La señora vivía pendiente de lo que comía Pedrito. Quería que comiera cosas sanas. Me pedía que le prepare puré de coliflor, verduras al vapor, leche de almendras y galletas de algarroba. Tenía que ponerle todo a disposición en su sillita, ofrecerle variedad y que él agarrara lo que quisiera, aunque se manchara o hiciera un enchastre. No había caso, al nene no le gustaban esas comidas. Por más avioncito que le hiciera, siempre me daba vuelta la cara. La pobre criatura se la pasaba escupiendo. Cuánto más fácil hubiera sido probar con una milanesa con puré, unos fideos con manteca, alguna vez un alfajor, como cualquier nene, pero la señora no quería saber nada. A la vez me hinchaba con que Pedrito comía poco.
—¿Y si probamos con un pedazo de pollo? —le propuse una vez.
Lo pensó unos segundos y aceptó.
—Bueno, pero que sea orgánico certificado. Andá al mercado de Lacroze y Triunvirato y pedilo así.
Ese lugar quedaba a más de diez cuadras de la casa. Le avisé que a la vuelta había una carnicería grande que tenía de todo. Me dijo que de ahí no quería nada, que en la granja del galpón vendían pollos especiales, más sanos por cómo fueron criados.
Tipo once de la mañana fui al mercado de Lacroze. Tenía que volver rápido así la señora se podía ir a trabajar y yo le daba de comer a Pedrito. Entré a la pollería del fondo, parecía más una boutique de ropa que otra cosa. Alcé la mirada para ver a quien hacerle mi pedido, lo vi a él. Se me puso la imagen en cámara lenta, como pasa en las novelas. Hasta ese momento pensé que exageraban, pero fue así, tal cual. Ni bien cruzamos miradas yo me puse colorada como una tonta. Él en cambio sonrió mostrando todos sus dientes, grandes y blancos.
—¿Qué vas a llevar, reina?
—Un pollo orgánico certificado.
—Acá todo es certificado, olvidate. Solo te vas a tener que ocupar de que te salga rico. ¿Te lo trozo?
Otra vez en cámara lenta, agarró el cuchillo y empezó a cortar. Sus brazos fibrosos, al descubierto por la musculosa blanca, se marcaban por el movimiento de la cuchilla. Tenía el pelo mojado por la transpiración, se lo sacudió y cayó una gota en mi escote. Me sobresalté. Nuestros dedos se rozaron cuando me dio la bolsa.
Volví flotando. Meta suspiros. Crucé con el semáforo en rojo y me ligué varios insultos y bocinazos. Pobre gente, no sabe que cuando te enamorás te pasan estas cosas.
Ese mediodía Pedrito comió bastante pollo. La señora se puso muy contenta, así que a los días volví a ir al mercado. Había dos clientas cuando llegué, cada una atendida por un vendedor. Rezaba para que el morocho terminara antes que su compañero, pero la doña a la que estaba atendiendo no paraba de hacerle preguntas.
— Decime Ángel, ¿los huevos también son de granja?, agregame una docena.
El vendedor de al lado ya estaba terminando, Ángel lo frenó:
—Tengo separado el pedido para la señorita, ahora la atiendo —me sonrió y se encargó de despachar a la señora que se había puesto un poco cargosa —. Este era el pedido, ¿no? —dijo guiñándome un ojo.
—Sí, claro, a nombre de Cinthia —sonreí para seguirle el juego.
—A nombre de la clienta más linda del mercado. ¿Trabajás por acá?
—Cuido a un nene que tiene un año y la madre quiere que coma estos pollos especiales. Para mí son iguales a los otros y más caros.
Ángel se inclinó hacia afuera del exhibidor y me dijo en voz baja:
—Es muy rara la gente que viene acá. El pollito que se quieren comer tiene que haber sido libre y feliz, ¿decime si no es raro? Piden un certificado de que el pollo fulminado haya gozado de una buena vida. Más vale comerte a uno que la haya pasado mal, ¿o no? Pero no, ellos quieren que haya tenido sus comodidades, nada de estar amontonado y comiendo mierda. Quieren que el pollo se les parezca.
