Cada vez que entrábamos a una librería, iba directo a la sección de lapiceras y me quedaba probando los colores de las que venían con brillitos. Mamá iba por hojas de carpeta, o algunos útiles de mi cartuchera perdidos en clase y a mí me daba igual que comprara la segunda marca de hojas que se hacían pelota, el lápiz negro demasiado suave o la goma con forma de flor que te agujereaba todo si borrabas muy fuerte. Lo único que quería en mi cartuchera rosa, herencia de mi hermana mayor, eran lapiceras de brillitos. Y ni siquiera de todos los colores, solo un par para poder subrayar los títulos o escribir los números de las actividades como hacían mis otras compañeras. Pero mamá decía eran muy caras, que no quería discutir por plata con papá y solo a principio de año lograba tener alguna truchísimas color flúor que se secaba a los pocos días y terminaba en el tacho.
Débora Ávalos, en cambio, las tenía todas. Era el monopolio de las lapiceras con brillito del 6to C y solo las prestaba cuando estaba de buen humor. Era tan maldita que si te dejaba usarlas te decía para qué; nada de rellenar un dibujo o escribir un título entero. La dorada y la plateada las guardaba en un bolsillo de la mochila y se las prestaba medio a las escondidas a su mejor amiga Luna. Un día llegó al aula con un pack de cincuenta lapiceras que exhibió arriba del banco como un trofeo de educación física. No dejaba que nos acercáramos y en el momento en que Tati tocó el plástico pidiéndole una la agarró de los pelos. Después nos enteramos que el papá la veía poco y se las había traído de un viaje a china por trabajo. Al día siguiente nos repartió su invitación de cumpleaños escrita con sus nuevos colores y me hipnotizó ver mi nombre brillando en verde lima.
El día de su cumpleaños me puse mi ropa de fiesta: una remera rayada celeste y rosa con un corazón en el medio y un jean color claro. Mamá me hizo dos colitas para que se vieran mejor mis aritos largos de estrellitas color naranja y verde eléctrico. Llegué a su casa y Roxana, la mamá de Débora, me abrió la puerta. Las chicas intercambiaban figuritas de Floricienta en el patio. Le di mi regalo: un anotador chiquitito que miró con asco apenas lo abrió. Odiaba a Débora Ávalos, pero sus cumpleaños de solo chicas eran buenísimos y podía comer las papas fritas de marca que tanto me gustaban. Terminaron de llegar todas y la mamá puso sanguchitos en la mesa. Comimos y bailamos canciones de Britney hasta que Débora anunció el momento de los juegos con su sonrisa de paletas separadas.
Nos sentamos en ronda en el living de su casa y Roxana trajo una bola gigante de papel de diario para jugar al juego del paquete. Débora le dio play al equipo de música y empezó el juego. Stop. Juana rompió el primer papel de diario. Siguió la música. Stop. Le tocó a Luli. Play. Stop. Dana rompió el diario encontrando colitas de colores. Play. Stop. Turno de Mara. Play, el paquete pasaba por mis manos y la música seguía. Stop. Cata rompió el diario con ansiedad y cayó sobre sus piernas un pequeño paquete de aritos. Se suponía que Débora tenía que estar de espaldas, pero todo el tiempo miraba de reojo. Play. Stop. Tati. La música volvió a sonar y cuando el paquete llegó a mis manos, algo cayó sobre mis piernas cruzadas. Vi que brillaba. Stop. Le tocó a Luna que rompió el diario con emoción. La música no volvió a sonar.
— ¿Y las lapiceras? — preguntó Débora a su mamá.
Empecé a transpirar mientras empujaba con mis pies eso que había caído debajo de mi cola.
— Mamá, yo puse las lapiceras en el papel número ocho.
La cara de Débora se iba poniendo roja de la bronca. Pasó entre nosotras mirando el piso. Rompió el siguiente papel, no había nada. Quiso arrancar otro pero su mamá se lo sacó de las manos.
— Debo, amor, tal vez quedó en el cuarto, ya lo vamos a encontrar.
— No, yo lo puse ahí — dijo mirándonos a todas. Yo empezaba a temblar.
