Se veían los árboles bordeando la vereda. La gente corría y transpiraba. Esteban miraba a los últimos runners de la noche, los que venían preparados para el aire húmedo del parque. Antes de cruzar la calle reconoció a uno, se sonrieron, no conocía su nombre pero recordaba sus piernas gruesas contra su mentón. Lo vería dentro de unos minutos entre los árboles. A veces se reía, otras, se preguntaba, ¿cómo podía ser que nadie viera a través de las sombras de ramas y arbustos, las miradas furtivas, los manotazos y los pantalones hasta las rodillas? Se hacía de noche y pasaba a visitar su lugar favorito de la ciudad: el bosquecito.
A dos cuadras de su casa entraba a un reino escondido en las sombras de lo normal, con su propio set de reglas y códigos. La marea de autos en el bulevar Oroño escondía los gemidos en la oscuridad. Apenas corría una brisa entre las ramas, uno podía ver las llamas que encendían los puchos en la oscuridad. La silueta de los hombres que apenas se despegaba de los árboles, una mirada de reojo y se perdían en las sombras. Esteban sentía el golpe de su corazón emocionado, pensando en las sorpresas que lo esperaban. En los arbustos del bosque se firmaban contratos de leche, saliva y tierra. Miradas, pequeñas conversaciones, el agarre de la mano sintiendo la pija semidura, madurando la sangre para que encuentre su forma. Si no había onda, un paso para atrás o seguir caminando. Si el susurro era dulce, una caminata, un garche escondido entre los arbustos. Había que estar atento, alerta, presente, dispuesto a encontrar el goce. ¿Estaba mal querer un poco de pija caliente, sentir el sudor del día en las bolas del chongo y manosearle los pezones hasta que le acabaran en la cara?
Antes pasaba cada tanto, cuando no picaba nada en Grindr o por el shot de adrenalina ante una vida totalmente rutinaria. Escondidos atrás del museo de la ciudad, los putos esperaban que alguien se acercara, descifrando las caras entre las sombras. Antes, iba con Fede, su pareja. Se apoyaban en la reja detrás del invernadero del departamento de parques y paseos de la ciudad y gemían de placer mientras un desconocido les chupaba las pijas. Ahora, estaba solo.
El día después de que Fede se llevase sus cajas, Esteban sintió el peso vacío del living sin sus muebles. Lo ligero del placar sin su ropa. El futuro se perdió con los dildos que compraron juntos y que Fede raptó. Necesitaba olvidarse de él, aunque sea un rato, el bosquecito era el lugar perfecto. Un lugar habitado por árboles salvajes y expectantes, un pedazo de tierra de nadie, tomada por la noche y el deseo de carne caliente. Donde podía ser Esteban y no el despechado, según su hermano. El desamparado, según sus amigos. El que necesitaba consuelo, según su madre. El dejado… Según su ex. Ahora podía ser carne, presente.
Abrió sus ojos, tratando de deshacer la melancolía. Se cruzó un pibe, no realmente de su estilo, flaquito y de pelo castaño. Lo vio acomodarse el bulto bajo el farol del parque y quedó hipnotizado. Apenas un roce y Esteban sintió su verga delgada pero cabezona como un portobello, que lo dejó de rodillas. Se metieron entre los pliegues de un gomero. Con su copa tapaba la luz de los reflectores. Con sus raíces y ramas escondía las formas humanas. Esteban recorría con su lengua el tronco cabezón del pibe. De reojo sintió la mirada de la gente que se acercaba, queriendo ver, buscando el calor húmedo de su boca. El flaquito no los dejó. En ese momento Esteban le pertenecía. En cuclillas se adentró entre los labios del árbol. Un show para tres: el pibe de pelo castaño, el gomero y él. Le cogían la boca con fuerza, apenas podía respirar. Lloraba rojo y ahogado; completo y satisfecho.
El viento soplaba fuerte, Esteban se acercó a la ventana y la cerró. Vio el polvo amontonarse en la biblioteca, llenando el vacío que dejaron las huellas de los libros que se llevó Fede. Nunca volvió por las cremas que dejó en el baño. Entre las sábanas de su cama Esteban miraba la pantalla del celular buscando algún mensaje suyo. El silencio entre ellos era necesario, le decían. El tiempo se transformaba en polvo, reclamando el espacio que Esteban tenía miedo de llenar por su cuenta. Sabía que tenía que limpiar, agarrar el Blem, un trapito húmedo, decorar. Encontrar otra forma de reordenar sus libros. No sabia como empezar, como ordenarlos, como ordenarse. La tierra se seguía acumulando, en las sabanas seguía esperando. Este silencio, no era necesario.
