Cuesta Blanca, por Julieta Li Gambi

Ilustrado por Leo Lamberta

―1―

Emilia abrió la tranquera y empezó a caminar por la subida. El pasto largo le acarició las piernas. Al frente vio el portón del garaje, ese espacio lleno de colchones viejos, donde se pasaban horas tiradas, charlando y soñando. 

Subió la escalera hasta la galería. Apenas llegaban, sacaban las mesas afuera y ahí quedaban durante todas las vacaciones. Cuando abrió la puerta principal la recibió el aroma de Cuesta Blanca, una mezcla de olor a encierro, protector solar y al eucalipto que daba sombra a la pileta. Al poner un pie adentro, volvió a verlos a todos, buscando las llaves para abrir las puertas-ventanas, cada una con su candado numerado, desde el comedor hasta la última pieza. La luz volvía a llenar cada rincón de la casa y daba comienzo a las tan ansiadas vacaciones. 

El frío de la casa la sorprendió. Atravesó el pasillo, a oscuras esta vez, hasta la pieza que siempre usaban ellas, la del medio. Se quedó parada en la puerta observando la silueta de los muebles. Tomó aire y entró. 

Se acercó hasta la mesita de luz entre las dos camas. Pasó un dedo por la superficie, dejando una huella en la capa de polvo. Se sentó en la suya, la del ropero, y abrió el cajón. Encontró un revoltijo de papeles, pétalos secos, mazos de cartas viejos y anotaciones de partidos de generala y canasta. Todas las noches jugaban a algo y el que perdía tenía que lavar los platos. Emilia sonrió por todas las veces que había hecho trampa para ganar. Se sabía todos los trucos con las cartas. 

Al fondo de todo, una libretita conocida. La abrió despacio. En la primera hoja, sus nombres rodeados de dibujos y frases de amistad. Leyó por arriba todas las cosas escritas de veranos pasados. Ahí siempre anotaban el nombre del chico que les gustaba esa temporada e ideaban planes para llamar su atención. En una esquina de la libreta sobresalía algo y pasó las hojas hasta encontrar una florcita seca metida entre las páginas. La agarró y se vio de chica, volviendo de caminar con las manos repletas de flores. Se vio haciendo coronas y centros de mesa. Cuando ya no sabían qué más hacer con ellas, pusieron algunas entre hojas de diferentes cuadernos y libros para que se secaran. “Para que alguien las encuentre en el futuro”, se dijeron. 

Mientras tocaba el pétalo seco, el sonido del teléfono la asustó. Atendió y escuchó la voz débil de Lina. 

― ¿Llegaste? 

Tomó aire antes de contestarle para sonar despreocupada.

― Acá estoy. Lina, si llega a venir alguien, me van a matar. 

― Dale, no seas tan cagona. Ya te dije que hace un montón que nadie va. Y si te encuentran ahí no pasa nada, es como tu casa también. 

― Más te vale. Estoy en nuestra pieza. ¿Te acordás de la libretita azul, donde escribíamos quién nos gustaba cada verano? 

― ¿Todavía existe? ―. Lina soltó una risita débil que llegó a través del teléfono como una caricia. Hacía meses que no la oía reírse. 

― ¿Qué será de Piero, el del transporte? ¡Qué ganas de stalkearlo! 

― ¡Te encantaba! Y a mí el hermano, ¿Te imaginas si los hubiéramos enganchado? Seríamos cuñadas.

Lina volvió a reírse, pero esta vez la interrumpió un acceso de tos. Emilia escuchó cómo su amiga peleaba por respirar 

― ¿Estás bien? 

― Tenés que encontrar la caja, amiga. 

Emilia cerró fuerte los ojos y se los apretó con la mano, hasta que vio puntitos blancos. 

― Decime dónde busco. 

Lina propuso empezar por la pieza. Emilia dejó el celular en altavoz sobre la cama y abrió el ropero. Movió toallones deshilachados, prendas desteñidas, juegos de mesa, zapatos raídos, sábanas casi transparentes y frascos con hierbas secas que la mamá de Lina usaba para cocinar. 

― ¿Y? ¿No hay nada? 

― Tranquila, estoy buscando. 

― Fijate en el armario de los chicos. 

Emilia revolvió las otras piezas, aunque sabía que no tenían cosas de ellas. Siguió por todos los cajones de la casa, desde la cocina hasta el baño. Nada. 