Se fue para su pieza a buscarlas y yo aproveché para esconderlas debajo de mi remera. Débora estaba hecha una furia, gritaba revolviendo cosas y empezó a llorar de caprichito. Revisalas, revisalas a todas, la escuché decir desde el living. Corrí al baño y cerré con llave, mi corazón latía tan fuerte que sentía que se me salía del pecho. Temblando las miré a la luz. ¡Sí! Grité bajito. ¡Sí, sí! Corté un poco de papel higiénico y probé la amarilla en una línea que salió torcida de los nervios. Imaginé que dibujaba un sol redondo y hermoso en las hojas de plástica. El color brillaba como un diamante. De repente tocaron la puerta.
— Sol ¿Qué haces en el baño? — era la voz de Débora en tonito acusador.
Ojalá que tu papá consiga una novia lejos y no vuelva nunca más, que tengan una hija más rubia, más linda, que se gaste toda la plata en ella y que se olvide de vos. Me bajé el jean y metí las dos lapiceras dentro de la bombacha. Cuando salí Débora estaba de brazos cruzados.
—¿Qué hacías en el baño?
Quiero que te caigas y rompas las paletas contra el piso, que tus dientes den asco, que no puedas sonreír nunca más. Quiso tocarme la panza y la empujé con fuerza. Volví con las demás caminando con cuidado, se sentía raro el roce del plástico duro y frío en la chucha.
Al rato Roxana acomodó unos banquitos en el patio para jugar al juego de las sillas. Sonó Avril Lavigne desde el equipo de música. Las chicas comenzaron a moverse como locas alrededor del círculo, saltando con los pelos para todos lados. Como la tarada de Débora no paraba de mirarme las imité un poco moviendo los brazos. La música paró y me senté de golpe, sentí un dolor seco y muy fuerte, como cuando te dan un pelotazo en la cara. Me paré y salí del juego. Roxana se acercó a preguntar qué me pasaba.
— Me mareé con el juego.
— Bueno, sentate acá. ¿Te traigo coca?
— Ya se me pasa— ni loca me volvía a sentar.
Ganó Flor y después de comer muchas papas fritas y tomar más gaseosa apareció la cumpleañera con dos bolsas de tela gigantes. Había un juego más, me quería morir. Se armaron los grupos y cuando Débora vio que no me movía se acercó a la mamá y le dijo algo al oído. Me miraron. Fui cerquita de Cata, mi mejor amiga. Por suerte quedé última en la fila. Teníamos que ir saltando con las bolsas de tela de una punta a la otra y el patio de la maldita de Débora no podía ser un cuadrado de cemento chiquito como el mío, no, obvio que tenía un jardín grande de pasto bien recortado.
Empecé a saltar despacito, las chicas gritaban ¡Dale Sol! ¡Más rápido! Débora sonreía, su equipo estaba por ganar y me dio bronca. Agarré velocidad. A mitad de camino sentí un pinchazo bien adentro. Pero en ese momento no me importó, yo seguí saltando con los ojos clavados en la línea de llegada. Uno, dos, tres, cinco saltos más. Ganamos. Las chicas se vinieron encima y ahí me di cuenta de cuánto me dolía, era como un clavo metiéndose en la piel. Miré a mi alrededor, Roxana se acercaba a recoger los sacos de tela. En el fondo de la bolsa vi el capuchón y me lo metí en la boca. El sabor era raro, agrio, como la primera vez que probé el queso roquefort.
Entramos a la casa para la torta y la piñata. Caminaba atrás de todas, lento y con los ojos húmedos. Doblé hacia el baño y la odiosa de Débora me frenó en el pasillo. Dijo bajito: “yo sé que las tenés vos, decime donde las pusiste”. Cerré los ojos y me cayó una lágrima. No podía abrir la boca y tampoco quería arriesgarme así que volví con las demás que ya estaban debajo de la piñata. Cayeron caramelos y chupetines por todo el piso y aproveché para acomodar la lapicera que me lastimaba. Cuando saqué la mano la vi manchada de sangre y brillitos amarillos. La refregué contra el pantalón horrorizada. Abrí las piernas, la sangre dibujaba un círculo sin forma. Caminé hacia atrás hasta chocarme con Mara que juntaba caramelos con su remera estirada.
— Sol, Sol — señaló y todas se dieron vuelta.
