La muerte baila en el living de nuestra casa, lleva sobre su pecho a mi hermano, lo mece casi con ternura, le alivia el cuerpo machacado y le quita el dolor de sus heridas. Yo le doy la espalda, sentada en un sillón gris que atraviesa el ambiente. En la mesa ratona, apoyo el celular y observo el televisor que cuelga en la pared. En la pantalla negra hay un papel pegado con cinta de embalar, está cortado sin prolijidad y escrito a mano alzada. El mensaje pide que no se prenda bajo ninguna circunstancia, y la frase termina con “gracias por comprender”.
Nuestros días ya no se miden en ciclos de 24 horas, sino en partes médicos, cuánto tiempo pasa entre uno y el otro. Durante esas lagunas temporales, a veces leo ese cartel, porque televisión no puedo. Si la encendiera, aparecería en ella la cara de Lucas; en el siguiente canal estarían las de mis otros dos hermanos, y en el otro la mía o la de mis padres. Nuestras seis vidas expuestas, ante nuestros ojos, como completos extraños.
El país quiere contar nuestra historia, porque es una historia sobre injusticias y azar. Los noticieros comenzarán hablando sobre un accidente y, sin saberlo aún, terminarán contando un asesinato. Porque Lucas morirá, comenzará a hacerlo tras ser embestido por un animal, que poco antes era un hombre y que días después será un asesino. Los periodistas contarán que ambos discutieron brevemente por unas maniobras en el tránsito, pero que el animal vestido de hombre aceleró su camioneta sobre Lucas y su moto. Entonces la gente podrá ver cómo un completo desconocido es ahora nuestro verdugo, y el mundo se indignará. Pero mientras la sociedad cuenta nuestra historia, incluso antes de que nosotros podamos comprenderla, en esta casa tenemos la televisión apagada y nosotros solo contamos horas, las que vamos avanzando en el calendario, esas que nos ayudan a incentivar la esperanza. Las horas que se acumulan desde un parte médico al siguiente.
“No tener noticias son buenas noticias”, dice una tía cada tanto mientras presiona un rosario con la mano, lo hace tan fuerte que las mostacillas le dejan surcos. La verdad es que ya pasaron más de diez horas desde la última llamada y los nervios se nos acumulan como nudos en la panza. Mi hermana acomoda unos adornos que tiene nuestra mamá sobre una repisa. Son varios, uno de cada viaje, los gira de izquierda a derecha compulsivamente. Yo sigo en el sillón pero me quejo del frío, estamos a fines de agosto, pero el invierno no se digna a dejarnos. Mi hermano, unos años más joven que Lucas, sopla sobre la chimenea para reavivar el fuego, un par de cenizas apagadas vuelan. El ambiente se tensa con el peso de lo no dicho, falta poco y nos crispa la piel. Hasta hace algunos días la muerte era para mí cosa de viejos, lejana como un rumor de domingos en la panadería.
El timbre suena a cada rato, las personas entran con palabras de aliento y bolsas de comida que se acumulan en la cocina. Nosotros casi siempre sonreímos y agradecemos. Creo que tampoco sabría qué decir o qué llevar a una casa que, mientras mira a la parca danzar, espera a que el destino se tuerza.
Mientras coleccionamos un tiempo ficticio, a diez cuadras de casa Lucas muere, su último latido suena a desgarro. La noticia llega de la boca de un médico que llora a moco tendido sobre el regazo de mis padres. No es un médico residente sino el jefe de terapia, un hombre acostumbrado a ver morir. Sin embargo, les pide perdón a mis padres, les aclara que no pudieron salvarlo y llora aún más fuerte. Ellos lo comprenden, nuestra familia había conmovido a medio país. Entonces lo consuelan, le agradecen y tiemblan. Se detienen en la sangre, la que tiñe el ambo que abraza sus piernas, la tocan y así se sienten cerca.
El teléfono que tengo apoyado sobre la mesa suena y así, desde la habitación de una clínica, llegan a mis oídos las palabras que convierten a nuestra casa en cenizas. La vida tal como la conozco se me desliza como polvo entre las uñas, quiero hablar pero sólo puedo gritar. Alaridos que volverán a acecharme, como ecos, durante varias noches a lo largo de mi vida.
Mientras esperamos a nuestros padres, en la casa habita un silencio devastador, nuestros amigos y familiares caen desplomados tras veinte días de lucha. Los rosarios, las velas y los rezos están esparcidos en el suelo, como armas abandonadas en una trinchera. Mi hermano acababa de firmar un pacto de paz con la muerte y nosotros, uno de derrota. Miro a mi alrededor y me doy cuenta que, aunque siempre estuvimos en desventaja, no lo sabíamos. La muerte había sido buena, nos había regalado tiempo, un lapso en el que nos creímos inmortales.
