Me despertó un ruido inconfundible: un auto saltando una loma de burro y un segundo después el chasis raspando contra los adoquines de Superí y Avilés. Ese bulto en el pavimento era parte de la flora y fauna de mi departamento de soltero. Por supuesto que lo primero que pensé era que estaba soñando. Hacía un año que no vivía ahí. Me había mudado la primavera pasada a una casa en Florida, con mi novia. La habíamos elegido porque nos parecía un buen lugar para que nazca nuestro hijo. De pronto, como si nada, estaba otra vez en ese departamento, solo. Sin novia, sin hijo, sin llantos ni pañales, durmiendo sobre mi colchón berreta y con la persiana hasta abajo, como Emilia odiaba.
Pellizcarme me pareció muy cliché así que agarré un libro al azar de la biblioteca a ver si las letras permanecían en su lugar, algo que nunca pasa en mis sueños. Mitología Griega y Romana de Pierre Commelin. Abrí en una página al azar, decía: “Saturno desposó a Rea, de quien tuvo varios hijos, que devoró ávidamente para cumplir el convenio hecho con su hermano Titán”. Tremendo, pensé. Si de verdad fuese un sueño, sería un pasaje digno para charlar en terapia (si hiciera terapia) pero esto claramente no era un sueño, aunque tampoco parecía la realidad.
Toda mi cadena de pensamientos se cortó abruptamente cuando arriba de la mesa vi la caja de Lucky de diez. Quedaba uno y no lo iba a desaprovechar. No fumaba desde el primero de enero, por el bebé. Parece que la nicotina sale por los poros y si el pibe duerme con vos le podés causar muerte súbita. Abrí la puerta del balcón y prendí el pucho como si fuese una bocanada de aire de montaña. Me dio arcadas y tosí como un enfermo de tuberculosis, pero estaba fumando otra vez. Qué manjar tan desagradable y hermoso. Apoyado en la baranda del balcón vi a varias personas y ninguna tenía barbijo. Parece que en esta realidad paralela, la pandemia no había sucedido, pero la fecha era la correcta. No había viajado en el tiempo. Por alguna razón, eso me dejó más tranquilo. No había tanta responsabilidad.
Estaba contento, no voy a mentir. Y cuando me compré el siguiente atado de puchos estaba más contento todavía. Me sentí libre de toda culpa. Estaba descansado, renovado y en silencio. Ni bien prendí el siguiente cigarrillo, pensé en Emilia. Me daba algo de pena haber vuelto a fumar y que ella no lo estuviera haciendo, porque la verdad es que ella lo extrañaba más que yo. Busqué el celular que hasta el momento había ignorado por completo, pero cuando lo vi, no lo quise tocar. Algo de lo hermoso que estaba pasando podía romperse y no estaba listo para irme de esta realidad paralela. Tenía ganas de saber dónde estaba Emilia y qué hacía, pero también quería facturas, que no podía comer porque el Pebete tiene alergia a la proteína de leche de vaca y entonces Emilia no puede comer nada con lácteos y entonces yo tengo que hacer el aguante y tampoco comer nada con proteína de leche.
De pronto había tiempo. Tiempo y silencio. Tenía todavía el televisor que me había comprado cuando cobré por un laburo de mierda en el que me trataron para el orto. Una pantalla inmensa para ver películas. El sueño no es lo único que se interrumpe con la paternidad. No se puede ver una película de principio a fin sin estar pendiente de un niño que si no se despierta está a un instante de despertarse y ya la atención se divide entre la pantalla y el babycall. Para muchos, quizás sea una boludez, para mi es algo desesperante.
Bajé la persiana, abrí la docena de facturas y armé un porro gigante. Drogado pensé que para muchos la idea de soltería incluye coger con cuanta persona se te cruce. Pero lo siento, había demasiado por ver. Arranqué por la lista de pendientes de este año. Las estrenadas que me perdí, luego las recomendadas extranjeras y en el medio algo ligero de Adam Sandler para descomprimir. El domingo pasó en esa pantalla y en esa humareda. En el sillón y con dolor de cuello. Pensé en Emilia otra vez. En el medio de la última de Charlie Kaufman el teléfono vibró pero no quise ir a buscarlo. A la noche fui a buscar el celular.
Había un mensaje de ella. Lo abrí y apenas lo leí se me hizo un nudo en la garganta. “No tengo nada dulce para comer”. Tan simple y desprendido. Tan cercano y trivial. Tan íntimo. Empecé a leer los mensajes que teníamos de los días anteriores y confirmé mi sospecha inicial: nunca nos habíamos puesto de novios. Seguíamos siendo amigos, como siempre. Fue hermoso y terrible. Me dolía el pecho de leernos. Había cariño y distancia. Rompíamos la cuarentena y tomábamos birras en bares como unos boludos irresponsables, sin nada que perder. Fumábamos porro, veíamos películas y taza, taza. Para ella el último año no había sucedido nada entre nosotros. Eso me destrozó. Estaba en un universo paralelo dónde había aguantado un año más sin darle siquiera un beso. Me derrumbé en la cocina y lloré como mi hijo cuando le duele la panza. De pronto lo extrañaba. ¿Cómo estará? ¿Alguien lo estará cuidando? Me prendí otro pucho. Esta vez tosí un poco menos. Mis pulmones dejaron pasar al humo como a un viejo amigo. Le contesté por mensaje: “¿Vamos a Strange?” Era nuestra cervecería favorita. Me moría por ver ese lugar lleno de gente toda pegoteada como chanchos en un corral. Me dijo que se bañaba rápido, que nos encontrábamos en la puerta de su casa. De nuevo esa intimidad que me destrozó. Me bañé yo también, me perfumé y fui a buscarla.
