Nuevamente el brazo dormido. Todas las mañanas se despertaba en la misma posición, recostado del lado izquierdo. Los resortes del colchón estaban tan salidos que los sentía clavados en el muslo, la otra mitad se mantenía intacta, como si no existiese. Se levantaba y agitaba el brazo para despertarlo. Una vez desaparecido el doloroso cosquilleo, encendía su vieja radio y se dirigía al baño. Con un jabón blanco, se lavaba la cara, la cabeza y por último el cuerpo. El toallón emanaba un olor intenso a humedad. La toalla de mano la había sacrificado para tapar la rejilla y evitar así que se asomase alguna rata.
Una vez en la cocina, solía tomar la taza que descansaba junto al plato en la bacha. Tenía más en la alacena, pero no recordaba cuándo había sido la última vez que los había sacado para usarlos. La casa de ladrillos de una planta era rústica y pequeña. El comedor estaba decorado con cortinas desteñidas por el sol, muebles de madera desvencijados y rayados. El olor a encierro invadía toda la casa y la soledad se palpitaba en cada detalle de sus ambientes.
Todas las mañanas llegaba a las nueve en punto al depósito de artículos de limpieza donde hacía changas. Ese día solo tenía un reparto programado en el pueblo vecino. Si bien lo conocía, nunca había ido al almacen que figuraba en el remito. Al llegar a la calle indicada vio que ninguna casa tenía la numeración en la puerta. Supuso que era la de la cortina de tiras de colores de plástico colgando en su frente. La mayoría de los almacenes donde hacía las entregas las usaban para ahuyentar a las moscas. Detuvo el rastrojero verde y bajó la caja llena de productos de limpieza: guantes de látex, trapos rejillas, repuestos de lampazo, esponjas y sopapas.Corrió la cortina y al ver a la puerta cerrada golpeó. Unos minutos después, de una puerta contigua que no había visto anteriormente, salió una anciana de pelo blanco y joroba que le chistó para que se acerque. Llevó los paquetes hasta la anciana y ella apuntó a una mesa en el interior de la casa. Él entró y ella cerró la puerta detrás de él. La casa estaba invadida por un olor a guiso en donde el comino se destacaba sobre el resto de las especias. Se sintió bienvenido. Del bolsillo sacó el remito e intentó dárselo.
—¿Señora, me firma?— Le preguntó. La mujer se mantenía parada de espalda a él, apoyando la mano sobre la mesa.
—Volviste— dijo ella sin voltear a mirarlo y se retiró de la sala. Él pudo ver sus pies descalzos, lo cual le llamó la atención. En época de alacranes nadie suele arriesgarse a ser presa fácil y moverse sin calzado. Miró el resto de la habitación con más detenimiento. En la mesa había un mate enlozado con el dibujo de una flor. Quiso agarrarlo. Podía imaginarse el calor en sus manos y el sabor de la yerba en su boca. Al lado del mate había un florero con flores que si bien estaban secas, impregnaron su nariz con un fresco y dulce aroma. Se sentó en un sillón de pana que estaba al lado de la ventana y deslizó su mano por el apoya brazos. La tela era suave, y por primera vez en mucho tiempo sintió paz. Cerró los ojos un par de segundos y se imaginó tomando una siesta.
La anciana volvió con una caja de cartón forrada con papel con dibujos de rosas y el hombre se levantó apresuradamente del sillón.
—Acá están tus cosas —dijo ella y lentamente acercó la caja hacía sus manos.
Él la tomó e intentó identificar sin éxito qué había en su interior. La apoyó sobre la mesa y le acercó nuevamente el remito.
—Señora, por favor, fírmeme esto que necesito irme.
La anciana parecía no escucharlo. Solo se limitó a mirar las manos de él, las cuales tomó con fuerza. Tiro de ellas para acercarlo y lo rodeó con un abrazo. Comenzó a llorar, y él, en un gesto compasivo la abrazó. Una angustia comenzó a crecer dentro de él. Su remera se humedeció por las lágrimas de ella y un cosquilleo corrió por su mejilla. Al acercar sus dedos se dio cuenta que él también estaba llorando. Entonces la soltó y dio un paso atrás.