― Amiga, si querés puedo volver otro día más tranquila. 

― ¡No! No te podés volver. Seguí buscando ―. insistió Lina― Tiene que estar en algún lado. ―agregó con una voz casi inaudible. 

―Ya busqué en todos lados. ¿No se la habrá llevado alguien? ―siguió Emilia, sabiendo que eso era imposible. Las cosas de Cuesta quedaban en Cuesta. 

―No, nadie sabía dónde la guardaba, siempre la escondí. Tanto que ni yo me acuerdo―agregó Lina con voz quebrada.

―Bueno, hagamos una cosa. Voy para allá y seguimos pensando a dónde puede estar y cuando nos acordemos, me vengo de vuelta y la busco―Emilia intentó sonar práctica. 

―Emi. Por favor. 

―Lina, ya busqué en todos lados. Encontré de todo menos la caja. Ochocientos mazos de cartas y toneladas de polvo. No puedo hacer magia y hacerla aparecer. 

Emilia estaba inquieta. Del otro lado, su amiga se había quedado en silencio.

― Aparte acá hace un frío del demonio, estoy congelada. Y quiero ir a hacerte compañía un rato. 

Lina seguía sin contestar y Emilia se imaginó mil escenas catastróficas de lo que le podría estar pasando. 

― ¿Estás ahí? 

―Volvé a nuestro armario―Lina habló con voz firme. 

―Amiga, ya saqué todo de ahí, no hay ninguna caja. ―  Emilia intentó disimular el alivio de escuchar su voz. 

―Ya sé, no vas a encontrar la caja. 

―Pero vine a buscar eso, Lina, ¿te acordás? 

Lina se rió bajito y le contestó tranquila. 

―Todavía no estoy tan perdida, Emi. Dijiste que hace un frío del demonio. Andá otra vez al ropero y buscá la campera grande. 

Sin muchas esperanzas, volvió a la pieza y revolvió hasta encontrarla. La agarró sonriendo y la sacó del ropero. 

―Acá la tengo, que fiera que es―su amiga se rió del otro lado. 

―Horrible. Pero tan calentita. Buscá en los bolsillos. 

Emilia revisó todos. No encontró nada. 

―Fíjate adentro, tenía muchos bolsillos adentro. 

Emilia hurgó en todos lados, sin saber qué buscaba. Abrió cada cierre y metió la mano en cada huequito, hasta que sus dedos tocaron el metal frío. 

―Acá hay una llave. 

― ¡Sí! ―soltó Lina contenta. ― ¿Viste que todavía me funca la memoria? 

A Emilia le comenzó a temblar la pera y se le llenaron los ojos de lágrimas. Hizo un esfuerzo por contener el llanto y que Lina no se diera cuenta.

― A ver si te funca, ¿Cómo era el apellido de Piero? 

―Tampoco para tanto. Respirá amiga. Te necesito entera―Siempre se daba cuenta. 

― ¿Pero de dónde es esta llave? 

―De la caja fuerte–. Se podían notar los nervios en su voz. 

― ¿Posta que hay una caja fuerte? 

― ¿Me estás jodiendo amiga? Anda al sillón. 

― ¿Desde cuándo las cajas fuertes están en los sillones? 

―  Desde que en Cuesta hay sillones raros. 

Emilia apretó la llave en un puño. Volvió al living y observó el espacio. Un sillón de tres cuerpos frente a la chimenea, y contra la pared, una estructura de material cubierta de almohadones. El otro sillón. 

―  Estamos hablando del sillón de la pared, ¿no? 

―  Y si amiga, en el otro no hay forma. ¿Te acordás cuando descubrimos que debajo de los almohadones había un hueco donde guardar cosas? 

― ¿El que usamos para esconderle los autitos a tu hermano ese verano que estaba insoportable? 

― Los buscaron todas las vacaciones, ¡nos odió! 

Emilia se puso a trabajar y movió todos los almohadones. El color de la tela, en otra época brillante, estaba apagado, como todo en ese lugar. El polvo que se desprendía la hizo estornudar. Cuando sacó todos, corrió la madera que servía de base y adentro encontró un baúl grande, cerrado con candado. 

― ¿Y? ¿Abre? 

―Pará, que todavía no probé. 

