Estás tendida boca arriba en la camilla de la guardia de un hospital, en un cuarto pequeño. A lo lejos, se escucha el ruido de una canilla que pierde. Pablo te mira pero está ausente: acompaña como puede un cuerpo que no es el suyo. Dos practicantes te inspeccionan entre las piernas, que sostenés abiertas en los estribos. Tenés que hacer fuerza para que no se cierren. Durante toda la noche habías sangrado la ilusión de los últimos días. Te habías alegrado y ayer se fue todo por el inodoro. De qué te sirvió la esperanza, pensás mientras mirás la humedad en la junta del techo. Ahora no sos más que ese tejido muerto entre tus piernas, que se niega a salir mientras los médicos buscan y escarban murmurando que está muy inflamado y que los pliegues no permiten ver bien. Te avisan que van a usar un espéculo más grande. Cada espasmo hace que salga más sangre. Te duele. Las gotas caen al suelo pero no hacen ruido. El espéculo abre y los médicos apuntan la luz directamente al hueco de tu desilusión. Mirás para atrás y te estirás para ver a Pablo, que revisa frenéticamente el celular, buscando algo que ni siquiera él sabe qué es. Cada tanto levanta la mirada e intenta descifrar lo que dicen los médicos.
Les avisás que te duele, que basta, que tenés las piernas acalambradas de tanto hacer fuerza y te dicen que no, que no pueden ver nada, y que hace falta explorar un poco más. Vos sabés que no hay nada que explorar, que todo lo que tenía que estar ahí ya no está más. Ellos, en su afán de seguir las reglas, no ven la obviedad. No hay nada, les decís. Pero continúan y te dan una receta para una ecografía transvaginal. Levantás tus cosas y caminás junto a Pablo en silencio hasta la puerta que te indicaron. Retumban los pasos, no hay mucha gente esperando en la guardia en este frío día de julio. No entendés cómo el ecógrafo no está al lado de la sala donde te examinaron.
Esperás a que te llamen mientras mirás el celular y respondés unos mails. Te estás vaciando por dentro, pero trabajás igual. Te llaman por tu nombre, y allá vas. Una camilla más, un aparato más que quiere meterse entre tus piernas. El ritual es el mismo: hay que sacarse la ropa de la cintura para abajo y ponerse la bata.Te deja la cola al aire, entra frío. Ya sabés lo que hay que hacer porque es lo mismo que hiciste hace tres días, cuando todo esto comenzó y apenas caían unas gotas de sangre. Te preguntás si todo esto es algo que tengas que contarle a la gente que te rodea; te preguntás cómo lo explicarías si ni siquiera terminás de entenderlo. Hoy la sala parece inmensa. Caminás hacia la camilla y goteás. Dejás un hilo de sangre y tejido en el suelo y lo sentís correr por tus piernas. Lo limpiás con las medias. Te disculpás, porque sabés que eso es mucho más que sangre, es la tristeza de los proyectos truncos, de la expectativa que ahora no sabés dónde meterte y de una angustia tan pesada como los pasos que se arrastran. Te vuelven a mirar por dentro, y te preguntan si sentiste salir algo. Clavás la mirada en el techo para armar una respuesta, y solo ves otra mancha de humedad. Este debe ser el hospital más viejo del mundo. Claro que sentiste algo, le respondés: fue anoche, a las tres de la mañana. Después de un retorcijón, un coágulo pesado y lleno de tejido salió y estalló contra el agua del inodoro. Cómo no vas a recordarlo, si nunca antes sentiste algo así. Nunca un coágulo fue tan perfecto y doloroso. La médica es amable, y confirma: el saco embrionario ya no está más. Ya lo sabías, pero necesitabas una confirmación. No entendés cómo algo tan pequeño pudo ser expulsado de una manera tan dramática. Te vestís y lo mirás a Pablo, que no te pregunta nada porque también sabe. Caminan al auto en silencio.
Hace unos días te dijeron que esto podía pasar, pero nadie te prepara para dejar ir la alegría de lo que buscás hace tanto. Te dijeron que no le pongas mucha expectativa pero hay ilusiones que no se pueden contener. No sabías que existía este dolor. Nadie te preparó para esto, y aunque te dicen que en pocos días se va a terminar sentís que los coágulos dentro tuyo son infinitos. Tenés un nudo en la garganta que no te deja tragar. Volviendo en auto a tu casa no sabés que todavía faltan seis días expulsando sangre y tejido e ilusiones, seis días vaciando tu útero, que como vos, se había preparado para algo nuevo y hermoso. Te preguntás y ahora qué. Lo mirás a Pablo que maneja como un autómata. Pensás qué difícil debe ser estar en su lugar y le agarrás la mano. Cuando llegás a tu casa cocinás el almuerzo pero no comés. Querés acostarte, pero te sentís sucia. Decidís bañarte. Te sacás la ropa y notás que la bombacha se manchó con un poco de esa sangre, que también ensució el pantalón. Los tirás a la basura junto con las medias. Te metés en la ducha y el agua caliente empieza a caer encima tuyo, te limpia los restos de sangre pegados en la entrepierna. Desnuda en la ducha mirás de nuevo el inodoro, ese por donde se fue todo. Te falta el aire y empezás a llorar. Pablo te pregunta por detrás de la puerta si estás bien, y le decís que sí, que ya salís.