Fuimos felices en esta casa, de Carolina Mattera

Ilustración: Carmen Gorosito

Ninguno de mis tres hermanos valora esta casa. En especial Julia. Al otro día de la muerte de papá, cuando nos reunimos por primera vez después del entierro, dijo en voz bien alta: «Este caserón no sirve ni para salón de fiestas, todo abajo hay que tirar». Genaro no la contradijo y yo me fui al galpón porque no le iba a dar el gusto de discutir con ella.

¿Cómo no va a servir la casa? Si está en buen estado. Yo mismo me ocupo de que sea así: emparché el techo para que no filtre, renové la instalación eléctrica del galpón y hasta arreglé la pinotea del piso para que no chille cuando caminás. Yo sé que es un laburo difícil y que todos prefieren vender. Genaro, que tiene una inmobiliaria, ya tiene todo armado: en cuanto salga la sucesión, van a tirar abajo la casa para construir unos de esos edificios de cartón donde la gente se apiña para vivir y quedarse con la parte que les corresponde. Julia está de acuerdo. Y a Macarena desde hace tiempo que no le importa nada. Ni siquiera se dignó a viajar para el velorio de papá y ya le estaba tramitando un poder a Genaro para vender su parte.

Entré al galpón y me senté en el banquito de papá. No podía creer que, ahora que él no estaba más, todo aquello se iba a terminar: los asados de los domingos, las tardes arreglando la máquina para hacer chorizos, las siestas debajo de las glicinas de mamá. Fuimos felices en esta casa. Me encantaría comprarla. Vivir acá e invitar a mis hermanos y sus familias para hacer asados. Pero es un sueño nada más. Tendría que trabajar tres vidas para poder pagar lo que mis hermanos piensan sacar con la construcción de los departamentos. 

En eso estaba cuando entró mi hermano al galpón.

─Mirá, Patricio, Julia y yo no queremos nada de la casa —me dijo Genaro, apoyado contra el portón—. Sé que vos sos el más apegado y pensé que podrías quedarte acá mientras duren los trámites de la sucesión. Así vas separando lo que quieras llevarte.

A veces no sé si Genaro es estúpido o si piensa que el estúpido soy yo. ¿Cómo quiere que meta algo de todo esto en un monoambiente en el centro de Ramos Mejía? Además, uno no puede simplemente llevarse una vida entera de un lugar a otro. La casa. El galpón. El jardín de mamá. Fuimos felices acá. No puedo entender que mis hermanos no lo vean así. De todas maneras le dije que sí, que me quedaba. Julia directamente quería tapiar las ventanas con ladrillos. Decía que era para evitar que alguien se meta pero yo sé que, en realidad, lo que ella no quería es que yo me quede viviendo acá. Lo sé porque cuando volví del galpón y quise entrar a la cocina la escuché hablando por teléfono con Macarena.

—Siempre le gustó vivir de arriba, por eso tardó tanto en mudarse —le decía sin darse cuenta de que yo también la estaba escuchando—. Y ahora se cree que porque él arregla todo le corresponde la casa.

No quise discutir con mi hermana. Nos llevamos dos años nada más y ella siempre estuvo celosa de mí. Lo supe desde que éramos chicos, cuando papá intentaba enseñarme a manejar las herramientas y Julia venía al galpón solamente para molestarnos con sus muñecas y sus juguetes. Así que, antes de entrar a la cocina, hice bastante ruido para no generar una situación incómoda. Ella empezó a hablar de carteras cuando me escuchó entrar.

Al día siguiente del entierro, me instalé en la casa. Genaro me ayudó a acomodarme y, antes de irse, me dijo que tenía más o menos tres meses hasta que saliera la sucesión. Después empezarían con la demolición.