Roxana quiso acercarse y di un paso hacia atrás tapando con la palma de la mano bien abierta, la mancha que parecía una frutilla aplastada. Me daba miedo que descubrieran los brillitos.
— No pasa nada, tranquila. Ahora llamó a tu mamá.
¿Te duele mucho? Mi mamá siempre se queja. A mí nunca me vino tanto, es muy rojo. Todas hablaban al mismo tiempo. Flor puso su mano en mi hombro y di dos pasos hacia atrás hasta chocar contra la pared. Apreté el capuchón de plástico con los dientes. Si alguien más se acercaba volaba una piña.
Me aparté a un rincón del living, entre el apoyabrazos de un sillón largo y un mueble lleno de copas. Roxana apagó las luces y mientras cantaban el feliz cumpleaños aprovecho para acercarse otra vez. Al oído bien bajito dijo que ya le había avisado a mamá y me pidió que la acompañara. La seguí hasta el baño. Me dio una toallita, una bombacha y un pantalón de Débora que tenía margaritas bordadas. Era hermoso. Cerré la puerta y aflojé todo el cuerpo. Me saqué el capuchón de la boca, era el de la lapicera amarilla que se salió cuando saltaba. Cuando me bajé el pantalón mi bombacha estaba llena de sangre con brillitos y sentí miedo. En el piso, abrí las piernas y toqué con los dedos hasta encontrar la parte que me dolía. Se había clavado la punta de la lapicera amarilla y me había hecho un tajo en el lugar por donde salen los bebes. Me senté en el bidet y el agua corrió rosada, la herida no paraba de sangrar. Así que abrí la toallita y la apoyé haciendo presión como si fuese una curita. Era suave y perfumada y se salían dos cosas extrañas a los costados como las alas de una mariposa. Enjuagué las lapiceras un poco y cerré la de color amarillo, esta vez escuché el clic, la había cerrado mal cuando la escondí en la bombacha después de juego del paquete. Desde adentro le pedí a Roxana una bolsa donde guardé las lapiceras envueltas en mi jean manchado. Preguntó si necesitaba ayuda para pegar la toallita a la bombacha y le dije que no sin entender a qué se refería. Salí del baño victoriosa. No solo tenía mis lapiceras, también un jean muy lindo que pensaba usar el domingo en el cumpleaños de mi prima.
Las chicas comían la torta mientras sonaba Shakira de fondo con ojos así y cuando la tarada vio que llevaba su jean puesto le salió humo de las orejas.
—Si le pasa algo al jean te mato— dijo mirando la bolsa con mis cosas
—La semana que viene te lo doy— respondí intentando esconderla de su vista, pero me la sacó de las manos.
—Dejalo acá, mamá te lo lava.
Débora se puso en puntitas de pie y levantó la bolsa bien alto. Quise sacársela, pero como me llevaba una cabeza y no pude alcanzarla.
—Dámela. Dámela. Dámela.
Agitó la bolsa burlona. Las chicas miraban. Tiré de su remera queriéndome trepar como una enredadera, pero salió disparada hacia el patio riéndose. Grité con furia. Apareció Roxana y la agarró del brazo.
—¡Débora, basta! Cortala— dijo Roxana arrancándole la bolsa de las manos.
Ella lloró, yo volví a respirar. Me senté en el sillón con la bolsa detrás, mi corazón palpitaba muy fuerte. No iba a moverme hasta que me vinieran a buscar.
Escuchar el timbre fue un alivio. Roxana y mamá se miraron con orgullo. Le saqué las llaves y me metí adentro del auto. Busqué las lapiceras y las apreté fuerte con la sensación de que eran mías para siempre. Les di un beso a cada una, todavía tenían el olor metálico de la sangre. Le pasé la lengua, no sé porque lo hice, pero me gustó. Sabían a victoria. Las volví a guardar y toqué bocina. Mamá entró con una sonrisa gigante y me dio un beso largo en la mejilla como el de una abuela cargosa.
—¿Podemos irnos, por favor?
—Ya nos vamos. Abrí la guantera.
Saqué un paquetito delicado de tela transparente. Adentro había unas toallitas femeninas de color rosa y cuatro lapiceras de brillitos metalizadas.