Cruzo la mirada con mis otros dos hermanos, no hace falta hablarnos. Estamos los tres debajo del auto, encarnados junto al cuerpo de Lucas, con la piel machacada y las heridas a carne viva. Nadie nos lo había contado, y hasta hace poco más de media hora no lo sabíamos, pero cuando el otro muere, a vos te matan; aunque respires.
El cansancio me pesa, siento que tengo mil años, busco algún hueco donde descansar un rato. En ese momento algo cae desde una repisa y al tocar el suelo se rompe en mil pedazos, el ruido me alarma y veo a mi hermana agachada en cuatro patas. Me acerco a ayudarla, tiene los ojos en compota y los cachetes húmedos por el llanto, mete todos los pedacitos insalvables en una servilleta y murmura con culpa que rompió ese recuerdo. Algunos escombros son tan chiquitos que parecen polvo, como el que se desprendía del mate cuando Lucas lo preparaba. Él lo agitaba tres veces con la mano derecha y con la izquierda lo colocaba en posición casi horizontal. Con una agilidad que sólo se adquiere con la práctica, cebaba el agua del termo justo en el borde, respetando la montaña de yerba como si fuera el santo grial. Sonreía mientras lo hacía, también hablaba, sonreía y hablaba, era físicamente imposible pero lo hacía. Después giraba la mano dejando la palma sucia con el polvo sobrante al descubierto y soplaba en ella directo hacia mí. Las partículas volaban y caían despacio sobre mi pelo, como el polvo de estos escombros ante los sollozos de mi hermana; pero en el recuerdo Lucas reía y ahora está muerto. En el recuerdo podía sentir su aliento como una bocanada de oxígeno; en el suelo del living sólo levanto migajas de un presente roto.
Mi hermana repite que fue sin querer, que se le cayó porque sus manos temblaban. Sonrío y le digo que no se preocupe, que no hay manera de que los recuerdos se rompan, de ellos somos dueños y hasta la muerte tiene restricciones. Ella aprieta los escombros envueltos en su mano y me dice: tengo miedo. Yo le coloco algunos de sus pelos detrás de la oreja, como si eso ordenara este caos. Le quiero decir que aún me cuesta creer que no está vivo, que vuelvo mucho al pasado, que no lo puedo evitar, que ahí respira. También le quiero decir que si me rasco la piel me duele menos, pero no se lo digo, es la más chica y quiero cuidarla. Sólo hilvano cuatro palabras: lo sé, yo también. Nos avisan que nuestros padres nos esperan afuera en el auto, el pecho se me acelera y el dolor me invade, me rasco la mano con fuerza. Le digo a mis hermanos que se abriguen y salimos abrazados.
En el auto hay espacio, entramos los cinco, no tenemos que apretarnos para cerrar la puerta. Andamos en silencio hasta la sala velatoria. Mi papá apaga el motor, las ventanillas se empañan lentamente por el calor de nuestros cuerpos. Mi hermano quiebra el silencio y nos dice que a Lucas le hubiera gustado ser cremado. Mi mamá rompe en llanto y mi papá le posa su mano en la espalda, también llora. Nunca lo había visto llorar, aunque siempre fue un tipo sensible su crianza había sido basada en el hecho de que los hombres no lloran. Una filosofía que por suerte no había aplicado a sus hijos, pero capaz la aplicaba en él o capaz no había conocido el dolor, ese que ahora se le hacía carne, ese tipo de dolor que rompe con todas las estructuras. Mi papá lloraba a nuestra par y nunca antes me había parecido tan humano.
El vapor había cubierto la totalidad de las ventanillas y acordamos que era momento de bajar. Mientras caminábamos hacia el lugar yo sólo pensaba en la cremación, en ese cuerpo que tantas veces había abrazado, convertido en cenizas. Pensaba en la urna, en el polvo inerte que contendría, en la falta de oxígeno que iba a haber en su interior y me costaba respirar.
Había mucha gente en la sala, un mar de vestimentas negras se movía en el espacio, un lugar sombrío y oscuro. Había flores, pero en forma de coronas, como si todo hubiera sido decorado por la muerte. Voy caminando por un pasillo largo hacia el final, absorta en mis pensamientos. Recuerdo una frase que me dijo mi papá diez años atrás: se comieron todas las flores, ya no hay más colores, es todo gris. Se refería a las cenizas que habían invadido nuestro país tras la erupción de un volcán en Chile, él volvía de Villa La Angostura y vio los daños colaterales. Chile era la víctima principal, pero Argentina pagaba los platos rotos. Llego al final de la sala, el ataúd me impacta, nosotros también somos el daño colateral. El dolor se agudiza como un punzón contra la piel.
