El viento frío de la mañana de un miércoles me recorre la campera. Los zapatos aprietan en la punta de los dedos. Algún que otro pájaro canturrea a escondidas entre las ramas. Y mis ganas de ir a trabajar se resguardan, herméticas, en las sombras.
Siento la mochila liviana. La sacudo un poco en la espalda para calcular las cosas que llevo dentro. En eso, escucho el tintineo metálico de unas cadenas sonar a la distancia. Miro hacia un costado y veo a un niño impulsándose en las hamacas. Escucho su risa tronar y llenarme el estómago ayunado. Sonrío. No se percatan de mi presencia y yo aprovecho para descansar la vista en ellos un rato más.
Sigo mi camino. Llego a la guardia y veo a unas pocas personas. Saludo a Roberto en la entrada, bajo al vestuario y me alcanzan una bolsa blanca ridículamente grande para lo poco que lleva en su interior. Saco el ambo y el guardapolvo, me cambio y subo al estar de médicos.
Las salas pediátricas suelen ser bastante silenciosas por la mañana. Se respeta mucho el sueño de los niños, pero todo está bastante más tranquilo que lo habitual. El aire está quieto, denso, casi pantanoso.
Reviso a unos pocos bebés mientras duermen, esforzándome por no despertarlos. Entro a la habitación 228. Saludo a la madre con un gesto de mi cabeza y me acerco a su hijo. Caliento el estetoscopio entre mis manos, pongo un dedo sobre mis labios para pedirle a ella que guarde silencio conmigo y lo apoyo lentamente sobre el pechito frenético. El corazón le late tan rápido como el aleteo de un colibrí. En mis oídos retumba esa diminuta bomba de sangre que llena de vida a todo su cuerpo y a toda su familia. Les sonrío a ambos. Le bajo un poco el oxígeno al bebé. Está mejor que ayer, pero ella ya lo sabía. Suspira y me agradece con la mirada.
Salgo de su habitación y escucho un portazo al final del pasillo. El cuerpo se me paraliza, se me pone la piel de gallina. Sé muy bien lo que significan los portazos en ese lugar.
Veo al padre del bebé de la 234 aparecerse por el umbral y mirarme desorbitado. Una electricidad me recorre el cuerpo. Avanzo hacia él. En el camino trato de asociar el número de la cama con una edad, con un diagnóstico. Diez meses. Sí. Tiene que ser un cuadro respiratorio. ¿Bronquiolitis? Llego boqueando sin saber muy bien qué hacer, pero le pido al padre que llame al resto de los médicos y enfermeros, y entro a la habitación.
La madre llora sobre su bebé mientras le sopla la cara. Mati. Nunca me acuerdo de los nombres, pero el suyo sí porque se llama igual que mi hijo. Mati está azul como un arándano.
Por mi mente pasan como un relámpago mis últimas conversaciones con los padres. Me acuerdo de que ella es maestra y él, taxista. Me veo explicándole qué es la bronquiolitis que aqueja los pulmones de su hijo. De lo importante que es el oxígeno para su pronta recuperación. De lo poco que suelen durar las internaciones por su enfermedad y lo bien que suelen andar los chicos luego.
Me empiezan a temblar las manos, el aire me vibra en los pulmones, tengo el cuerpo prendido fuego. Le pido a la mamá que me espere afuera. Ella no se mueve un milímetro. Escucho las corridas, el frenesí, el carro de paro violentándose sobre las baldosas.
Trato de serenarme, pero no me sale. Sé que tengo que tomarle los pulsos, pero no entiendo por qué quiero cerciorarme con el estetoscopio. Lo agarro, sin calentarlo entre mis manos, y lo apoyo rudamente sobre su pecho adormecido. El silencio me estremece.
Abrazo su diminuta caja torácica entre mis manos y pongo mis pulgares a la altura de su esternón. Su madre llora y golpea la ventana pidiendo auxilio. Dejo de pedirle que se retire. Tengo que contar. Comprimo y trato de recordar si había que hacerlo quince o treinta veces antes de ventilar. Uno, dos, tres, cuatro. Los escucho llegar, oigo los lamentos del padre provenir graves y hoscos desde el pasillo. Cinco, seis, siete, ocho. Marta agarra el ventilador manual, Gustavo pasa la tabla de madera rígida por debajo del bebé para que pueda comprimir más cómodo. Nueve, diez, once, doce. Prenden el cronómetro, Luis empieza a preparar la adrenalina. Escucho que alguien pregunta si tiene vía. No tengo ni la más pálida idea. Trece, catorce, quince. Marta ya está lista. Le doy permiso con la cabeza. Marta ventila, uno, dos, y de nuevo a comprimir. Uno, dos, tres, cuatro. Se me empiezan a cansar los dedos. Voy a tener que pedir el cambio. Cinco, seis, siete. Marta no conectó su ventilador a la fuente de oxígeno. Le pido a Luis que la ayude. Ocho, nueve. Luis me dice que está preparando la medicación. Le digo que esto es más importante. Diez, once, doce. Lo conectan, la próxima ventilación va a ser más efectiva. Trece, catorce, quince. Nadie llamó a los terapistas. Marta ventila dos veces y el color de Mati no cambia ni un poco. Cada vez está más negro. Vuelvo a comprimir. Veo que tiene una vía en el pie y le digo a Luis que se apure para pasarle la medicación. No sabemos cuánto pesa pero, a ojo, no pueden ser más de ocho kilos. Cuatro, cinco, seis. Los padres lloran, hacen preguntas, obstaculizan nuestro paso. Le pido a Gustavo que llame a los terapistas. Nos falta gente. Nueve, diez, once. El desfibrilador no está listo. Catorce, quince, y sé que Mati nos está soltando la mano. Ventila una, ventila dos, le pido a Luis que me reemplace. Se pierden unos segundos ahí y Luis ocupa mi lugar. Miro a los padres. Por primera vez en esos escasos minutos los miro y los llevo afuera. Llega Gustavo, le digo que se encargue de la adrenalina y del carro de paro. Me pregunta con la mirada qué voy a hacer, y ve a los padres salir atrás mío. Entiende y sigue con lo que le pedí que hiciera.
