La última vez que Jorgelina había entrado a la casa de la Jujuy 1121 fue cuando vivía su papá, hacía dos años. Había vivido ahí gran parte de su vida y vio su transformación: de hogar a basurero. El día del velorio de su papá, su hermano Carlos dejó de atenderle el teléfono, desconectó el timbre y puso una barra de hierro atravesando el marco de la puerta de entrada de la Jujuy. Jorgelina no supo nada de su hermano durante dos años y lo siguiente que supo fue que también estaba muerto. La policía encontró el cuerpo con una libreta de teléfono tirada al lado y un arma en la mesa ratona. Un vecino dio aviso. Debió ser el olor.
Esta vez, cuando abre la puerta, el halo de luz que entra desde la calle interrumpe la oscuridad del interior, dejando entrever cientos, miles de partículas de polvo suspendidas, impulsadas por el nuevo aire, reflejando la luz como una bola de boliche. Mientras avanza por el pasillo de entrada, sacude con la mano un olor que brota de los pisos y de las paredes húmedas, de la oscuridad, de los líquidos que había emanado su hermano Carlos.
Alguna vez escuchó que los olores son partículas que vuelan y la idea de tener partículas de Carlos en la nariz le da náuseas. Se apura a abrir la puerta que conecta la cocina con el patio. Necesita tomar aire. Le cuesta salir y cuando lo logra se da cuenta de que nada tiene sentido porque el aire del patio es peor que el de adentro. Ahoga primero una arcada y después vomita con inercia el desayuno y las partículas de su hermano, que aterrizan en el piso, en sus zapatos, en la esencia de la casa. Vuelve a la cocina y se enjuaga la boca. El líquido amarillo se diluye con el agua y se va por el desagüe, entre restos de comida llena de moho.
Cuando logra recuperarse, se pone guantes de goma y empieza la limpieza. Abre todas las puertas y ventanas que dan al exterior y camina por los pasillos finitos que quedan libres entre las cosas acumuladas, con la libreta de su hermano en la mano, haciendo un inventario de objetos rescatables:
- 31 cajas de revistas (Fierro, Gente, Noticias)
- 2 colchones de 1 plaza / gris / lamparón de humedad? grasa?
- Sillón de 1 cpo / tapizado rasgado / vomita goma espuma
- Televisor tubo / 24 pulg (creo)-moto?
- 1 juego comedor caño / cuero agrietado negro -el piano c/ banco redondo.
La cabeza se le comprime y quiere frenar por un rato, pero necesita terminar cuanto antes y salir de ahí. El aire del patio y el de la casa son uno solo: aire de boca húmeda. A Jorgelina le sorprende la falta de ratas en ese basural al que su hermano llamaba casa.
Deja la libreta, empieza a recorrer el living tirando basura en automático y se acuerda del día en que en su casa habían comido caracú en esa misma mesa que ahora vaciaba de recipientes de delivery.
Ese día, el padre dejó el caracú en la mesada de la cocina y después sintonizó una carrera de autos sentado en el sillón. La madre se acercó, le hizo una pregunta al oído y él respondió que no, negando con la cabeza y cerrando los ojos. Cuando la cena estuvo lista, comieron en silencio. La radio se escuchaba bajita, de fondo. La carrera ya había terminado y sonaba una canción de tango. El padre se levantó de la mesa para subir el volumen y le extendió una mano en el aire a la madre, que lo miró con una media sonrisa y aceptó la invitación. Se balancearon unos minutos al ritmo de la canción, pegados. Jorgelina fue corriendo a bailar con ellos, aferrada entre sus piernas. Carlos ya se había ido a la habitación con el gato a cuestas.
Al rato, la madre arropó a los hermanos en la cama y se fue a su cuarto. Jorgelina empezó a escuchar a sus padres, a lo lejos, hablando. Se preguntó si era una de esas veces en las que solo hablaban, o si era de las otras en las que todo terminaba en gritos. Se puso de costado, se tapó la oreja con la almohada y pidió:
—Dios, haceme que me duerma rápido.
