fotos se tornaron luminosas cuando ella era la protagonista de la escena. Conoció expresiones de su propia cara que nunca había encontrado en un espejo. Un brillo diferente se potenciaba en su mirada verde al irse de la casa de él. La primera vez que se rozaron fue en ese pequeño cuarto, bajo la luz de revelado. Se casaron en abril, solos. Para su familia, él era un problema con el que cargaría de por vida. Para ella, él era el único hombre que había buceado en sus profundidades para plasmarlas en papel fotográfico.
Ella se extiende sobre la alfombra de yute, áspera y perfumada. Gira el brazo y apoya la cabeza sobre el codo doblado. Exhibe el pecho desnudo. Se tiende de espaldas mientras la cámara la recorre en una secuencia rápida, desde el cuello hasta el reborde suave que separa sus muslos. Abre las piernas y se dobla mientras sacude su pelo oscuro. Lo mira por entre los mechones que tapan parcialmente sus ojos.
Cada rasgo de su cara es el centro de una foto.
Él siente que el calor hincha su sexo y sube hasta el borde de su cintura. Hace rodar la silla y se detiene, el zoom retrocede, la distancia entre ellos se acorta. Busca dos vasos de vino y le acerca uno. La cámara dispara sobre el rojo del líquido y el verde de los ojos. Un contraste furioso en otra foto perfecta. Él pone una canción para que ella baile y ría, felina y suelta. Sabe que para ella la música es lo que para él son las imágenes.
Ella juega a alejarse. Él persigue las sombras de su cuerpo desnudo en giros mágicamente congelados por el obturador. Ella se acuesta otra vez delante del fuego. Las manos de él se detienen y sólo la mira a través del lente, sin disparar. Decide que esa imagen íntima no debe ser revelada.
Ella se incorpora y lo desviste. Lo besa suavemente y lo acuesta a su lado. Gira sobre el cuerpo flaco. Le acomoda su espalda en la alfombra. Trepa sobre su esposo.
Ambos miran las llamas desde la misma perspectiva. La cámara, apenas un juguete abandonado sobre el sillón.