Fue hermoso verla y no pude más que abrazarla, tanto que la incomodé, me di cuenta. Me preguntó si me pasaba algo y le dije que no, que simplemente me alegraba verla. Caminamos hasta la cervecería fumando. Ya sentados entre la multitud transpirada, me pedí un plato de papas con cheddar que a ella le resultó desagradable. Quise contarle que no comía queso hacía meses porque a nuestro hijo le habían diagnosticado APLV, la famosa alergia a la proteína de leche de vaca. De haberle contado que reemplazamos el queso rallado con algo que se llama Rawmesán se hubiese tirado abajo de un camión. Me limité a comer papas llenas de queso naranja y a escucharla hablar, algo más embobado que de costumbre. Varias veces me dijo que me sentía raro pero cambié de tema. Habré fumado un atado entero y cuando la dejé en su casa no sabía qué hacer. Ella me saludó y me dijo que mañana hablábamos, como si fuera lo más normal del mundo. Me pareció bien. Esta noche podía roncar tranquilo.
Dejé pasar dos días antes de volver a escribirle. Nos vimos alguna que otra vez, pero nada más allá de cerveza y cigarrillos. La distancia me hizo bien. Después de una semana de porro, películas y proteína de leche decidí ceder a la presión social. Me bajé Tinder y esa noche tomé una cerveza con una chica. No me cayó mal pero no pude creer el esfuerzo que era remar una conversación. Pregunté lo básico y me entusiasmaba cuando encontraba algo en común. Ella me habló de River pero le confesé que el fútbol me chupaba un huevo. Si había algo de química se cortó en ese momento. Volví a casa solo, me prendí otro porro y terminé la última temporada de Rick y Morty. Pensé en el Pebete. En que iba a ser malísimo para aconsejarlo en citas y que me iba a odiar. En que quizás le gustaría el fútbol pero me iba a dar paja llevarlo a la cancha. Lo extrañé. Extrañé su sonrisa con dos dientes y sus llantos sin control. Empecé a desesperarme y me faltaba el aire, como si fuese un ataque de pánico. Me sentí encerrado en un experimento de mal gusto y por primera vez, quise salir. Me cacheteé frente al espejo, con la esperanza de que realmente fuera un sueño. No pasó nada. De pronto me acordé de lo último que había pensado en esa otra realidad, antes de despertar en mi cama de soltero. Estaba en el baño de nuestra casa. Emilia trataba de dormir mientras el Pebete lloraba sin parar y sin consuelo. Yo trataba de calmarlo. Había intentado todo, sin éxito. Quizás fue algo que comió. Se llama “trazas de leche”. Un resto de proteína láctea que puede venir de un cubierto que tocó queso y no se lavó bien o de una persona que comió un helado y escupió. La alergia es como un virus espantoso que le daba al Pebete tres a cuatro días de dolores de panza y retorcijones. En medio de la desesperación, lloré con él. Estaba frente al espejo y de pronto lo dije: “Me quiero ir de acá. No quiero estar más en esta familia.”
Pero ahora sentía un vacío tan grande que hubiese hecho lo que fuera para volver. Me volví a mirar al espejo y pedí volver, como si alguien me escuchara. No pasó nada.
Llamé a Emilia sin importar la hora. Estaba durmiendo y se asustó. Le pedí disculpas y le propuse ir a su casa a la mañana siguiente.