Mis dos hermanos se paran al lado mío, los tres miramos ese cajón impenetrable. Los amigos de Lucas le han dejado cartas y fotos en la tapa. Me detengo en ellas, en las imágenes sonrientes, en la felicidad de mi hermano, en las caligrafías nerviosas y temblorosas, en la suavidad de los papeles que cubren la madera que sostiene el cuerpo. Agradezco que haya algo de calidez entre tanta dureza.
La gente pasa de a cinco, de a veinte, de a cien. Nos abrazan, nos dejan su pésame y el sudor de sus manos en el hombro. Nosotros sonreímos y agradecemos, aunque ahora también lloramos. Mi hermano se me acerca y me dice: me están abrazando con las yemas de las manos. Le digo que no lo comprendo y me repite: “con las yemas, como si quisieran aferrarse a mi espalda, no usan la palma, usan las yemas. Creo que no me abrazan a mí, creo que imaginan que abrazan a Lucas. Pero yo no soy Lucas”. Su dolor me estruja por dentro, me imagino que no debe ser fácil ser el único hijo hombre que queda vivo. Lo abrazo y pongo mi cabeza sobre su pecho, su corazón late y sus pulmones se expanden. Desde ahí le digo: “Yo te veo y no sos Lucas, la gente te abraza con las yemas porque nos quiere y pretende sostener por un ratito todas esas partes que se nos desprenden. Nadie nunca te había abrazado así porque jamás habíamos estado así de rotos.” Saco mi cara de su pecho, nos miramos a los ojos y nos fundimos en llanto. Él pasa su brazo por detrás de mi cabeza y ambos miramos un rato el cajón. Una persona, que no logro distinguir, se frena en la escena y nos dice que no nos preocupemos, que Lucas ya no está ahí, que lo que queda es el cuerpo pero que él está en un lugar mejor. Entiendo que quiere hacernos sentir bien, pero esta vez no sonreímos ni agradecemos. Nuestro hermano está ahí, a centímetros de distancia, está muerto pero está ahí. ¿Dónde estaría sino? Esa duda empieza a obsesionarme.
En ese momento un obispo interrumpe, está vestido con túnicas blancas y amarillas, cruces que le cuelgan del cuello y un sombrero extraño. Parece disfrazado de Papa y enfila con su andar de viejo compungido. Se nos presenta y dice haber sentido la necesidad de hablarnos con la palabra del Señor para aliviar un poco nuestro dolor. El obispo dice habernos visto por la televisión y que sintió el llamado del cielo, que se encontraba a unas cuadras cuando se enteró y que lo tomó como una señal. Mientras habla, la papada se le mueve como a un sapo, mis padres le agradecen pero le dicen que no es necesario. El hombre insiste y nos señala cinco sillas donde invita a sentarnos; atrás nuestro ubica al mar de gente. Habla sobre las hazañas de Jesús y María en la Tierra, sobre las misericordias, sobre el odio y la paz, sobre el más allá. Dice que Lucas está sentado junto a Dios y que es un lugar mejor. Esa duda que me obsesiona se vuelve insoportable, me hace doler la cabeza y la meto entre mis manos. Me acurruco en la silla mientras el viejo sigue hablando; ya casi no lo escucho y meto la cabeza más adentro. Cuanta menos luz hay más veo, pienso en Lucas y lo recuerdo en un viaje familiar. Está feliz, como solía estar, pero no habla, sólo contempla el paisaje. Estamos en una colina donde vemos las montañas; lo peculiar es que las acompañan el mar, el sol está saliendo y los rayos se reflejan desde el agua hacia las rocas. Todo se vuelve naranja por segundos, las piedras pierden los contornos rígidos y filosos, parecen gemas envueltas en terciopelo. El paisaje se convierte en un espectáculo tan bello como efímero. Lucas, que había estado en silencio, se gira, me señala el horizonte y me dice: así se ve el Paraíso. Yo sonrío, lo hago en el recuerdo y lo hago en la sala velatoria mientras escondo mi cara, en ambos lugares saboreo sus palabras. Deseo que no se haya equivocado, ahora ya sé dónde encontrarlo. Vuelvo al presente, saco mis manos de la cara y el cambio de luz me marea. Aprieto la mano de mi mamá quien se queja sin darse cuenta. El obispo sigue hablando pero creo que ya termina; ella lo mira tomando sólo lo que de sus palabras le sirve. Siempre me pareció la mujer más inteligente del planeta. Sigo agarrada de su mano, me detengo en sus venas, en la sangre que fluye por ellas y en el nervioso movimiento que hace al girar sus anillos. Levanto la mirada siguiendo el camino de su dedo índice, creo que sin darse cuenta señala el ataúd. La suelto y me arranco la piel de la mano, lo repito varias veces, uso la uña y el dedo