—Tenés razón, es rara esta gente.
Cada día que pasaba Pedrito comía más pollo. Le gustaba de verdad, pero a la Señora un poco le exageraba. Le decía que era impresionante como comía verduras si las mezclaba con el pollo y que lo notaba más animado desde que estaba comiendo mejor. A la señora se le iluminaba la cara. Así que cada tres días iba a comprar un pollito feliz. El otro vendedor ni amagaba con atenderme, ya estaba claro que yo era la de Ángel. Una de esas veces me dio el ultimátum:
—No me des más vueltas, ¿cuándo salimos?
—Estoy complicada Ángel. Trabajo con cama, ya te avisé. Puedo salir un rato mañana a la tarde. A las nueve tengo que estar en la casa de vuelta.
—Vení a las seis, aunque sea salimos un rato.
Al otro día, le dije a la señora que iba a encontrarme con una amiga y que a las nueve estaba de vuelta. Le inventé eso porque me arreglé más de lo normal.
A las seis estuve ahí. Lo vi salir bañado, con su bolso apoyado en el hombro, venía caminando hacia mí. Me dio un beso en la mejilla y dijo que estaba hermosa, me desarmó de amor.
Caminamos rodeando el cementerio. De repente me estampó contra el paredón de la Chacarita y empezó a besarme como loco. Yo no podía reaccionar del todo, trataba de acompañar el movimiento. Estaba dura, demasiado nerviosa. Recién al rato pude soltarme.
—Cinthia no puedo más, vamos a otro lado, ¿querés?— me dijo al oído.
Me moría de ganas, pero le aclaré que a telos no iba. Me daba impresión, conozco a chicas que trabajan limpiándolos y sé que a veces ni las sábanas cambian, una cochinada. Hasta ahí todo era perfecto, no quería perder el romanticismo. Me dijo que un amigo tenía un departamento vacío por ahí cerca.
—Es del encargado del edificio que está a la vuelta del mercado, es macanudo el hombre. Le conté que hoy salía con vos y me ofreció la llave de una piecita del edificio que está desocupada.
—Los encargados no me gustan nada, son unos mirones.
—Si serás desconfiada, Cinthia. Vamos ahí así estamos tranquilos, me volvés loco, quiero estar con vos.
Accedí. Seguimos a los besos al lado de los difuntos y cuando la cosa ya se estaba descontrolando enfilamos para el departamento. Cuando estábamos por llegar le dije que me había arrepentido, algo no me cerraba. Tenía el presentimiento de que el portero era un degenerado. Le pedí que fuéramos a otro lado. Ángel pensó en la pollería. Imaginé mi cuerpo caliente contra el exhibidor frío, muerta de amor y con la piel erizada, pareciéndome a los pollos felices. Cuando iba a decirle que sí, Ángel lo descartó. No daban los tiempos.
—Avisale a tu patrona que vas más tarde.
—No puedo Ángel, hoy es viernes y sale con el señor, tienen su noche de pareja.
—¿Y si te hago compañía mientras cuidás al nene?
—Sos loco, ¿querés que me echen?
—Tus patrones no tienen porque enterarse, me avisás cuando se van y yo voy después.
—Olvidate, ni en sueños.
Mis patrones se fueron como a las diez. La señora estuvo media hora dándome indicaciones. Dejó separados unos libros para que se los leyera al nene antes de dormir. También me dio un juguete nuevo. Un tablero de madera rarísimo, con cables, cerraduras, un botón para encender la luz.
—Es un panel sensorial Montessori, me lo recomendaron porque es muy estimulante para su edad. Estaría bueno que juegue con esto.
Le tuvo que haber salido carísimo, parecía que le gustaba que le robaran la plata.
Me pidió que intente no prender la tele mientras estaba con Pedrito. Siempre tuve prohibido ponerle dibujitos. La nueva era que yo no viera programas delante del nene para que no se acostumbrara a las pantallas. Ella igual estaba siempre con el celular. No pude evitar la mala cara.