Las manos le temblaban un poco y le costó encajar la llave en el pequeño candado. El metal estaba herrumbrado así que la movió despacio hasta que sintió el leve click y la cerradura cedió. 

―Abrió. 

Al otro lado del teléfono, su amiga respiraba agitada. 

Con el aparato entre el hombro y la oreja, revolvió el contenido del baúl hasta que la encontró: una cajita de madera pintada, por ellas claro. La tapa tenía muchos colores, en el centro un corazón rojo y sus nombres dentro, en cursiva. En el borde, varias siglas. Emilia las miró intentando recordar qué quería decir cada una, todas diferentes versiones de mejores amigas por siempre. Cada tanto alguna lentejuela plateada sobreviviente de la tira que, en otra época, rodeaba todo el contorno de la caja. La abrió sin dejar de temblar.

Un centenar de fotos la devolvieron al pasado. Comenzó a pasarlas lentamente. El tiempo había doblado algunas, y esas curvas del papel hacían resaltar sus sonrisas. Ahí estaban, sus cuerpos adolescentes en la pileta, en el río, tapadas de colchas al lado del hogar, jugando a las cartas, tiradas en los colchones del garaje, acostadas en el pasto mirando las estrellas. El brillo de las fotografías sorprendió a Emilia, que detuvo sus dedos en cada rostro, intentando acariciar a su amiga a través del tiempo. 

― ¿Está ahí, Emi? ―la voz suave de Lina la trajo de vuelta al presente. 

―Está acá, ya voy para allá―respondió abrumada y cortó. 

Se quedó congelada en una foto. Lina posando en bikini, al lado de la pileta, con las manos en la cintura. Su cuerpo bronceado hacía resaltar el brillo de su pelo. Emilia le había hecho miles de trenzas en una tarde de lluvia. En su muñeca derecha tenía muchas pulseras de colores, de esas que se intercambiaban constantemente y su sonrisa parecía ocupar toda la escena. 

Juntó coraje para levantarse. Ya no podía seguir en ese lugar. Agarró su teléfono, que había quedado en el piso y levantó la caja, que se cayó con el movimiento. Las fotos se desparramaron por todos lados, junto con un papel que estaba al fondo. Lo abrió: “Lista de deseos de Lina”. 

★ Viajar a Disney. 

★ Besar a Lean. 

★ Aprender a manejar 

★ Tirarme de paracaídas 

★ Operarme las lolas 

Sonrío al darse cuenta de que casi todos los había logrado cumplir. 

★ Viajar en crucero 

★ Tatuarme 

Cuando llegó al último renglón sintió una presión en el pecho. 

★ Malcriar a los hijos de Emi 

Ese año se habían peleado. Fue el único verano que Emilia no estuvo en Cuesta Blanca.

2

Se paró frente a la puerta blanca con el número 18 y se quedó mirando la madera unos segundos. Respiró hondo varias veces y puso su mejor cara para entrar. La puerta se abrió de golpe y la mamá de Lina apareció. La miró un segundo y la abrazó fuerte. Emilia se dejó cobijar en esos brazos tan familiares donde se sentía segura. 

― Ahora que volviste, me voy a buscar unas cosas a casa que me pidió. ¿Te quedás un ratito peque?

― Si, me quedo un rato. Andá tranquila.

Nora se fue y Emilia asomó la cabeza por la puerta. La blancura del lugar la encandiló. 

―Hola. 

Lina le sonrió desde la cama. Estaba sentada, su espalda apoyada sobre varias almohadas. Las sábanas la tapaban hasta la cintura. Tenía puesto el pijama fucsia que Emilia le había traído hacía unos meses, cuando la internaron. Era su color favorito, que ahora desentonaba con la pulcritud de todo lo demás. 

Entró despacio, se sentó en la silla al lado de la cama y le dejó la caja sobre la falda. Los ojos de Lina se clavaron en la madera. Sus dedos, flacos, recorrieron los bordes lentamente. Emilia apartó la vista. Hacía tres días que no la veía. Los ojos desbordaban de su cara enflaquecida. Su piel estaba pálida y sus labios, resecos. Se cubría el poco pelo con un pañuelo. La clavícula asomaba por el cuello del pijama, que caía desacomodado sobre un hombro.

―Gracias ―dijo Lina con una voz quebradiza.