Los fines de semana durante el día, el lugar se llenaba de familias, padres e hijos pateando la pelota. Parejitas heterosexuales tiradas en el parque leyendo libros y dándose besitos. Los vecinos que jugaban con sus perros.
Esteban compraba churros y se reía, uno de los papis se apoyaba en el árbol que su espalda recordaba. ¿Sabrán? Revivía cada cogida, acomodándose en algunos troncos y reviviendo el éxtasis. Buscaba su corteza. Sentía sus raíces y protuberancias. A veces su mente se llenaba de recuerdos donde discutía con Fede. “¿Vos qué querés? ¿Me querés? O el tiempo solo está pasando y nosotros estamos juntos”, le gritaba Federico en una de las incontables peleas. Perdía su memoria en las ramas. Recorría con sus dedos la corteza, buscaba a los chongos de nuevo, respiraba hondo y exhalaba con la brisa que movía las hojas. Abría su boca, hambriento, con los labios húmedos. El sol atravesaba la copa de los árboles y golpeaba su cara. ¿Vos qué querés?, preguntó el eco de Federico. Abrió los ojos y vio algunas miradas desconcertadas. Se rió avergonzado, miró para todos lados, tratando de reconocer algún vecino o amigo. Por suerte eran solo desconocidos. Se levantó apurado y salió en dirección a su casa.
Su hermano lo esperaba en la puerta de su departamento, entretenía a Juano, su sobrino de 3 años, con unos juguetes que tenía desparramados en el asiento de atrás.
––Hace veinte minutos te estoy esperando ––le reclamó. ––Fui a comprar churros Tomi, dejá de exagerar ––le dijo Esteban al entregarle uno. ––Están rellenos, te lo prometo.
––¿Y vos? ¿También venís relleno del parque?
––Son las once de la mañana, Tomás.
––Como si eso te parara ––sentenció su hermano.
No lo quiso corregir. No quiso discutir. Su hermano sabía, le había contado una noche borracho. Lo vió encoger sus hombros y murmurar “qué diría mamá”. Le había recomendado que hablara con Federico. Que tratara de resolverlo.
Esteban miró el celular, buscando un mensaje y contando las horas hasta que llegara el atardecer. Por el espejo retrovisor vio la cara de su sobrino. Escuchaba los reproches de su hermano.. Algo en su pecho tiraba y él no quería ver. Esteban cerró sus ojos y pensó; “Hoy a la noche el bosquecito va a explotar”. Su sobrino ahora miraba uno de sus juguetes, su hermano prendió la radio y le hablaba a su hijo sobre la visita a los abuelos.
Después de almorzar los ñoquis de su mamá, salieron los cinco a dar una vuelta. Caminaban lentamente por las calles amarillas de Arroyito. Los abuelos acompañando al niño, el padre mirando el celular y Esteban entre las ramas de los árboles, añorando el atardecer. Entre las ramas y el reflejo del sol, Esteban perdió a su familia de vista, volaron las hojas amarillas sobre la vereda y un escalofrío recorrió su nuca. Lo llamaba. El bosquecito estaba lejos, aun así, sentía el tirón. Dio media vuelta, olvidándose de sus padres, su hermano y su sobrino; el llamado era lo único que importaba. El olor del bosque lo llevaba, lo ayudaba a olvidar. Caminó hasta una plazoleta que nunca había visto, una esquina con apenas un sube y baja, un tobogán y un gomero, joven, hermoso. Esteban había crecido en esas calles, sabía que esa plaza no existía, que ese árbol no pertenecía ahí se preguntó si alguien más podía verlo. Su silueta le pareció conocida y caminó lento hacia él. El viento del otoño acariciaba su mano y lo enfriaba, sintió un tirón en su pecho y cerró los ojos. Podía sentir la pulsión venir del árbol. Era su llamado, su bosque, su árbol. Llevó las manos hacia el tronco, recorriendo las lianas que le daban su forma. Lo acariciaba. Buscaba sus pliegues y pensaba en las hojas verdes como un centenar de ojos que lo miraban seductoramente. Sus manos lo recorrieron, deseando. Una rama cortada, tapada por las lianas. Acaricio su grueso y recorrió las grietas de la corteza como si fueran sus venas, hasta llegar a la punta cortada. De ella brotaba savia, pequeñas gotas que caían lentamente. Esteban llevó su dedo hacia la punta. Sintió el espesor pegajoso del líquido. La llevó a su boca y chupo degustando el sabor del bosque. Abrió sus ojos y el manantial borbotaba.