***

Los primeros días fueron dolorosos. Acomodar las cosas de los muertos queridos es difícil, pero con el correr del tiempo empecé a sentirme cada vez más liviano. Saqué la ropa de papá y la guardé en algunas bolsas para donarla, aunque me quedé con algunas remeras que me iban bien (él era más gordo que yo, pero teníamos la misma altura). Las puertas del ropero estaban flojas así que aproveché para ajustarlas un poco. También tuve que cambiar la canilla de la ducha. Perdía por todos lados y era imposible dormir con el ruido de las gotas cayendo.

La ferretería donde trabajaba quedaba lejos de la casa de papá, así que empecé a levantarme temprano para llegar a tiempo. Mi rutina se fue armando a partir del horario del tren. Si perdía el de las ocho veintidós, llegaba tarde. Pero yo disfrutaba la secuencia: el despertador, la ducha, el café de la mañana, la caminata hasta la estación y la espera breve en los bancos de cemento del andén. A la tarde, cuando volvía de trabajar, hacía una recorrida por el jardín para regar las plantas. Si hacía falta, antes pasaba a comprar un bidón de nafta para pasar la bordeadora. No podía dejar que la casa se volviera una selva.

Hasta me habían empezado a gustar los llamados de rutina de Genaro por las noches. Sé que en el fondo él solo quería controlar cómo iba todo: me preguntaba qué había sacado y qué no. Pero a veces terminábamos conversando de otras cosas. Como de aquella vez en la que quisimos poner a punto el motor del auto de papá e hicimos una laguna de aceite en el galpón. El viejo no sabía si reírse del desastre que habíamos hecho o matarnos ahí mismo. Me gustaba charlar con Genaro. Era como cuando compartíamos habitación. Todo iba ocupando otra vez su lugar, casi como cuando era chico. 

Hizo frío las primeras semanas, pero después el clima se puso más amable. Los sábados a la mañana se convirtieron en mis días preferidos. El sol calentaba lo suficiente pero la galería se mantenía fresca, así que me llevaba el mate a la parte soleada. A la tarde, después de almorzar, me sentaba con un whisky en los sillones de mimbre y miraba el cielo despejado.

Los tiempos muertos me hacían pensar que, en realidad, un poco sí me correspondía la casa. Al final Julia no estaba tan errada. «Me la merezco», me repetía para mí mismo, mientras pensaba que siempre fui yo el que supo qué hacer cuando el tanque de agua no cargaba; el que siempre pudo encender la estufa de una; el único que de verdad sabía dónde iba cada herramienta. Incluso cuando me fui de la casa, a los treinta y cinco, siempre era yo el que venía los fines de semana para cortarle el pasto al viejo. Y no es que me fui tarde porque, como siempre decía Julia, yo no tuviese vida. No señor. Yo sí tengo una vida. La tenía, al menos: mis amigos, mi trabajo. Pero siempre dejaba todo aquello de lado para estar con el viejo.

Está bien que Julia le pagaba a un jardinero para que podara los árboles. O que Genaro le mandaba guita al viejo desde que se enteró que había dejado de pagar el municipal hacía un par de años. Esto me lo contó mi hermano al pasar. Creo que papá nunca me dijo nada para no hacerme sentir mal. Mis hermanos nunca tuvieron problemas con la plata. En cambio, yo nunca tuve un peso. Ellos estudiaron, son profesionales y se sienten importantes porque ganan mucho más que yo. Ser empleado de una ferretería no se ve tan bien. Me alcanza para vivir pero, para mis hermanos, no es más que vender clavitos. Claro que ellos nunca tuvieron idea de las cosas que hacía falta hacer en la casa. Jamás se preocuparon por nadie más que por ellos mismos. 

***

Una noche de lluvia vi que goteaba el techo de la cocina. A la mañana siguiente, subí a ver qué era y descubrí que algunas tejas estaban rotas. Me pasé todo el día reparando la filtración y, cuando quise acordarme, me dí cuenta de que no había ido a trabajar. . Después de ese día, el teléfono empezó a sonar todas las mañanas. Supe enseguida que era el dueño de la ferretería, queriendo saber dónde me había metido. Pero ya no podía encargarme de abrir el negocio ni de atenderlo. Ocuparme de la casa requería de todo mi tiempo. 

