“Había una vez, una familia grande” que Cris Morena construyó para mí y para todos los peques que soñábamos con pasar unas vacaciones en Rinconcito de Luz. Yo pensaba que los niños de Buenos Aires que no tenían hogar vivían en orfanatos hermosos, que parecían de ensueño. Todos esos juguetes, esas habitaciones tan coloridas, los uniformes, los cantos, las coreos y los amores. Hasta tenían un tobogán para bajar desde la planta alta al living. Nunca se aburrían ni tenían papás ni mamás que los retaran o les dijeran qué hacer. Era como el paraíso que me contaban en catequesis. Yo quería ser huérfana, pero en Buenos Aires.
No había tarde que no me sentara frente la tele a esperar que empezara el capítulo de ese día y cantar “chufa chufa con las manos, chiquititas” o “tengo el corazón con ‘aujeritos’”. Mi primera menstruación llegó de la mano de “pimpollo, turín turín”… Y la primera vez que lloré por amor, a los 11 años, canté encerrada en el baño de casa: “no me digas mentiritas porque duelen”.
Como todas las Chiquititas, yo también crecí y me volví Rebelde. Quería tener novios de pelo largo, hacerme tatuajes en la espalda y aritos en el pupo, escaparme de casa para ir a recitales. Hacerle bromas a los profesores y preceptores del colegio o ratearme con mis compañeras, saltando el alambrado que cercaba el predio de la escuela. Me veía en la tele, en las tapas de CDs y en las carteleras de los teatros de la calle Corrientes y en el escenario del Gran Rex, en el que todos los elencos de Cris hacían funciones. Mis sueños estaban muy lejos del Obelisco. Mejor dicho, mis sueños estaban ahí. La que estaba muy lejos era yo.
La Rioja está a más de 1000 km de Buenos Aires. Acá solo hay dos teatros, el Provincial y el Municipal que están reservados para las academias de danzas y escuelas de teatro. Esos escenarios no eran para mí, pero la oportunidad de llegar a los de Buenos Aires se me presentó a los 12 años.
El año 2002 se terminaba y como todos los meses nos juntamos con Ana y Mayra, tomamos un colectivo al centro y fuimos hasta la revistería de siempre. Compramos el número de ese mes. En la tapa de la revista, Felipe, Pablo, Mía y Maritza nos invitaban a cumplir un sueño. Cris Morena lanzaba un casting nacional para la segunda temporada de Rebelde Way.
Mientras Ana leía en voz alta las Bases y Condiciones y Mayra tomaba nota en su agenda, yo me imaginaba el día que se publicaran los resultados. Obvio, me veía seleccionada. Ese casting, ese papel, era mío. Estaba segura de que sería una de las favoritas. Ni Cris, ni la televisión argentina iban a perderse la posibilidad de tener una huérfana con tonada norteña, que llegue a la escuelita de chetos porteños y les haga una versión de “la edad del pavo” en formato de chacarera.
Ana interrumpió mi viaje hacia la fama, pegando un grito.
—Ey, dice vestimenta formal e informal. ¿Qué vamos a hacer? ¿de dónde vamos a sacar toda esa ropa?
Las Bases y Condiciones eran claras. Mandar el formulario con tus datos y dos fotos. Una formal y otra informal. El formal era una especie de ropa que usas para ir a unos quinces, un poco de brillo, canutillos o lentejuelas, pollera con picos, un corset, colores chillones, y sandalias con tirita finita. El informal son los pantalones cargo, un top y una remera de red arriba con retazos de tela que tapan la piel un poco pero no tanto. Las John Foos goma blanca y de algún color no pueden faltar. O las de imitación que son más baratas y no se les derrite la planta con el asfalto caliente de La Rioja.
Queríamos vernos tan cancheras como Mia y Maritza. No teníamos mucha ropa, menos las remeritas, ni minis de 47 street o de Muaa.
Faltaban poquitos días, y teníamos que revelar el rollo, llenar el formulario, poner todo en un sobre y mandarlo por correo. Le pedí a mi mamá que vayamos a preguntar cuánto tardaría en llegar un sobre de La Rioja a Buenos Aires. Le insistí tanto que me acompañó. Habló ella, obvio. Yo no sabía modular frases, menos si eran para gestionar cosas. Mamá preguntó al señor de “Informaciones y Consultas” que está sentado al lado de la puerta principal de la oficina de Correo Argentino. Mientras le hablaba, me miraba como diciendo, “tranqui, van a llegar con el tiempo”. El señor del correo nos despidió diciendo una frase que no voy a olvidar nunca “Dios está en todas partes, pero atiende en Buenos Aires”.
La logística de mensajería no nos frenó. Nada podía frenarnos, éramos nosotras y nuestro sueño de ser estrellas. Buscamos la ropa, le pedimos unas polleras y unos tops a la hermana mayor de Mayra y cortamos unos jeans viejos que usábamos para ir al colegio e hicimos unos micro shorts desflecados con toda la onda. Le cosimos canutillos y lentejuelas en los bolsillos. Mi mamá me pintó los ojos y me planchó el pelo. Usamos el patio de casa como estudio fotográfico.
Yo tenía una cámara a rollo, sin flash, que había ganado en un juego en el colegio y moría por usarla para capturar las fotos que me llevarían a la fama sin escalas. Organizamos todo, nada quedó sin ser tenido en cuenta. Nos juntamos ese día en casa, nos cambiamos, nos dimos indicaciones de cómo posar y realizamos la sesión de fotos. Nos divertimos mucho, nos sentíamos unas modelos.
Al otro día bien temprano fuimos con mi papá al local de revelado, dejamos el rollo de fotos en un sobre, pagamos la mitad y quedaron de entregarlas reveladas en cinco días. Esos cinco días, más los cinco que demoraba el correo, daban justo los diez días que nos quedaban antes de la fecha límite para postularse a ser las futuras nenas de Cris.
A los cinco días, volvimos, llegamos a las seis menos cinco de la tarde. Los locales cierran a la siesta y hay que esperar a que los empleados vuelvan a abrirlos a las seis de la tarde. Esos cinco minutos se hicieron eternos, estaba ansiosa por ver cómo habían quedado nuestras fotos. El señor llegó pasadas las seis, con cara de recién despierto de la siesta, venía con la almohada pegada, como solía decir mi mamá.
Abrió el local y casi que lo empujé a mi papá para que entremos, ya tenía en las manos los billetes que completaban la otra mitad del pago por el revelado. Quise decir mi nombre, pero estaban a nombre de mi papá. Pagamos, nos entregó el sobre y corrí al auto. En el camino fui abriendo el sobre, saqué las fotos, las sostenía con una mano mientras con la otra abría la puerta del auto, me subí y el sol de la tarde entraba por el parabrisas. Bajo ese sol sostuve con mis dos manos las 36 fotos que nos habían entregado. Empecé a pasarlas una por una. Algunas salieron oscuras por la falta de flash, en otras había luces raras que cruzaban sobre nuestros cuerpos y caras, los ojos cerrados o mirando para cualquier lado. Borrosas, movidas, cortadas, algún dedo tapando la mitad de la foto.
Mi papá, desde el asiento del conductor, me miró de reojo mientras arrancaba el auto y me dijo:
—Tranquila, mija. Algunos nacen con estrella, otros nacen estrellados.
Quedaban cinco días, no teníamos ninguna foto o sí, pero ninguna servía para ese casting. Las nubes taparon el sol que atravesaba el vidrio del auto. Las luces del escenario se apagaron para siempre. Todo quedó oscuro, como las fotos.