El señor se dio cuenta de mi fastidio y le dijo que se les hacía tarde, que la termine con las recomendaciones porque ya hacía meses que cuidaba al nene. Ella le pidió que no la desautorice. Yo acoté “vaya tranquila, señora”, nada más. Me avisó que volvían el sábado a la mañana, como si no supiera que siempre duermen afuera los viernes.
A los veinte minutos me escribió Ángel. Estaba abajo. Esperé a que salieran unos vecinos para hacerlo pasar.
Se acercó a Pedrito, lo saludó chocándole los cinco y le dijo “hola campeón”. El nene sonrió y Ángel lo alzó a upa. Al rato ya lo tiraba para arriba y lo agarraba de las axilas en el aire. Pedro se reía a carcajadas, como nunca. Le pedí que lo hiciera más despacio, aunque creo que al nene le gustaba así. Estaba feliz. Se notaba la fuerza que tenía Ángel en los brazos porque estuvo como una hora revoleando al chico y no se cansó.
Preparé milanesas con puré para nosotros dos. A Pedrito le serví el soufflé de brócoli con los bocaditos de sémola que le tocaban. Comimos en la cocina. Ángel le convidó al nene de su plato y le encantó. Le avisé que no podía comer esas cosas. Se rió y dijo que no repitiera pavadas. Cuando me quise dar cuenta, Pedrito ya se había comido media milanesa. Después no quiso saber nada con el flan de leche de almendras. Al rato se durmió, Ángel lo había cansado.
Volví a la cocina después de acostar al chico en la pieza. Ángel me alzó y me puso sobre la mesada de mármol. Mientras nos besábamos levantó mi vestido y se desabrochó el pantalón. No duramos nada, eran muchas las ganas contenidas. Nos reímos abrazados. Lo hice pasar a mi habitación, así nos refrescábamos un poco abajo del ventilador. Al rato estuvimos de nuevo, esta vez lo disfrutamos más. Cuando nos desnudamos, pude ver y tocar el cuerpo de Ángel por primera vez, era un poema. Todos sus músculos se marcaban naturalmente, no como esos que se matan en el gimnasio. Su piel marrón brillaba por la transpiración. Ángel se mordía los labios mientras me acariciaba y recorría mi cuerpo con su mirada, no le hacía falta hablar para hacerme sentir hermosa. No sé en qué momento nos dormimos abrazados, creo que perdí la noción del tiempo.
Me desperté sobresaltada con el llanto de Pedrito. Con el corazón en la boca, miré el reloj y vi que eran las cuatro de la madrugada. Me tranquilicé porque los señores siempre llegaban tipo nueve o diez de la mañana. Fui a buscar al nene, lo alcé y lo hamaqué hasta que volvió a dormirse. Le pedí a Ángel que se fuera. Se vistió a las apuradas, con cara de dormido era todavía más lindo. En el ascensor me empezó a dar besos y quiso arrancar de nuevo, ganas no me faltaban, pero lo frené. Lo despedí rápido por las dudas de que nos viera alguien. Cuando me acosté en la cama, repasé todos los momentos y me dormí de nuevo abrazada a la almohada que tenía su olor.
Desde ese día nos veíamos siempre que podíamos. Los domingos yo iba para su casa en Laferrere, en la semana solo podíamos encontrarnos de a ratos, cuando me escapaba con alguna excusa; pero el viernes era el día de fiesta para los tres. Pedro lo veía entrar e iba corriendo a pedirle upa. Ángel me tenía prohibido cocinar. Se encargaba él de la comida, traía pizza o hamburguesas y de postre, helado o chocolates. Y no faltaba la Coca Cola, al nene lo volvía loco, golpeaba su vasito de plástico rojo contra la mesa para que le sirviéramos más.
Ángel jugaba con Pedrito como si fuese un nene más. Veíamos películas en el sillón del living y también bailábamos con la música que no le gustaba a la señora, pero a nosotros tres nos encantaba.
Cuando lográbamos que Pedrito se durmiera, nos íbamos a la piecita a hacer lo nuestro y descansábamos algunas horas abrazados. Las últimas veces, a mitad de la noche, Pedro se pasaba a nuestra cama. Le gustaba acurrucarse en el medio de los dos. El despertador sonaba a las cuatro. Ángel se iba a esa hora y yo aprovechaba para limpiar el chiquero que dejábamos y sacar la basura antes de que llegaran, así no quedaban rastros.
