Hoy te soñé comiendo una mandarina y fue como si estuviéramos ahí, otra vez los dos juntos, en la cocina de casa.
En una de esas tantas canchas de fútbol que te vieron crecer, una vez el esférico -como a veces le decías, copiando a los relatores del juego de PlayStation-, en vez de chocar con tu pie, fue a parar al dedo chiquito de tu mano derecha. Ya no recuerdo si fue una fisura o un esguince. Llegaste a casa entablillado, y mamá y papá contaron la hazaña: con un dolor con el que la mayoría de los mortales hubiéramos hecho un escándalo, vos no habías dicho ni “ah”.
Esa última falange nunca volvió a enderezarse del todo, no hubo agua tibia con sal ni ejercicio kinesiológico que pudieran contra el destino torcido del meñique.
Todos los días, te levantabas de la cama veinte minutos antes y tenías que vestirte, lavarte los dientes, tratar de acomodarte el pelo, comer algo para no salir con el estómago vacío y treparte a la caravana de papá, que también levantaba a vecinos y primos en el camino de casa al colegio.
En esos pocos minutos de almuerzo no tenías tiempo más que para tragar a las apuradas algo de lo que mamá te había puesto en el plato. Te sentabas a la mesa siempre con una pelota en los pies, en vaivén constante del derecho al izquierdo, lo que te impedía concentrarte en lo importante: terminar el almuerzo para no llegar tarde al colegio. Si se te escapaba, papá la sacaba de circulación mientras te gritaba, entre enojado y chistoso: “¡Dale melón que no llegamos!”. Me pregunto si alguien más usará “melón” de manera graciosa como lo hacía papá, que no se lo dijo nunca más a nadie. El “melón”, como tantas otras cosas, se fue con vos.
A la noche, después de cenar quejándote, llegaba el momento de los postres. Lo dulce era tu debilidad, incluida, en primer lugar, a la fruta.
Era un ritual entre papá y vos. La ciruela te la pelaba y a la uva le sacaba las semillas. Cuando era mandarina, separaba gajo por gajo y los ponía uno a uno en las compoteras plateadas de postre históricas de casa. Vos agarrabas un gajo, mordías la punta y, con la contorsión de todos los dedos de las manos -menos, claro, el meñique desviado-, pelabas el gajo para que quedara solo lo de adentro, te llenabas la boca con uno o dos y se te hacía una bola de pulpa y semilla que masticabas saboreando. Al rato escupías las semillas en otra compotera igual que papá te había dejado para los restos.
Te manchabas todas las remeras, la mesa alrededor tuyo era un charco de jugo de frutas y el olor a mandarina de la piel y las uñas no se te iba ni bañándote.
La ciruela era una historia muy parecida pero, como te teñía las manos y la boca de rojo, era aún más espectacular.
En un intento desesperado por retener esa imagen y congelarla para siempre, te traen mis sueños luchando contra el tiempo que evapora los recuerdos con tanta crueldad. Me obsesiono con coleccionarlos intactos pero no puedo.
Hoy mamá y papá buscan entre los dos hacer algo con ese espacio infinito que queda en la mesa antes, durante y después de la cena. Miran la tele mientras esperan que la pastilla para dormir haga efecto y los invada el sueño. Cambiaron el corte de la fruta de postre por el del Clonazepam para poder sobrevivir al día siguiente.
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Eras el menor de los tres; Julieta te llevaba siete años y yo, catorce, diferencia suficiente para que muchas veces te confundieran con mi hijo. Al igual que mamá, me preocupaba para que te fuera bien en el colegio, para que hablaras, nos contaras qué te pasaba, tomaras un poco de aire y sol y salieras de las pantallas. Así fue cómo conseguí la bici que te regalamos. Hoy la usa papá.
Mamá te tuvo a los cuarenta, edad en la que, después de dos hijas, había perdido toda objetividad y exigencia en relación a la crianza y entonces se entregó por completo a la fascinación de tener un hijo menor varón.
Te despertaba con paciencia y, si estabas muy dormido, hasta te cambiaba. Te cocinaba lo que te gustaba para que comieras un poco más, no le molestaba que tus notas no fueran las mejores porque “eras inteligente pero vago” y despositaba todas sus expectativas en tu facilidad para las matemáticas. Ante la mirada inquisidora de dos hermanas feministas, jamás te dejó levantar una mesa o lavar un plato, y todos fuimos cómplices.