––¿Esteban estás bien? ––le preguntó su hermano desde la vereda.
Un árbol diferente estaba frente a él. Su sobrino empujaba el sube y baja. El gusto al bosque permanecía en su boca, pero el palo se había esfumado con el gomero. Esteban caminaba hacia su familia, con el corazón queriendo escapar de su pecho.
Su hermano lo dejó en la puerta de su departamento. Apenas pisó el palier antes de dar media vuelta e irse. A una cuadra de distancia, trataba de encontrar las figuras entre las sombras, discernir cuánto potencial había. A una cuadra de distancia veía el movimiento entre los árboles y ya se le endurecía la pija.
Un gordo peludo de dos metros y barba hasta el pecho lo empujó contra un árbol, su tronco nacía en forma de V desde el suelo y ocultaba a cualquiera que se encontrara en el medio. Esteban lo agarró del pecho, sintió sus pezones duros al acariciarlo, le levantó la remera y se los chupo chupo, eran carnosos, rosados. El desconocido gimió con sorpresa y él redobló la apuesta pellizcándolas con delicadeza. Las ramas del árbol se enroscaban sobre sí mismas espiralando hacia el cielo. Se arrodilló y se adentró en un hueco seco del árbol, santo resguardo para chupar pija y sintió la embestida del oso. Levantaba sus talones, cayendo sobre la boca de Esteban, sintiendo la hermosa presión del enorme cuerpo contra la corteza gruesa y rugosa. Apoyó su espalda en el tronco y hundió su cara contra la panza para poder seguir chupando gotas de semen y sudor. “Disculpa, no te puedo acabar, quedé en encontrarme con otro pibe”, dijo antes de subirse el cierre e irse. Todavía sentía la transpiración en sus labios y la textura del árbol en su espalda.
En el baño de su trabajo, Esteban se relamía el gusto del recuerdo mientras se pajeaba silenciosamente. Su espalda tocó el frío del mosaico y se alejó. Relajó su cuello y pensó en otro chongo. Uno que le había recordado su ex. Su nariz abotonada y sus mejillas que se marcaban cuando sonreía. Esa vez habían chapado como adolescentes apoyados contra la pared del museo, ocultos por un viejo sauce que luchaba por mantenerse con vida. Esteban se perdió en sus besos, incluso besaba igual que su ex. La fantasía se disipaba, el deseo se transformaba en nostalgia. Abrió los ojos y vio la puerta del baño. Pensaba en el departamento y la tierra que se acumulaba en las repisas vacías. Se vio enraizado, estático ante el pasar del tiempo. Cerró los ojos y se encontró en su living. Las ventanas abiertas dejaron entrar el viento, que levantaba fuerza y tierra. Las paredes se derrumban, ladrillo por ladrillo y solo quedaban los muebles, llenos de hojas y tierra. El viento se detenía y el living se perdía en la oscuridad y la arbolada. Caminó lejos de ellos, adentrándose a la noche que le daba la bienvenida. Recorrió el bosque como hacía todos los días y encontró otro chongo, uno que no le recordaba a Fede. Apenas podía ver su rostro, podía ser cualquiera y era eso lo que lo calentaba. La sombra fría de la noche movía las manos que recorrían su cuerpo. Se hundía en el placer de sus besos, sentía escalofríos por el roce de la mano en su cintura. Los árboles lo acariciaban, lo calentaban. Le metía los dedos en el culo dilatándolo, preparándolo. Su cuerpo se estremeció en éxtasis y acabó sobre la puerta del baño. Sentía calambres en su panza y buscaba estirarse, soltó una pequeña carcajada. Tocaron la puerta.
—¿Estás bien? —preguntó la voz de Mica.
—Todo bien, viendo memes —dijo, seguido de un silencio incómodo.
—Salís y vamos para el after —le dijo su compañera mientras Esteban limpiaba con papel la acabada de la puerta.