Una tarde, mientras colgaba la ropa en el lavadero, la señora se acercó a hablarme de cualquier cosa, pero de repente empezó con las preguntas.
—Cinthia, ¿vos escuchás música mientras estás con Pedro? —me quedé muda, era cantado que me quería tirar de la lengua. —Te pregunto porque el otro día entré a un negocio de ropa y estaban pasando un tema de reguetón, de los que suenan ahora, Pedro estaba en su cochecito y se puso como loco, agitando los brazos, gritando, como si lo conociera. Me pareció raro porque acá no escuchamos esa música —me aclaró.
—Puede ser señora, a veces escucho música —le dije sin darle más explicaciones.
—Te voy a pedir que cuando estés con él no pongas esos temas, no son apropiados para su edad. No está bueno que se acostumbre a eso. Pueden escuchar los Canticuénticos, tienen canciones como el monstruo de la laguna, que es re divertida para bailar.
Esa noche vino Ángel, estábamos acostados en la cama cuando le conté lo que me dijo la señora. Nos reímos a carcajadas al imaginar a Pedro bailando en el cochecito.
—¿Qué vamos a hacer cuando el nene empiece a hablar? No vas a poder venir más Ángel —me puse triste de solo decirlo.
—No te pongas así mi reina, falta mucho para eso. Disfrutemos el momento, algo vamos a inventar.
Un lunes, ni bien llegué la señora me estaba esperando de brazos cruzados en la cocina. Al lado de la bacha había dejado un pañal usado. Lo abrió y me mostró la caca del nene.
—Sentí el olor que tiene, ¿le estuviste dando de comer algo fuera de su dieta? Esta no es la consistencia habitual, Cinthia.
Apreté los puños, hubiera querido decirle que ella no sabía nada; le cambiaba los pañales un día a la semana y pará de contar. Quería gritarle que no se metiera, que ella no tenía ni idea de cómo era la caca de Pedrito, pero me contuve.
—Está creciendo, es normal que le vaya cambiando la consistencia.
Estuve rápida. Abrió la boca como para responderme y la volvió a cerrar. Con un movimiento brusco, tiró el pañal en la basura y se fue. Respiré aliviada.
Cada vez costaba más que Pedro durmiera en su cama los viernes, ni bien lo acostaba se pasaba a la nuestra, dormían los dos despatarrados, a mí casi no me quedaba lugar. Esa noche no los desperté porque me daban mucha ternura. Me dormí mirándolos. No sé si apagué la alarma del celular o nunca la escuché. Nos despertamos con la voz de la señora.
Me incorporé en ese instante, pero ya era tarde. Abrió la puerta de mi habitación y nos vio a los tres. Pegó un alarido, como si hubiera visto un fantasma. Nos arrancó a Pedrito y se tropezó. Cayó al lado de la cama con el nene en brazos, que empezó a llorar. Ángel se levantó y se vistió a los tumbos.
—¡¿Qué hace este tipo acá Cinthia?! —dijo el señor con una cara que jamás le vi.
Yo no podía hablar, ni mirarlos. La señora gritaba, le decía al marido que llamara a la policía.
—No, por favor —le rogué. —Es mi novio, no va a volver a pasar.
—Andate de mi casa inmediatamente —le dijo el señor a Ángel mirándolo fijo.
Ángel me preguntó con la mirada qué hacer, le supliqué que se fuera y se acercó a la puerta. Pedrito se soltó de los brazos de la señora, corrió hasta él y se aferró a sus piernas. Ángel lo alzó, le dio un beso en la frente. La señora los miraba horrorizada. Le saqué al nene para que se fuera de una vez y no empeorara la situación. Estaba enganchado como garrapata, pero logré que se soltara. Aunque pataleaba mientras veía como Ángel se iba por la puerta de servicio.
La señora seguía tirada en el piso, no paraba de llorar. Señaló a Pedrito, que todavía estaba en mis brazos, y le gritó al señor:
—Te dije, es un bruto igual que ellos.