A Juli le decias Julita y le acariciabas la cara cuando se sentaban a la mesa porque tu lugar estaba al lado del de ella. Subías sigilosamente la escalera que separaba la planta baja del primer piso donde estaba su habitación para pedirle siempre una mano con la tarea. Con una paciencia que combinaba su vocación por la docencia con el amor de hermana, te explicaba, buscaba información, imprimía trabajos y muchas veces hasta le hacía el favor a tus compañeros.
Cada vez que la perdemos de vista en casa, sabemos que hay que ir a buscarla a tu habitación. Se acuesta en tu cama y huele tu almohada. Lo hizo tantas veces hasta que, como todo lo que se desvanece con el tiempo, tu olor desapareció.
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Tenías puestos unos botines embarrados que desparramaban pasto por toda la casa, con las medias arrugadas a la altura de los tobillos, cansados de tanto correr la cancha de once después del fulbito al sol de Manzanares, el campo de deportes del colegio.
Cita obligada como quien va a misa todos los domingos, este ritual era los sábados en el torneo de la A.A.A.F., “Asociación Amigos Apasionados por el Fútbol”, un grupo de veteranos, en su mayoría achacados, de ritmo dudoso, desplegados por el césped con altas probabilidades de terminar lesionados. La idea era correr un rato detrás de la caprichosa, llegar minutos antes para vendarse y pasarse la pomada Ratisalil, que mamá había terminantemente prohibido en casa por el olor, mientras alguien convidaba un mate. Quedarse después del partido viendo a los siguientes para seguir de cerca la tabla del torneo, tomar una Coca, discutir un poco con alguno posicionado en la vereda opuesta políticamente y ver caer el sábado mientras vos jugabas con los chicos en alguna de las otras canchas.
Hoy papá, como no te encuentra dando vueltas por ahí y no tiene a quién pagarle la Coca a cuenta del kiosco, juega y se vuelve a casa. Camina al costado de la cancha con el ritmo de quien arrastra una carga imposible en el pecho al ver que al lado juega el equipo improvisado de pibes de entre 14 y 18 en el que ya no estás. A pesar de todo, correr detrás de una pelota es una de las pocas cosas que lo trae del lado de los vivos.
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En el campo de deportes en el que jugabas y que pertenece a la escuela a la que fuimos los tres, ahora hay un árbol plantado frente al playón de basket con una placa que dice lo obvio, algo de que vivirás siempre en nuestros corazones y no sé qué más. Lo escribo y me vuelvo a enojar. ¿Cómo va a haber una placa y un árbol en tu lugar? Ya sé que no en tu lugar, en tu memoria. La placa, un pedazo de acero grabado; el árbol, un palo flacucho recién plantado.
La idea del homenaje surgió para conmemorar tu segundo cumpleaños. ¿Homenaje? ¿Memorial? No sé muy bien cómo llamarlo. Algo que ocupe un espacio considerablemente grande para que todos lo noten, que tenga una frase escrita que explique que es por vos y que, a la vez, sea poética para que no parezca una pieza expuesta en un museo, porque los homenajes a los muertos deben ser así: solemnes pero amorosos. Quizá sea lo más parecido a un lugar en el cementerio, al que elegimos no llevarte para acabar lo antes posible con la burocracia insoportable de la muerte.
Todavía me pregunto, ¿a qué dioses nos habremos encomendado los que firmamos papeles, hicimos depósitos, declaramos en fiscalías y llenamos formularios de crematorio para no molernos la cabeza contra la pared mientras vos desaparecías de al lado nuestro?
La idea del árbol fue de tu amiga Joaquina; después de que te fuiste, nos enteramos lo cercanos que eran. No sabes cuánto te extraña, o sí, puede que sí lo sepas.
Nos habíamos quedado con sabor a poco después de una misa en la que te nombraron y le pidieron a Dios que te guardara en su gloria eterna. Ni siquiera fueron todos tus compañeros, tampoco mamá y papá, solo Juli y yo.
Esa misma noche me llegó un mensaje de Joaquina:
“Hola Gime, te quería decir esto en persona pero no supe cómo, perdón. El martes hablé con el colegio y les comenté que me parecía que una misa no iba a cambiar nada y que no estaba bien que solo pudieran asistir algunos. Capaz estaría bueno hacer algo, ya sea una placa o plantar un árbol en conmemoración de Rama para hacer valer su paso por el colegio y lo que nos dejó a todos. También lo hablé con los chicos”.