El celular vibró, vio el nombre de Federico. “Paso mañana a buscar lo que me quedó. Hay que resolver el contrato de alquiler. Guardó el celular. No le dijo a nadie del mensaje. Ni a Mica, su única amiga de verdad en la oficina. Se rió de los chistes de sus compañeros, años de malas historias lo habían hecho un experto. Cuando entraron en el bar, la manga de su campera quedó atrapada en la rama de un árbol que decoraba el patio. Por donde fuera en la ciudad, sentía su pulso. La respiración del bosque sobre su nuca. Miraba sobre su hombro tratando de percibir su aroma. Con la punta de sus dedos acariciaba los árboles del centro, los que apenas decoran las calles. Ninguno de ellos emanaba esa energía. Ese roce áspero y cariñoso que esperaba del bosque. Con cuidado se soltó de su agarre y sus compañeros quedaron un poco extrañados cuando pareció sonreírle al árbol.
—Y vos como andas— le preguntaban al oído cada tanto.
—Bien, siguiendo con la vida— le respondía lo mismo a cada uno de ellos con desgano.
—A mí me caía re bien Federico— se animó a decir una.
—A mí me caía bien tu ex también. ¿Cuándo pasa a buscar a los chicos? ¿En un mes?—respondió Mica con malicia.
Ella conocía del bosque y de las aventuras de su amigo. Mica lo agarró del brazo y apoyó la cabeza en su hombro. Esteban tembló, el abrazo, el cariño, lo invadió como un baldazo de agua fría. Un escalofrío le recorrió la columna y lo sobresaltó, Mica se alejó asustada, hasta que vio su incomodidad. Buscó su mano y entrelazó sus dedos, mientras Esteban luchaba por contener la lágrima que quería nacer dentro suyo
Salieron del bar juntos, se fueron temprano. “Cuestiones pre–menstruales” dijo Mica para espantarlos. Caminaron solos por las calles de la ciudad. Esteban miraba las ramas de los árboles de Pichincha con anhelo. Mica le contaba: de los chimentos de Instagram, de los canales de YouTube que había descubierto, de sus dos, tres y cinco ideas para microemprendimientos. Esteban era socio en tres de ellos, aunque estaba moralmente en contra de 4. Caminaron a carcajadas cuando llegaron a la puerta del departamento de él.
—Gracias —le dijo.
—Una distracción diferente para esta noche —contestó Mica con un beso en la mejilla.
Esteban llamó al ascensor, en la palma de su mano, se escuchaba el incesante juego de sus llaves. Miró con recelo como el ascensor subía y subía hasta el octavo piso donde estaba su departamento y en ningún momento, su pie dejó de golpear el suelo impacientemente. Miraba su celular, tratando de buscar una respuesta. Puso la llave en la cerradura y suspiró, su mano temblaba, sentía su respiración agitarse. Sabía lo que necesitaba, su cuerpo lo pedía, giró sobre sus talones siguiendo el camino enraizado.
Se cruzó con un papi hermoso, canoso y de ojos verdes. Sus tetas estaban duras, sus pezones se marcaban en la remera, de nariz grande y robusta. Antes de que pudieran decirse unas palabras, Esteban le agarró la mano y lo llevó a un rejunte de falsos plátanos, al borde del vivero. De pecho contra el árbol, sus pantalones apenas bajos para liberar su culo al aire libre, acurrucados contra el tronco. El papi le sostenía su cintura con la mano izquierda. Con la mano derecha, y los dedos entrelazados de Esteban, recorrían la corteza seca del árbol, encontrándose en los gemidos de cada empuje de pija, marcando el pulso de la noche. Esteban aguantaba el maullido de goce, respiraba hondo dilatándose. La pija del papi se engordaba dentro de él, llenando su cuerpo. Abrió los ojos esperando el próximo empuje.
—Un poco más —dijo Esteban, agitado.
Soltaba todo su aire y respiraba hondo, llenándose del aire húmedo del bosque. Se daba vuelta para ver el chongo y apenas veía el blanco apagado de sus ojos. La figura del hombre se mezclaba con las ramas que lo encapotaban, la sombra de las hojas que ocultaban su cara. Esteban se aferró al árbol mirando sus raíces, sintió una gota de saliva caer y juró saborear el terroso manjar de su corteza.