Emilia siguió con la mirada fija en su amiga, hasta que Lina le sonrió. En ese momento largó todo el aire que no sabía que estaba reteniendo y se derrumbó sobre su falda en un llanto desconsolado. Nunca se había permitido mostrarse triste ni débil, le parecía una falta de respeto, una actitud muy egoísta ante ella. Pero no podía ser el pilar esta vez.

Sintió los dedos de Lina acariciar su pelo con suavidad, como cuando eran adolescentes y se quedaban hasta cualquier hora de la noche mirando películas. Su respiración se tranquilizó y las lágrimas dejaron de correr con tanta ferocidad. Al cabo de un rato, Emilia levantó la cabeza. 

― Perdón. No quería ponerme así. No lo pude controlar. 

― En algún momento ibas a tener que llorar delante mío.

― Te juro que me costó mucho volver a Cuesta. 

― Ya lo sé, pero necesitaba de verdad que buscaras esto. 

Emilia se sentó en el sillón de acompañante y se secó las lágrimas con los puños de la campera. Se sacó las zapatillas y cruzó las piernas como indio.

― ¿Por qué es tan importante esta caja? 

Lina sonrió y pasó sus manos por la tapa, como queriendo grabar cada centímetro de la superficie en sus dedos. 

― Porque es nuestra. 

― Ya sé que es nuestra, me acuerdo de cómo y cuándo la hicimos. Pero hay miles de cosas nuestras en esa casa, miles de cajas con fotos, casetes con videos. Y solo me pediste esto.

Lina abrió la tapa, miró a su amiga, y la invitó a la cama. Emilia se sentó frente a ella. Empezaron con las fotos. Estaban todas desordenadas y revueltas después de la caída, pero las acomodaron una por una. Vieron sus caras y cuerpos pasar de los rasgos infantiles a las curvas de la adolescencia. Rieron con sus pelos despeinados y frisados de los últimos años de la primaria y los pantalones tiro bajo de la adolescencia que creían cool y, ahora pensaban, las hacía ver ridículas. Se emocionaron cuando encontraron la foto del primer día de clases de tercer grado. Emilia tenía dos largas trenzas y abrazaba a Lina con todo el cuerpo. Sus sonrisas eran enormes.

Cuando se acabaron las fotos, siguieron con las pulseras hechas con cuentas de colores, algunos dibujos y escritos, un par de anotaciones de algún partido de truco. Y debajo de todo, la lista de Lina. 

Ella la agarró con sus manos temblorosas como si se tratara de un tesoro frágil y levantó la vista despacio hacia Emilia, que la observaba atenta. 

― Amiga, creo que fueron muchas emociones por hoy, para las dos. Mejor seguimos mañana, ¿dale?

― ¿Y si no hay mañana? Emi, te pedí que fueras a buscar esto por algo importante. Así que necesito que terminemos de ver todo lo que hay. Ahora ―. terminó sin aire.

― Está bien. Lo decía por vos, no quiero que te pongas mal. 

Lina abrió el papel, se lo pasó a Emilia y le pidió que lo leyera en voz alta. Su cara denotaba cansancio, pero sus ojos tenían un brillo especial. 

― ¿Te diste cuenta de que cumpliste todos tus sueños? ―le dijo Emilia cuando terminó de leer.

―Tenía muchas ganas de volver a ver esta lista.

― ¿Por qué me miras así? 

― ¿No es obvio? Cumplí todos mis deseos, ya no tengo nada más que hacer en esta vida.

― Odio cuando usás ese tono. 

― ¿Qué tono? 

― Ese. Ese tono sin filtro para hablar de eso que ya sabés.

― ¿Para hablar de que me estoy muriendo? 

― Callate.

― Me estoy muriendo. Vos lo sabés. Yo lo sé. Todos lo sabemos ―esta vez usó un tono más suave, pero igual de doloroso― y sé que te duele en el alma, pero tenés que hacerte a la idea. 

Las lágrimas volvieron a correr por el rostro de Emilia. 

― Siempre supe que me iba a morir joven. Siempre me escuchaste decirlo. No sé cómo, no sé por qué. Pero siempre lo supe―. Hizo una pausa para tomar aire. Su respiración estaba un poco agitada. ―Y cuando hice esta lista lo sabía. Por eso me ocupe de poner todo lo que quería hacer. Todo. Para que no me quede ningún pendiente. 

― ¿Por eso querías la cajita entonces? ¿Para estar segura de que cumpliste todo? 