Acerco dos sillas de un costado. Desde el pasillo se ve todo lo que está pasando adentro, a través del ventanal de la habitación. Les pido que se sienten. No quieren. Les vuelvo a pedir. Acceden. Se abrazan, tiemblan, me odian por no estar adentro ayudando, me odian por no dejarlos estar con su hijo. Represento lo peor que les pasó en la vida pero, a la vez, confían plenamente en todas mis palabras.
Trato de calmar mi cuerpo fuera de sí. El huracán que sale de mis pulmones intenta volverse una brisa cálida al pasar por mi lengua. No sé qué decir, no me enseñaron a hacer esto, nunca tuve que decir lo que estoy por decir. Siento calambres en el pecho, algodón en la garganta. Me sale ponerme en cuclillas. Los miro a los ojos e intento no desviar la mirada. Apoyo mi mano en la rodilla de la mamá. Les digo lo que no quieren escuchar, porque alguien tiene que decírselos. Les cuento que Mati está grave, que no está pudiendo respirar por su cuenta, que su corazón se detuvo, que estamos haciendo todo lo posible por reanimarlo. Me miran y no pueden creer lo que están escuchando. Veo sus vidas entrar en pausa. Veo un álbum de fotos que va a quedar con muchísimos espacios en blanco. El temblequeo de sus labios no es otra cosa que la respuesta a la injusticia más grande de la historia.
Los terapistas pasan atolondrados por delante nuestro y ni nos ven. Son dos. Entran y empiezan a armar jeringas de medicación. Se los ve hacer preguntas pero desde afuera no se puede entender nada. Me pongo de pie. Apoyo mi mano en el hombro de ella y contengo el aire en el pecho. Quiero volver a ayudar, pero mi lugar es ahí, con ellos.
Pasan los minutos, siguen reanimando, pasando adrenalina, bicarbonato, intentando intubarlo. El gimoteo de los padres a mi lado es constante, pero ya no acarrea desesperación, sino más bien una lenta aceptación de lo inminente.
De pronto, la vorágine se detiene. Se los ve a todos mirar el reloj sobre la cabecera de la cama. El aire está cargado de electricidad. Entro con sigilo, apenas haciendo ruido con el picaporte. Se giran en cámara lenta. Bajan la mirada y no puedo hacer otra cosa que cerrar los ojos. Se me estruja el estómago, un nudo me comprime el cuello. Doy media vuelta y camino con pasos temerosos hacia los padres. Me miran con las cejas caídas y ojos de súplica. Llego hasta ellos. Me pongo en cuclillas de nuevo. Veo sus manos entrelazadas y apoyo las mías encima. Los miro. No digo nada. Sus llantos rajan los cimientos.
Veo la bolsa negra salir de la habitación y no puedo evitar preguntarme si no estará respirando ahí dentro. Si se nos pasó algo. Si pude haber hecho algo mejor. Mis colegas ya están viendo qué paciente puede ocupar la 234. Nadie me dirige la palabra. Lleno todos los papeles, cierro su historia clínica y derramo unas lágrimas de angustia, bronca y cansancio.
Ya es de noche cuando salgo del hospital. Sigue haciendo frío, pero el mundo está distinto. Camino con los zapatos que me siguen apretando, pero es como si no hubiera dolor que pudiese afectarme. La mochila es un costal de arena que me entierra en cada paso. Solo quiero llegar a casa y abrazar a mi Mati. Quiero acariciarlo y sentir su corazón latir bajo su pecho. Pero creo que ni eso va a sacarme esta desazón que tengo impregnada. Lo cierto es que quiero tirarme a dormir y que sea otro día.
El tintineo metálico me saca de mi ensimismamiento. Giro la cabeza y miro esperanzado hacia la plaza. Veo las hamacas sacudirse vacías por el viento y el pecho se me estruja. Presto atención. Trato de oír risas que me llenen el corazón ayunado. Pero nada, tan solo silencio.