Llovía, hacía frío, se pajeaba mirando por la ventana las ramas de los árboles de la vereda. Buscaba en su piel el recuerdo de los chongos. Sus olores, sus pelos, sus ojos. Pero las sombras se los llevaban. Sentía el agarre del árbol, el calor de la pija y la respiración del bosque. Olió el petricor antes de la lluvia cuando acababa. Golpearon la puerta del departamento y el olor se escapó por la ventana. Esteban se secó y se puso una remera usada. Miró el departamento, la tierra se oscurecía y las hojas del otoño empezaban a entrar por la ventana abierta, la mesa apenas mojada por la lluvia. Debería haber limpiado. Sintió la cerradura moverse.
—Entonces, ¿te querés quedar o no? —preguntó de nuevo Federico.
—Sí, me quedo —dijo Esteban sin mirarlo.
—¿Por qué? —pregunto, Mirando las capas de tierras en la biblioteca.
—Está cerca del parque.
—Está bien. Linda zona —Fulminó con ironía —Cuando haya que renovar el contrato hablamos.
—Dale. Nos vemos —le dijo, lejos, desde la ventana
—Nos hablamos, chau.
La puerta se cerró y la lluvia continuó. Abrió las ventanas de su pieza para que corriera el viento y le trajera brisa del bosque a sus sábanas. Se detuvo frente a la lluvia, mirando la copa de los árboles golpearse con el viento. Se sacó la remera, se acarició el torso. Se mojó el pulgar con una gota que golpeó su cara y con el dedo jugó con su pezón. Los árboles lo buscaban, llamándolo con sus frondosas ramas resoplando con el viendo. Se arrodilló sobre su colchón, una mano en su pija dura y la otra en su culo abierto, pulsante. Cerró los ojos y dejó que el viento y los árboles le dijeran cómo jugar consigo mismo. Su pija se humedecía mojando las sábanas. Podía escuchar como el piso flotante de madera se abría, liberando un olor a petricor de la primera mañana. Entreabrió los ojos y vio como el césped crecía en su habitación con rapidez. Llevó sus dos manos a los pezones, respirando profundo, llenando sus pulmones del exquisito aire del bosque. Escuchó el ruido del ramal que reptaba en la oscuridad. Serpientes cubiertas de hojas verdes, carnosas y recién nacidas. Lianas, ramas y vástagos brotaban sobre la pared de su cama.
Abrió los ojos, ya no estaba en su habitación. La cama estaba a medio enterrar en el barro. Podía escuchar el ruido de las ramas, pero no podía ver ningún árbol a su alrededor. Volvió a cerrar los ojos masturbándose con fuerza, sintiendo un empuje en su culo. Aunque no había nadie detrás cogiéndolo. Llevó su pecho hacia el colchón, poniéndose en cuatro, entregado. Abrió los ojos y frente a él se vio a sí mismo, quieto, sonriente, expectante. Sus miradas se encontraron. Esteban desnudo se acomodaba, buscando la pija invisible con su cola. Aquel parado en la oscuridad se sonreía, manoseándose el bulto. Cerró los ojos y llevó el pecho hacia el suelo, la cola alta, abierta. Miró detrás de él pero no había nadie, sintió más ojos observándolo. Las figuras en las sombras se reproducían, una, dos, una decena. Con el culo hacia el cielo miraba a su alrededor. Copias de Esteban lo veian cogerse el aire. El garchado sentía golpes más fuertes y rápidos. Cerró los ojos respirando para dilatar y disfrutar. Escuchó el crujir de los árboles y abrió sus ojos. Las réplicas de Esteban ya no estaban ahí, uno a uno, fue reconociendo todos los árboles del bosquecito. Sintió sus ojos invisibles sobre él. Con la cola para afuera levantó su pecho hacia el cielo, arqueando su espalda y en el cielo se vio durmiendo en el colchón de su pieza. Mordía sus labios y tensaba sus piernas sintiendo su próstata vibrando con la respiración del bosque. Exhalaba cuando su cuerpo lo necesitaba. El bosque vibró con él. Esteban gritó de placer, el bosque gritó con él.
El celular vibró y se cayó de la mesita de luz. No llegó a acabar. El mensaje de Fede leía “Che estuve pensando, es mejor que vos renueves el contrato solo. Saludos.” Sintió el viento mover las ramas en la calle. Esteban suspiró tranquilo, al fin, se terminó. Las nubes se despejaban y la luz de la luna llena iluminó su torso desnudo. El bosque lo llamaba.