― Bueno, no. No es sólo por eso.

― ¿Entonces? 

Sacó un último papel verde que Emilia nunca había visto, cerró la tapa y le sostuvo la mirada. Emilia conocía esa mirada. En sus buenas épocas era la que Lina usaba cuando intentaba convencerla de hacer algo que ella no quería. Siempre se salía con la suya. 

― Cuando hice esta lista fue el verano que estábamos peleadas, ¿te acordás? 

― Si…―dijo Emilia. Por momentos la asaltaba un hipo. ―Fue el único verano que no fui a Cuesta Blanca.

― Yo estaba muy mal porque vos no estabas―. Tomó una bocanada de aire y en seguida la atacó un acceso de tos.

Emilia se levantó rápidamente de la cama y le buscó un poco de agua. Intentó tranquilizarla mientras hacía círculos con la palma de la mano en su espalda, ignorando los huesos que sentía bajo la delgada tela del pijama. 

Cuando por fin cesó la tos, Lina se derrumbó sobre el respaldo, agotada. Tenía arañitas coloradas por toda la cara y cuello.

― Amiga, lo hacemos mañana, o más tarde, necesitas descansar.

― Sentate, que te termino de contar―dijo Lina con la voz afónica. A Emilia le dio un escalofrío.

― Despacio. Contame qué pasa. Pero despacio.

Lina tuvo que hacer varias pausas para tomar aire, pero su tono era decidido.

― Emi, no me puedo ir en paz si sé que no sos feliz. 

Un sollozo salió de los labios de Emilia sin poder contenerlo.

Lina le entregó el papel verde.

― Leelo.

― Lista de deseos para Emi, por Lina. Que te animes a subirte a una montaña rusa. Que conozcas el mar y la nieve. Que cuando seamos grandes y vivas sola tengas un lugar para que yo me quede a dormir (este deseo es para mí). 

Emilia ya no podía contener el temblor en su cuerpo, que la sacudía mientras las lágrimas le empañaban la visión.

―También cumpliste la mayoría, aunque para vos no vale morirse cuando termines.

Emilia la miró seria. 

― Bueno, era un chiste. 

Lina estiró sus manos y Emilia volvió a apoyarse sobre su regazo. 

― Emi, te agradezco cada día de todos estos años juntas. Agradezco siempre haberte conocido y que seas mi hermana. Y agradezco a esta enfermedad que nos permitió pasar más tiempo juntas como cuando éramos chicas. Pero necesito irme. Necesito irme y necesito que me prometas que vas a intentar ser feliz. 

Emilia la escuchaba en silencio, aferrada a sus piernas como a un salvavidas. De a poco su cuerpo dejó de temblar.

― Emi, ¿qué deseás? 

― Que no te mueras― respondió en voz baja mientras se incorporaba.

Lina sonrió y la miró fijo.

― Sabés que ya no hay vuelta atrás en eso. Y te estoy preguntando otra cosa. 

― No quiero que te mueras. Qué importa si yo estoy bien o no. A quién le importa.

― A mí. 

― Bueno, a mí no. Mi deseo es que no me dejes sola.

Lina la miró con una pequeña sonrisa, condescendiente, mientras negaba

suavemente con la cabeza. 

― No me mires así―le dijo Emilia mientras se levantaba de la cama y daba vueltas por la habitación. 

― Emi. Si importa. A mí me importa. 

Emilia se empezó a sentir agobiada. Le faltaba el aire y necesitó escapar de ese lugar. 

Hizo unos pasos hacia atrás y salió de la habitación. Recorrió, como embobada unos metros del pasillo y se apoyó en la pared. Se deslizó hasta el suelo y apoyó su cabeza sobre las rodillas flexionadas. Estaba descalza, el frío del piso le calaba a través de las medias. No le importó. Le dolía la cabeza, sentía que le iba a explotar mientras todo le daba vueltas. Cuesta Blanca. La caja. La lista de deseos. El final tan cerca. Estaba agotada. 

Pasó varios minutos sentada en el mismo lugar, intentando aclarar su mente. Cerró los ojos y vio a Lina de pequeña, sus ojos grandes y oscuros, su gran flequillo y el pelo suelto que le llegaba hasta los hombros. 

Emilia respiró hondo, y se levantó para volver a la habitación. Entró despacio y con la cabeza gacha. 