índice. La zona se pone roja, la piel se abre, me duele y me hace bien. Mi mamá me mira, veo que me observa y me detengo. No quiero preocuparla, quiero decirle que capaz me dure un tiempo pero que lo necesito para mantener la cordura. Sin embargo, ella se adelanta y me dice: podría quedarme toda la vida acá viendo el ataúd. Me tranquiliza que no pueda verme. Le digo en voz baja acercándome a su oreja: “Ma, Lucas era el menos religioso de los seis. Estas no pueden ser sus últimas palabras.” Ella ríe por dentro, creo que está recordando las discusiones que tenía con Lucas sobre la iglesia. Asiente y me pregunta si me animo a hablar. El obispo termina su discurso con una bendición y se retira. Me paro; al lado mío está el ataúd y en frente el mar de gente. Me tiembla todo el cuerpo pero sé que me comprenderán; elijo contarles una anécdota, una de cuando Lucas era chico. Les cuento que él creía tener una cura infalible contra las penas y que cuando alguien de la familia estaba triste o malherido él corría hacia la cocina y traía un vaso de agua y un repasador. Con esos dos elementos creía solucionar cualquier dolor. Les aclaro que nunca supimos cómo se le había ocurrido que esos objetos eran los indicados, pero funcionaban. Si tenías un raspón mojabas el repasador en el agua y lo curabas; si estabas llorando con uno te secabas y con el otro te hidratabas, o si tenías tan sólo un mal día, verlo venir a su corta edad con un vaso y un trapo, te hacía reír. También les digo que capaz eso es lo que estamos necesitamos ahora, un repasador y un vaso de agua.
En ese momento la voz se me quiebra, alguien me ofrece algo para tomar y lo bebo, la mano me tiembla y el líquido se bate dentro del vaso. Veo que la gente sonríe tiernamente; algunos incluso ríen por la historia que les cuento. Lucas siempre mejoraba los días, así que me siento más tranquila sabiendo que en su velorio estamos hablando sobre él, y no sobre Dios. Suspiro profundamente y retomó el discurso:
“Cuando Lucas estaba en la ambulancia nos dijo sus últimas palabras. Nosotros no sabíamos aún que esa sería su despedida, pero un mes después puedo confirmar que él sí lo hacía porque sólo nos dijo ‘Los amo’ y se fue en una camilla para no volver. Con mi familia conocíamos poco o nada sobre la muerte, creo que hasta no la creíamos posible. Intentamos con todas nuestras fuerzas evitarla, pero Lucas era consciente de que estaba en el lecho de la suya. No nos lo dijo, pero hoy entendemos que fue así y que había elegido esas dos palabras como las últimas. ‘Los amo’. Nada más”.
En este momento siento que una piedra me atraviesa la garganta y creo no poder continuar, pero mi papá me mira y me hace un gesto con la mano, levanta su pulgar y me dice que siga, que le hace bien. Bebo otro sorbo y digo:
“Creo que nos dejó con las respuestas en la boca, la vida se simplifica en eso: en haber amado, en un repasador y en un vaso de agua. Lucas no había llegado a los treinta pero ya todo lo había entendido, así que no le tengan pena, no nos tengan pena. Con Lucas la muerte ha sido benévola, le quitó el dolor de sus heridas; ella sabía que si se despertaba, igual no hubiera tenido vida. Como les conté, poco o nada sabíamos sobre la muerte, por eso al principio la abordamos con ingenuidad e incredulidad. Sin embargo, estamos empezando a comprenderla”. Resisto el impulso de rascarme la piel, miro fijamente mi mano y desde esa posición repito: “La muerte como sentido de vida y la vida como un trapo, un vaso de agua y un ‘te amo’ que ya no envejece”.
Ante estas últimas palabras, las mías y las de Lucas, el mar de gente comienza a agitarse en abrazos, llantos y besos; nos vamos acomodando los pedazos. Y así, poco a poco, vamos abandonando la sala.
Después del velorio me entierro en las sábanas de mi cama, las subo hasta lo más alto de mi cabeza. Ahí adentro, sin testigos, me quiebro y los alaridos me acechan. Lloro en posición fetal, retomo el acuerdo que tengo con mi mano, la muerdo y la escarbo. El cuerpo me frena, respiro y al cerrar los ojos, vuelvo al miedo de mi hermana y los recuerdos rotos en una servilleta, al polvo del mate en mi cara y al paraíso en el horizonte. En el pasado somos seis y todos respiran, en los recuerdos encuentro vida. Y aunque mañana me enfrente a preguntas sin respuestas, a tiempos que se derraman y a mil agostos que dolerán como enfermedades crónicas, esta noche me abrazo en el aliento de mi hermano y me duermo.