Esteban caminaba y al acercarse se daba cuenta de lo desierto que estaba. Tan solo unos cuerpos andantes, sin forma y poco llamativos. Caminó sin rumbo entre los árboles, se detenía y los tocaba, saludando. Ningún chongo le llamaba la atención, se quedaba en la oscuridad, escuchando el viento mover la rama de los árboles, y los gemidos del chabón que se estaban cogiendo cerca. Esteban soltó el pino en el cual se resguardaba y caminó hacia una hilera de falsos plátanos. Se quedó un rato ahí, viendo como el bosque se vaciaba, acompañado de los mejores cómplices. Entre los árboles, buscaba sombra de chongos y miradas perdidas, y ahí, lo encontró.
Primero notó su nariz grande y robusta. Sus regordeta mejillas acentuadas por su hermosa sonrisa. Se encontraron con la mirada y Esteban sintió sonrojarse. Tenía el pelo desarreglado y su castaño claro se dejaba ver al rebote del reflector. La remera apretada le marcaba la pancita regordeta y las tetas carnosas, le remarcaba cada una de sus curvas y Esteban se volvió loco. Lo veía masticar chicle y creyó verle los ojos verdes.
El chongo no se movía, Esteban apuraba su paso con cada pisada. No veía nada más que los troncos y ramas, que lo seguían con su mirada voyerista. Encontró los ojos verdes que lo miraban con magnetismo, su mueca pícara y esos cachetes redondos que merecían ser lamidos.
Se acercó a centímetros de su piel y rozó su bulto con los dedos , grueso y carnoso. Le podía sentir las venas recorriendo la pija. El chongo pasó su mano bajo la remera de Esteban agarrando su cintura desnuda.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Esteban, pero no obtuvo respuesta.
Las manos del desconocido ya jugaban con sus pezones. Esteban pasó la lengua por su cuello, nunca había sentido una piel tan seca y áspera. Aun así, le parecía deliciosa. Bajó hasta su clavícula y quería arrancarle la remera apretada y devorar su cuerpo. Las manos del desconocido le recorrían la espalda mientras él se ponía de rodillas, listo para chuparle la pija. Su sonrisa no cambiaba, ahora parecía un poco estúpida. Cerró los ojos y siguió chupando el sagrado falo, grueso, salado y delicioso. La cabeza se humedeció liberando sus gotas espesas y dulces.
Abrió sus ojos y vio los del chongo, ya no verdes sino dorados como los de un animal salvaje descubierto en la noche. Esteban sintió la pija en lo profundo de su garganta y el estremecer de sus nervios casi le traen el vómito. Tiró su espalda hacia atrás, buscando aire. Sintió el agarre del chongo en la nuca llevándolo hacia adelante, sin escape. Esteban miró hacia arriba, los ojos brillantes ya no estaban, el rostro del chongo desaparecía en la oscuridad del tronco, perdiéndose entre las lianas y ramas.
Esteban empujó su cabeza hacia atrás, los dedos del chongo lo retenían contra su pelvis. Sintió las falanges extenderse y crecer. Reptando como serpientes, bajando por su espalda, subiendo por su cráneo. No entendía, quería escapar, pero ni el árbol ni el chongo cedían. La corteza cortó su piel ante los desesperados movimientos de Esteban. Quería gritar, pero su garganta rellena no lo dejaba respirar. Sentía las lágrimas caer por su cuerpo y miraba hacia arriba suplicando.
No podía pensar, su mente gritaba el imposible aullido de ayuda. La sangre humedecía sus manos y manchaba la corteza del árbol. El chongo gemía como un animal. Las raíces del árbol se enredaban por las piernas de Esteban. Ramas robustas lo llevaban más y más hacia el cuerpo del chongo. Con los ojos cerrados, Esteban suplicaba. Intentó empujar de nuevo con sus manos, pero la corteza del árbol se hizo barrosa y atrapó sus muñecas. Las raíces lo arrastraban, la pija en su garganta se ensanchaba. El chongo se hacía uno con el árbol. Su cara se hacía de corteza, su ropa desaparecía en hojas. Preso, inmóvil, mudo. Sentía la pija en su garganta transformar su textura, la piel rugosa se convertía en corteza y la carne expuesta del glande era ahora madera. Lloraba, se sentía lleno, satisfecho. El chongo iba haciéndose uno con el gomero y Esteban se perdía con ellos.