― ¿Te acordás del primer día de clases? 

Lina la miró extrañada. 

― Me acuerdo de tus trenzas. ¿Por qué? 

Emilia se volvió a sentar en la cama. 

―Ese día tenía mucho miedo. No conocía a nadie y sabes que me cuesta un montón conocer gente nueva. Vos me llevaste con los demás y cuando otra nena se rio de mis trenzas vos me defendiste. Le sacaste la lengua, me agarraste la mano y te quedaste al lado mío. 

Lina comenzó a reírse despacio. 

― ¿Le saqué la lengua? Me acuerdo de tu cara de susto cuando entraste. Quería ser tú amiga porque me gustaban tus trenzas. 

― ¿Cómo voy a hacer ahora cuando necesite que me agarres de la mano y no estés? 

―Ya sé que esto es horrible para todos. Pero necesito irme. Estoy muy cansada y mi cuerpo ya no va a aguantar mucho más ―. Lina habló en voz muy baja.―  Estoy cansada Emi.

Emilia la miró y por primera vez vio la enfermedad y no a Lina. Se acercó la mano de su mejor amiga a la boca para darle un beso. Mientras apoyaba los labios sobre su piel notó que ya no olía a perfume o a cremas como siempre, olía a enfermedad. Le dio un beso y la miró de nuevo. 

―Emi. Necesito irme y necesito saber que vos vas a estar bien. Y hace rato que no estás bien. Estás triste y armaste una coraza tan fuerte que no dejas que nadie entre. Y te juro que hay muchas personas que quieren acercarse a vos.

Lina agarró su lista de deseos y con un brillo especial en los ojos la rompió en pedacitos. Luego tomó la que había hecho para su amiga, y se la entregó junto con una lapicera que había encontrado también en la caja. Era de minnie y sorprendentemente todavía funcionaba. 

Emilia fue tachando cada uno de los deseos que ya había cumplido.

― Vamos a escribir juntas algunos deseos más para que no se te ocurra terminar como yo.

Emilia le revoleó los ojos.

― Que nos hagamos un tatuaje juntas. 

― Ese está difícil.

― Vos de verdad y yo de mentira. 

Emilia iba escribiendo nuevos ítems en la lista.

― ¿Cuál es tu mayor deseo, amiga?

Emilia acercó la lapicera a su boca y se quedó pensando unos segundos.

― Enamorarme. 

― Escribilo entonces. Pero ponele onda.

― Enamorarme de verdad.

― Fuertazo

― De alguien que valga la pena

― Enamorarme fuertazo de alguien que valga la pena. Me encanta. Anotalo.

Emilia anotó el deseo con una leve sonrisa.

― Tengo uno más. El más importante. No quiero escuchar quejas.

― A ver

― Que pruebes los fideítos dulces que hace mamá

― Ni loca amiga, olvídate

Lina se rió bajito y apoyó la cabeza de nuevo en el respaldar, mientras Emilia dejaba el papel sobre la cama.

― Emi. 

― ¿Qué? 

― Me estoy muriendo. 

― Ya se. 

― No escribiste el último 

― No voy a probar los fideítos dulces. Seguro que son un asco. 

― Le pedí a mamá que los haga, me dijo que los iba a buscar cuando vos volvieras de Cuesta, así comíamos juntas. 

― Después de tantos años todavía me sorprenden los inventos culinarios de tu familia. 

― Me estoy muriendo, no me podés decir que no. ― Una leve sonrisa se dibujó en el rostro de Lina

Emilia también sonrió, sabiendo que una vez más su amiga se iba a salir con la suya.

―Ahora si quiero descansar un ratito hasta que venga mamá. Te quiero Emi.―agregó Lina en un susurro. 

―Yo también. 

Se quedaron así un rato, en silencio, Lina tenía los ojos cerrados y Emilia la contemplaba con fuerza. Quería grabar cada rasgo de ella en su memoria. 

Después de unos minutos, se incorporó de la cama despacio, se acercó a la cabecera y le acarició la mejilla suavemente. Le dio un beso en la frente, detuvo sus labios unos segundos y susurró un gracias. Despacio agarró la lista de deseos y la guardó junto con las fotos. Se puso las zapatillas, agarró la caja bajo su brazo y salió de la habitación. 

Ahora tenía una promesa que cumplir. O varias.