—Deje, yo firmo el recibo. Que tenga buenos días— Caminó hacía la puerta, trató de abrirla, pero no pudo.
La anciana agarró la caja y lo siguió. Una vez a su lado se la volvió a entregar.
—Por favor. Son tuyas— le dijo y girando el picaporte hacía el lado opuesto, abrió la puerta.
El hombre salió de la casa con la caja en sus manos. Entró a la camioneta y la revoleó en el asiento del acompañante.
—¿Vas a volver?— le preguntó la anciana que seguía parada junto a la puerta. El hombre arrancó la camioneta como pudo y se alejó acelerando sin emitir sonido.
Durante todo el viaje de vuelta miró de reojo el paquete a su lado. Tal vez podría vender algo, sino tiraría todo a la basura.
Cuando abrió la puerta de su casa, percibió con desagrado el olor a humedad que salía de ella. La oscuridad en el comedor era tal que ni la luz del sol parecía querer entrar por las sucias cortinas. Encendió la luz para poder moverse hacía la cocina. En la mesada apoyó la caja y se quedó parado unos minutos. La angustia que le había transmitido la anciana aún palpitaba en su pecho como un cuchillo atravesándolo. Se sintió cansado y ante los repetidos bostezos se fue a dormir una siesta.
Se despertó ya entrada la noche y retomó la rutina habitual: subió la damajuana de vino tinto a la mesa de la cocina, tomó la taza de la bacha y se sirvió hasta el tope. Se sentó frente a la caja y la abrió. Lo primero que encontró fueron varias fotos viejas en mal estado. Una de ellas le llamo su atención: en ella la anciana aparecía con un vestido negro largo y unos estiletos rojos, junto a una muchacha veinteañera.
La joven tenía unos penetrantes ojos negros que parecían estar mirándolo. Se sintió incómodo ante esa imagen y puso la foto boca abajo en la mesada. En la parte de atrás decía “Con Luna. 1963”. Se sirvió más vino y lo tomó de un trago. Luego volvió a meter la mano dentro de la caja. Sacó un vestido beige, una botella de perfume vacía, y un collar de perlas. Agarró el vestido con las manos y se lo pasó por la mejilla. La suavidad del algodón lo reconfortaba. Luego abrió la botella de perfume y con una profunda inspiración captó el aroma. Solo atinó a identificar unas notas dulces y atalcadas. Cerró los ojos e imaginó a la joven de la foto poniéndose el vestido y perfumándose frente a un espejo.
Al abrir los ojos se sintió desorientado. Se volvió a servir más vino en la taza. Otro trago. Ya había perdido la cuenta de cuántos iban.
Con cada elemento que sacaba de la caja sentía conocerla cada vez más. Se imaginaba cómo sería su caminar. Cómo sería su voz, suave, calma. Sintió que la voz de sus pensamientos se fusionaba con esa voz femenina. Pensamientos que ni siquiera sentía propios. Pero que lo guiaban en cada uno de sus movimientos.
Se levantó de la silla e intentando mantener el equilibrio agarró el vestido. Sin querer empujó la taza, que cayó de la mesa y estalló en el piso. No le importó. Se desvistió y se puso la prenda. Mientras disfrutaba las caricias del algodón rozando su piel, la voz en su interior se hizo más fuerte:
—El collar, el collar— le decía.
Lo tomó y con un movimiento preciso lo colocó alrededor del cuello sin siquiera mirar cómo se enganchaba, como si fuera un movimiento ensayado miles de veces.
La noche estaba más oscura que nunca. Golpeó la puerta con delicadeza, como si no quisiera despertar a nadie. La anciana abrió sin preguntar quién era. Tenía el mismo camisón de la mañana.
—Volviste, mi Lunita— dijo con una sonrisa y lo invitó a pasar.
Acariciando el collar que llevaba puesto, entró en la casa. El olor a guiso seguía allí presente.