Llegué a las diez en punto. Subí nervioso, como si fuese una primera cita. Mientras se armaba su primer cigarrillo, le conté que teníamos un hijo. Que estábamos enamorados. Que alquilábamos una casita con un poco de jardín en provincia, que éramos felices aunque dormíamos poco. Que la pandemia nos había pegado medio mal al principio pero que nos supimos acomodar. Que cocinábamos mucho y habíamos aprendido a hacer varios platos nuevos. Que nos animamos y compramos una Essen en cuotas. Que a nuestro hijo le decíamos Pebete y lo amábamos a pesar de que día por medio nos hacía sentir horrible. Tuve que dejar de hablar porque las lágrimas me daban vergüenza. Ella no entendió del todo lo que le estaba explicando. Traté de contarle toda mi semana desde que me levanté de nuevo en mi departamento hasta ese pucho que me estaba fumando. Se quedó en silencio un largo rato. Se notaba que no sabía cómo contestarme y tenía una sonrisa a medio dibujar. Finalmente habló. Me dijo que entonces me pasaba como la película de Nicolas Cage, esa que me gusta tanto. Le dije que era tal cual. Pero en la película es al revés. Nicolas Cage se despierta y pasa de ser un millonario solitario a estar casado con su novia de la prepa y tener dos pibes. Al principio se quiere matar pero hacia el final de la película los ama. Cine shampoo del bueno y Emilia tenía razón, siempre me gustó mucho esa película. Se armó otro pucho porque no supo cómo mejorar el silencio. Me preguntó por nuestra casa, cómo era, detalles sobre el jardín, todo con una mezcla entre incredulidad y curiosidad. Había algo de la supuesta ficción que la intrigaba. Sonreía sin saber cómo proceder y decidí besarla ahí mismo. Al principio se incomodó pero hubo algo que la hizo rápidamente bajar la guardia. Siempre quise creer que hubo una familiaridad que surgió de algún lugar del universo. Como si a pesar de estar en realidades paralelas, hubiese un entretejido que unía a todos los tiempos y lugares.
Esa misma noche terminamos cogiendo en su cama. Esa, donde un año atrás, habíamos concebido a nuestro hijo.
Empezamos a salir, pero pasaban los días y yo seguía pensando en el Pebete. Una noche me pidió que no hablara más del tema y la entendí. Me quedé callado de ahí en más, inclusive cuando una noche decidimos no usar preservativo. Sabía que ella quería tener un hijo y ella sabía que yo también, aún cuando mis razones podían ser algo perturbadoras. Dos semanas después, Emilia estaba esperando a un bebé, yo estaba desesperado por saber si ese bebé era el Pebete.
Llegó el día de saber el sexo. El médico lo dijo sin ningún peso dramático: “Es una nena”. Fue imposible ocultar mi cara de decepción. “Habrá que estar pendiente a los novios”, dijo cómicamente el médico, sin causar ninguna gracia. Emilia me agarró de la mano. Ella estaba feliz.
Fue un embarazo difícil para ambos. Yo lloraba por los rincones mientras Emilia apenas podía respirar por el calor que hacía. Para el quinto mes ya era verano y ella estaba de muy mal humor. Recordé el consejo de un amigo que había sido padre hacía poco: “si con dinero podés solucionar alguno de todos los quilombos que trae un embarazo, hacelo sin dudar”. Puse tres aires acondicionados y me endeudé con el banco, pero estuvimos un poco mejor.
Cuando la bebé empezó a patear, mi tristeza mermó. De pronto me sentí entusiasmado por la niña que venía. Seguía extrañando al Pebete, pero también quería darle lugar a ella, que no tenía la culpa de tener un padre de otra dimensión. Esta vez podía redimirme. Hacer las cosas bien. Llevar la ropa correcta al hospital. Cuando el Pebete había nacido me olvidé de llevarle una mantita abrigada como decía el instructivo y me dieron una que tenían ahí. Las enfermeras me cagaron a pedos y me dijeron que lo mantenga calentito mientras Emilia disfrutaba de su shot de adrenalina post-parto.
Cuando llegó el día de las contracciones, me sentí un campeón. Habiendo pasado por todo esto, tenía menos nervios que los que tuve aquella vez. Manejé sin pisar un solo pozo y supe perfectamente dónde estacionar el auto. Fue todo bastante rápido. Entramos y de una a la sala de pre-parto. Esta vez, Emilia podía respirar sin tener que tener un barbijo puesto. No sé cómo lo habíamos logrado la primera vez. Estaba lista para la sala de partos y ahí fuimos. La enfermera me preguntó si tenía las cosas y le mostré mi mantita abrigada, orgulloso. “Perfecto” me dijo, y yo feliz. Emilia se acostó con las piernas en alto, lista para los pujos finales. Ahí fue cuando me puse nervioso. Ver a mi hija iba a confirmar que el Pebete iba a dejar de existir y eso me cayó de nuevo como patada en la panza. Ella gritaba y yo también. Tardó un poco menos esta vez, como si ella también lo hubiese vivido antes. La niña estaba llegando y yo en un impulso cerré los ojos fuertemente. “Mirá, papá”, me decía la obstetra. No pude abrirlos. Solo pude escuchar el llanto de mi hija, único e irrepetible.
Cuando abrí los ojos, estaba de nuevo en el baño. El llanto era el del Pebete, que seguía en el mismo tantrum de hace un año. Lo abracé y lo besé. Tanto que paró de llorar. Empezó a reírse con esa emoción que tienen los bebés que es una mezcla entre risa y llanto. Le dije que lo amaba y le pedí perdón. Me sonrió y nos fuimos a dormir. Cuando vi a Emilia no pude evitar besarla. Siguió durmiendo como si nada. El Pebete se durmió rápido y yo pensé en mi hija. En cómo estaría. En si alguien la estaría cuidando del otro lado. El Pebete tenía solo seis meses, pero esa noche supe que estaba listo para tener otra.