Nací grandote, mi mamá era negra y fuerte, mi papá tenía el pelo duro y marrón. No los volví a ver.
Tener patas grandes debe ser malo porque todos los que venían las miraban un rato y se llevaban a los otros. El blanco fue el primero en irse, después la más chiquita, y así hasta que se fueron todos.
Me quedé solo. Le ladraba a todo, a los que pasaban por la calle, a la mujer que me tiraba la carne de lejos, a los pájaros que me picaban el lomo.
Pasaban los soles y las lunas, los veía desde abajo del techo. De día se calentaba el tacho de agua, tenía sed, pero aguantaba hasta que bajaba el sol y se ponía un poco más fresca. Venía la mujer con la carne. La panza ya no me hacía ruidos, pero tampoco tenía ganas de dormir, entonces metía la cabeza entre los palitos por los que no me pasaba el pecho y me quedaba mirando esa bola blanca en el fondo negro y salpicado. Ya había feo olor en mi rincón. Los trapos que quedaban no tenían más el olor de mis hermanos. El piso se ponía frío para apoyar la panza, me tenía que tirar de costado, hacerme bollito caracol.
Un día llegó él, me metió en una caja y me llevó a su casa. Un lugar más lindo del que yo venía. Sin los palitos que te alejan de todo, con sombra durante el día y sin frío a la noche. Toqué el pasto con el hocico, con el lomo, con la panza. Era raro no tener a nadie cerca. Todo me hacía parar los pelos, meter la cola entre las patas y mirar para los lados. Pasaron los días, y los fui reconociendo. Él con su voz grave, era el que mandaba. El nene, todo el tiempo tocándome, siempre cerca. Y ella, distinta a todos. Él le dice Julia, alarga la U, como cuando me enojo.
Julia no es como la mujer de la carne, se acerca para darme de comer, muchas veces me habla. Yo levanto las orejas y la escucho mejor. Si le veo caer agua de los ojos me quedo quieto. No le gusta que le chupe la cara. Cuando empieza a respirar más lento me acerco despacio, primero le apoyo una pata en la pierna y ella la acaricia, después la otra y me acomodo suave hasta que mi cabeza queda justa para que me rasque detrás de las orejas, que caen para los costados. Sus dedos juegan con mis pelos y a mí se me cierran los ojos.
Algunas tardes para de hacer cosas, se sienta en el sillón y agarra esos frascos que tienen olor fuerte. Antes de abrirlos, los sacude entre las manos haciendo un ruido parecido al que hace mi cola cuando la escucho llegar. Me tiembla el hocico y se me sacuden los bigotes. Cuando ella lo destapa, se lo pasa por la punta de los dedos para que le cambien de color. Casi siempre rojo. Bien rojo. Como la sangre. Como la carne que me daban en el lugar donde nací. Ya no me dan carne, ahora como bolitas duras. Estornudo muchas veces seguidas. Ella sonríe y estira rápido la mano para que me aleje.
Me voy a mi almohadón, me tiro panza arriba y le ladro desde el piso. Empieza el juego. Ella hablando bajito y yo ladrando bajito. Al principio me miraba con la boca abierta, no esperaba que le responda. Le gusta, así que cada vez que me habla así, yo le contesto igual. Le quiero decir que no le tiene que caer más agua de los ojos, que se va a despintar, como mi cucha con la lluvia. Esa cucha que me trajo él y que nunca más usé. La miro fijo. Se levanta. Pego un saltito, con las orejas paradas para ver que hace. Cuando sale al patio le camino cerquita, doy vueltas mordiéndome la punta de la cola, ella se ríe. Me mareo y es feo, pero si me caigo me acaricia la panza.
Él no me dejaba entrar a la casa, me decía cucha con voz fuerte y señalaba la casita de madera del patio. No me regaló un almohadón, ella sí. No se me escapaba el pis cuando él llegaba a casa. Con ella, sí.
Una noche gritaron mucho. Ladré, salté, me mordí la cola. Hasta aullé. No les importó. Desde mi cucha lo vi salir a la calle y cerrar la puerta de un golpe. Julia corrió detrás de él. Hice más ruido, salté más alto, me tiré contra la puerta. Creí que no iban a volver, que me quedaba solo otra vez. Más tarde volvió sola, toda mojada porque caía agua del cielo, como cae de sus ojos desde esa vez.
Gritaron varias noches más, hasta que se dejaron de escuchar. Un día, él trajo muchas cajas. Puso cosas adentro y se fue. Ahora sólo viene a traer al nene. Se acerca siempre y me acaricia. No me muevo del almohadón, ni le muevo la cola.
Cuando se hace de noche, ella se mueve rápido por la casa, cierra las ventanas. Cambia cosas de lugar, prende fuegos, empiezo a sentir olor que me hace caer la baba. No me deja entrar a la cocina. Mete al nene en el agua. Lo enjabona y después lo enjuaga. Ni me miran. Me aburro. Muevo la cola lo más rápido que puedo, choco contra la puerta haciendo ruido. Quiero que me llamen para jugar con ellos. Se ríen pero no vienen. Me canso.
Después le pone la ropa de los dibujitos y comen en silencio. El nene se duerme en el sillón mirando los mismos dibujitos de la ropa pero en el cuadrado de luces y ruidos. Ella lo alza y lo lleva a su cama, al lugar que antes le tocaba a él. Enseguida voy a la puerta y la rasco. Se da cuenta de que tengo hambre y me trae las bolitas. No voy a comer hasta el momento justo, cuando el plato lleno toque el suelo y haga ruido. Así aprendí que tenía que hacer para ganarme la caricia. Se me queda al lado, me espera que termine, como hace con el nene. Sus pies no se mueven. Cuando encuentra una bolita alejada me la va a acercar para que la vea. Va a cambiar el agua y acomodar el almohadón. Me va a mirar mientras encuentro la posición que más me gusta.
Duermo adentro desde que él se fue.