Asi fue cómo pusimos en marcha el homenaje, con la expectativa de que fuera más sincero, nacido de la iniciativa de tus amigos y tu familia.
Intercambiamos ideas, mamá eligió el árbol, Juli organizó todo con el colegio, yo seguí hablando con los chicos para coordinar la fecha, papá eligió el lugar y así fue, una semana antes del día en el que te tendrías que haber subido al micro para viajar a Bariloche: un árbol y una placa.
Estaban tus compañeros de curso, amigos de papá, algunos profes y el cura. Mientras nos acercábamos al lugar, vi a lo lejos formando un semicírculo a Joaquina, Franco, Mate, Mariano y Santi; solo faltabas vos. Fue como si alguien me hubiera hundido un puño en el pecho. Abracé fuerte a cada uno como si pudiera sentir la parte de vos que quedó en ellos.
La tristeza se mezcló en el aire con algún versículo de la Biblia que me incomodó por lo forzado, y el cura, que ni te había conocido, invocó a los santos a interceder ante Dios para que te tenga en la gloria. Quizás el problema no sean los homenajes: es este vacío que no se llena con nada.
Algo que no sé muy bien qué es -¿el destino, la suerte, Dios?- nos dejó sin la posibilidad de crear más recuerdos al lado tuyo. El dolor imposible de medir que nos genera no saber cómo hubiese sido el fin de tu adolescencia, tu paso por la universidad o lo que sea que hubieses elegido. El desarrollo de tu personalidad, que algún día te dejaras abrazar, que debutaras en el sexo. Ver cómo te convertías en un adulto. La lista de preguntas es infinita como este agujero en el corazón de todos nosotros. Nuestras vidas avanzan y vos tenés para siempre dieciséis.
Todos los días busco aprender a vivir con tu ausencia; hacemos homenajes, rituales, te nombro, miro fotos, le cuento de vos a la gente que no te conoció, leo, escribo movida por la necesidad de retener, aprisionar, comprimir lo que se me escapa. Recorro tu habitación, toco las cosas que tocaste para ver si así logro tocarte, llevo orgullosa tu nombre tatuado al que llené de flores como si tuviese un altar tuyo en mi piel.
NADA alcanza.
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Usabas una cartuchera demasiado grande para la poca cantidad de útiles que lograbas no perder. Los lápices negros, alguna birome azul y otra perdida de algún color, todos tienen una cosa en común: tus dientes marcados en la punta.
Desde el pasillo que conecta tu habitación con la de mamá y papá, el baño y el lavadero te veo sentado en el escritorio, entre paredes pintadas de un celeste muy intenso, casi azul. Con la espalda encorvada, una pierna se te enrosca sobre la otra y tu atención se divide en tres tercios: uno al celu, otro a la compu y otro a la carpeta.
-¿Necesitas alguna pantalla más, bobi?- te pregunto para robarte una sonrisa. Esas que te salían seguido porque todo te causaba gracia, y me mostraban dos hileras de brackets plateados casi perfectamente en línea. ¡Esa ortodoncia ya casi estaba!
Los lápices eran una miniatura, entre tanto sacarles punta y morderlos. Papá no se cansaba de insistir en que cambiaras esos útiles.
-En el placard del garaje hay una caja entera y sin abrir- te decía. Pero no había caso.
Escribo estas palabras con uno de esos lápices, “STAEDTLER” 2B, con rayas rojas y negras. Es tan chiquito que me cuesta el trazo y contorsiono mi dedo para poder escribir. Miro mis dedos y me imagino los tuyos, intento agarrar el lápiz como vos lo hacías pero no puedo. Como nadie puede recrear tus movimientos, tu sonrisa tímida ni tu voz ronca.
Escribo esto con tu lápiz en la hoja de atrás de un plano viejo de casa. Estoy tomando las medidas para armar un proyecto de remodelación. Como si nadie quisiera moverlos esperando a que vuelvas, quedaron en tu mesita de luz tus anteojos de repuesto en su estuche de plástico azul, un desodorante, el líquido de los lentes de contacto, el escudo de San Lorenzo y un cartel que dice “RAMA”, en letras rojas y fondo azul, que pintaste en algún taller del colegio. A un costado en el piso el par de New Balance azules talle 43.