El teléfono también sonaba todas las noches. Ese era Genaro, que seguía llamándome como de costumbre. Pero, de repente, sus llamados se volvieron cada vez más intensos. Ya no eran las conversaciones de los primeros días. Habían pasado dos meses desde que me mudé y ahora todo era apuro, exigencias de sacar muebles o cosas así. Yo respiraba hondo y respondía monosílabos. Nunca me gustó discutir. Tampoco entendía qué pretendían que haga: no es que podía simplemente llevarme algunos muebles, algunos recuerdos, arrancar un pedazo de la casa. Todo estuvo siempre en su lugar. Este era su lugar. Y el mío también.

***

El tiempo pasó volando y, cuando me quise acordar, ya no quedaba nada para que empiecen a tirar abajo todo. Pero, en vez de tener la casa desarmada, me la había pasado arreglando cosas. Genaro me llamaba todos los días para apurarme. Hasta que un domingo cayó de sorpresa a la hora de la siesta. Seguramente ya lo habían llamado de la ferretería para avisarle que había desaparecido. Lo vi más serio que de costumbre. Recorría la casa esperando verla desarmada. Él casi nunca se enoja, pero fue muy firme con el tema del plazo. Me repitió que me ocupara del asunto y se fue sin aceptar los mates que había preparado. 

Esa misma noche, lo llamé desesperado a la mitad de la madrugada.

—Genaro, si desarmo la casa me muero.

Me había costado conciliar el sueño y una pesadilla me hizo despertar sobresaltado: desde el fondo de la casa salían unos brazos larguísimos que querían abrazarla entera. Yo me quedaba pegado al portón del galpón y la mano gigante me apretaba el pecho, me incrustaba contra la chapa y no me dejaba respirar. 

—Patricio, son las cuatro de la mañana —me contestó mi hermano al otro lado del teléfono—. ¿Estás bien?. 

—No puedo irme, no puedo, no lo voy hacer 

—¿Tuviste una pesadilla otra vez? ¿Necesitas que vaya para allá? 

—No, estoy bien. Si, fue una pesadilla. Perdón la hora, no me di cuenta. No te preocupes.

Colgué el teléfono con la promesa de llamarlo a la mañana siguiente. Pero esa noche no pude dormir. Estuve paseando por toda la casa, de un cuarto a otro, como en un ritual de despedida: acomodé los portarretratos, saqué el polvo de la vitrina, lavé un par de copas. Esperé a que amaneciera y, cuando ya estaba bien entrada la mañana, llamé a Genaro para pedirle disculpas. Le dije que había sido una mala noche; que el duelo por papá todavía me pesaba y que la casa me movilizaba un montón, pero que no se preocupara: esta semana iba a terminar de sacar las cosas para llegar bien con los tiempos. No sonaba muy convencido y quiso venir a verme, pero Castelar queda bastante lejos de Puerto Madero y seguramente tendría cosas más importantes de las que ocuparse. No vino, por suerte.

Lavé cortinas y alfombras. Arreglé unos postigos rotos y lijé las patas de la mesa para poder pintarlas luego. No podía ni pensar en irme, en vaciar la casa. Cada día que pasaba ahí, me venían a la cabeza los veranos familiares: la pileta de lona en el patio, Julia tomando sol con sus amigas en las reposeras, Genaro y yo intentando nuevos saltos en la poca profundidad que nos daba la pileta. De verdad fuimos felices en esta casa.

Me senté en el banquito de trabajo que tenía el viejo en el galpón y me serví el primer whisky del día. Era un poco temprano pero quién se iba a enterar. Recorrí con la vista todas las estanterías y reconocí algunas piezas olvidadas ahí: una bocina del Fiat Iava naranja con el que papá corría de joven; el delantal que le regalé cuando cumplió cincuenta; los rollos de hilo que compraba al por mayor para atar los chorizos y salames caseros; y un sinfín de cosas más. No sé cuanto tiempo o cuantos whiskys estuve ahí. Creo que demasiados. 