Eras un adolescente hecho y derecho que se la pasaba tirado mirando el celu, amanecía frente a la play y dormía hasta el mediodía en vacaciones y fines de semana. Uno de mis hobbies favoritos: entrar corriendo a tu pieza y abalanzarme sobre vos, abrazándote y casi exprimiéndote al grito de “¡Arriba, bobi, arriba!”. Flaco y largo como un fideo, ya casi no te entraba el metro ochenta en la cama de una plaza. Cada vez que te veía, sentía la necesidad de tirarme arriba tuyo y cubrirte todo con mis brazos, como si supiera que tocarte y sentirte cerca iba a ser un privilegio demasiado breve.
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Me arrepiento de no haberte robado más fotos; no te gustaban, decías que salías mal y me obligabas a borrarlas cuando me descubrías. Hoy se me acaban y las reviso una y otra vez para no perderme ningún detalle, para ver cómo estabas en ese momento e imaginarte ahora.
Nuestro último 31 de diciembre juntos fue el de 2019. Mientras todos en la casa se terminaban de bañar y vestir de blanco, vos te acercaste, pudoroso, y me preguntaste, casi sin modular:
-Bobi, ¿me sacas unas fotos para subir una al feed?
-¡Obvio, bobi! -te contesté, sin dudarlo un segundo. Cualquier cosa que quisieras compartir conmigo era un tesoro, gemas entre un hermanito de quince y una hermana de veintiocho.
Elegimos la ropa que te quedaba mejor y con mamá nos dimos cuenta de que te había dejado de dar lo mismo ponerte una remera u otra, que te quedara holgada o entallada. Te vestíamos nosotras y, como era de esperarse, nos habíamos quedado afuera de lo que usaban los adolescentes de quince.
Te saqué varias fotos en diferentes lugares del parque de la casa de los tíos, probamos luces y distintos fondos, mientras te hacía chistes para que te rieras, pero vos preferías serio. Cuando nos reimos, se nos deforman los rasgos de la cara, como se deforman los recuerdos con el tiempo.
Probaste las manos en los bolsillos del jean y la derecha entraba incómoda por el meñique.
Mirabas las fotos y no te convencían, el problema era la remera. Se me ocurrió que, para salir del paso, podíamos achicarla con algún alfiler, pero no había. Recurrimos a los broches de la ropa, una hilera en la espalda que sostenía lo que sobraba de tela para que te sintieras cómodo con el calce. Ahora sí. Sacamos veinte, de las cuales una fue al feed. Mi tesoro invaluable, infinito.
Cuando me atreva, una de ellas irá a un portaretratos en un lugar donde todos puedan verte y, los que no te conocieron, conocerte. Como cuando algún día tenga hijos y les hable del tío Rami, enfrentada a la dolorosa tarea de hacerles sentir cerca a alguien que no conocieron. Me voy a encargar de todo, vos no te preocupes. ¿Donde vos estás existen las preocupaciones? ¿Dónde estás?
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Veo un grupo de chicos adolescentes vestidos con ropa de fútbol y me acuerdo de vos. Hablan alemán y estoy en Londres. Siempre que me alejo se abren espacios en los que aparecés con mucha fuerza.
Siempre decíamos que una buena manera de convencer a papá de hacer un viaje largo hubiera sido un recorrido por estadios de fútbol europeos. Uno de estos chicos que veo acá podrías haber sido vos. Un chico que se sienta con su papá a tomar algo después de una larga caminata turística, usa una bufanda del Manchester y lo primero que hace es sacar el celular y empezar a probar filtros para las selfies, con una velocidad de pulgar alucinante digna de alguien nacido en los 2000. Vos no compartías esa característica adolescente. Tímido y de pocas palabras, la vanidad de las redes sociales no iba bien con vos. Solo mirabas. Hoy no hay fotos en tu perfil de Instagram porque en un momento las borraste todas, me pregunto si para evitarnos un lugar más en el que todo haya quedado congelado. A veces, invadida por el pensamiento mágico, vuelvo a entrar. Pongo “rama.defranco” en el buscador, esperando encontrar una nueva publicación.
Yo publiqué muchas fotos tuyas desde que no estás y siempre me pregunté, ¿para qué? Hoy me digo que las fotos son parte de una lista de recuerdos que no quiero jamás olvidar porque es lo poco que me queda de vos.
Otra lista infinita es la de las cosas que me faltaron vivir al lado tuyo, que solo puedo llegar a imaginar cómo hubiesen sido.
Eso es tu muerte, un vacío infinito. El destino torcido.