Si perdemos los lugares donde fuimos felices, perdemos todo. Los recuerdos, sin sus raíces, no pueden sobrevivir en la memoria. Se marchitan, como las flores al cabo de unos días de haber sido arrancadas.

No iba sentarme a ver como destruían mis recuerdos. No iba a darles el gusto de dejarme vacío. No podían ellos destruir lo que era mío. 

Por eso busqué el bidón de nafta que había quedado afuera, al lado de la bordeadora, y entré a la casa. Caminé hasta el fondo del pasillo. Empecé por la habitación de mis padres. Después, fui a mi habitación. Y así seguí de punta a punta de la casa hasta terminar en el galpón. A medida que todo se iba prendiendo fuego yo me iba despidiendo. Los empapelados se arrebataban en jirones, la alfombra del pasillo se iba levantando detrás mío. Era como si las llamas me siguieran. Lo último que recuerdo es ver las llamas anaranjadas envolviendo al galpón como en un abrazo. Sentí el rugido del techo caer y me dejé llevar por ese sonido. 

***

Tengo algunos recuerdos de haber pasado por el hospital: las luces blancas, los médicos que iban y venían. Las curaciones fueron lentas. Me cambiaban los vendajes a diario y, de a poco, mi cuerpo fue sanando.

Después de algunas semanas me visitó Genaro. Vino con un médico diferente. No usaba ambo ni trabajaba en el hospital.  Jamás lo había visto. Genaro me dijo que era el mejor especialista que pudo encontrar.

—De ahora en adelante, los tratamientos van a estar orientados a estabilizarte —me explicó el doctor.

Estabilizarme, pregunté.

—Es por un tiempo —me dijo Genaro—. Después vas a poder recuperar tu vida. Te vamos a conseguir un trabajo y todo va a ser como antes.

Nunca entendí de qué estabilidad me hablaban, pero no tenía mucho más para agregar así que los dejé que dispongan.

Ahora estoy mejor. Afuera hay un jardín bastante grande y algunas de las plantas son parecidas a las de mamá. Las glicinas están a punto de explotar, ahora que está por llegar el verano. Hay un jardinero que las cuida bastante bien. Tendría que atar un poco el rosal, eso sí. La primera tormenta que venga lo va a tirar a la mierda. Se le comenté una tarde, porque al resto de las personas que están acá no le importan mucho las flores. Los veo caminando en círculos por todo el patio, mirando a la nada. También hay muchos gatos. Andan por ahí, sueltos. Hay uno que es gris y siempre se echa a la sombra para dormir la siesta.

Genaro viene de vez en cuando a visitarme. Dice que Julia no me odia, pero yo creo que sí porque nunca vino a verme. Ni siquiera cuando estuve en terapia por las quemaduras. Me explicó que la obra finalmente pudo comenzar. A veces me trae fotos para que vea los avances. Dice que hay un departamento esperándome cuando salga de acá y que tiene planes para mí, que podría hacer de cadete en la inmobiliaria. Los dos sabemos que no voy a salir nunca, pero no lo decimos. No hace falta. No quiero traerle más problemas. Ya bastante con que se encarga de pagar este lugar donde me atienden bien. El doctor que se ocupa de mí es el mismo que vino a verme antes a la clínica. Es muy atento y dice que, si me esfuerzo, en algún momento voy a poder irme. Todos sabemos que no es cierto, pero igual nadie dice nada.

La última vez que vino, Genaro me trajo unas fotos que se salvaron del fuego. En una se ve el frente de la casa y también una parte del galpón. En otra, estamos los tres hermanos mayores parados delante del portón. Y hay una de mamá, sentada en los escalones delanteros de la casa. Genaro me preguntó si no las quería conservar como recuerdos, pero le dije que se las lleve. Todo eso no existe más.