No pudo, y a los pocos minutos los gritos atravesaban su almohada. Fue al living a distraerse. Vio el piano, abrió la tapa y tocó las teclas despacio. Eran suaves y frías. Nunca antes las había tocado. Acarició con la yema de los dedos todas las teclas hasta que, sin querer, hizo sonar una. Pensó que alguien vendría a retarla pero los gritos no paraban. Entonces apretó otra, y otra, hasta que lo que tenía en la cabeza eran sonidos del piano y no gritos, y después sintió la mano pesada de su padre sobre su hombro y su voz gruesa diciéndole que se fuera a dormir.
Al otro día, cuando Jorgelina se levantó, la madre le dio un beso en la frente y un jarro de Toddy caliente que ella dejó en la mesa del living. Quiso sentarse de nuevo en el piano pero cuando abrió la tapa el espanto la tiró del banquito redondo. La madre llegó alterada por el golpe y vio a la rata sangrando sobre el piano. Hilos de sangre, ya secos, caían entre las teclas. “Raúl, ¡vení para acá! Este gato de mierda”, gritaba la madre sin moverse de al lado del piano pero enfocando la voz hacia su habitación. El padre salió del cuarto preguntando “¿qué es este quilombo?”, agarró la rata de la cola y la tiró en la calle. En ese momento Carlos salió de la habitación y se sentó a la mesa. El padre se sentó al lado y le hizo un mimo en la cabeza mientras Carlos se tomaba el Toddy de su hermana, mirándola fijo.
Desde la escena de la rata hasta la muerte de la madre habían pasado unos pocos años, quizás cinco. Jorgelina no se acuerda de todo pero sí de los últimos meses, de los vómitos en el baño, de los trapos ensangrentados que descolgaba de la soga, del desfile de médicos en su casa, del pañuelo de su madre, de aprender a cocinar con el libro de Doña Petrona para darle de comer a su papá y su hermano. De su padre ausente, cada vez más ausente, de la gente besando a su padre que lloraba apostado al lado del cajón cerrado. Niños correteando por ahí, todos vestidos de negro, adultos tomando café. De su hermano solo, en la calle, mirando desde abajo los ventanales de la sala velatoria.
A Jorgelina le suena el celular pero no atiende, no tiene ni manos ni ganas. Ya perdió la cuenta de cuántas veces salió con bolsas llenas de la cocina al container. ¿Su hermano tenía un gato? ¿Por qué no había ratas? Sale al patio a seguir con la limpieza. Ve la moto y piensa que quizás puede ser una buena idea. Arreglarla, aprender a andar, dar vueltas por ahí. Jubilarse joven, vender la casa de La Jujuy, vivir de ahorros, total, ¿qué le queda? Se asoma al cantero y solo ve colillas de cigarrillo y tierra seca en la que no podría prender ni un yuyo. Empieza a agarrar las colillas una por una con los guantes puestos.
Se acuerda de cuando vivía su mamá y en ese cantero había flores de colores y plantas aromáticas.
Se acuerda de cuando La Jujuy era una calle era de tierra, ancha. Las veredas se levantaban apenas unos centímetros de la calle. En verano la arena parecía apelmazarse por la humedad y los días de lluvia todo era un gran barrial. Y en los inviernos secos y largos, la arena de la calle se mezclaba con el humo y la ceniza de la zafra. La Jujuy, el patio del barrio, el arenero de animales, el barrial de carnaval.
Se acuerda de un día en que la Miry le había golpeado las palmas para invitarla a jugar en la calle. Su mamá ya estaba muerta así que Jorgelina le pidió permiso a su papá. Salió sin esperar la respuesta, y Carlos salió atrás. Cuando vieron al hermano, las amigas se miraron y levantaron los hombros.
—Ya que estás ahí, ¿por qué no nos sostenés el elástico? —le dijo la Miry.
Carlos asintió y cumplió por unos minutos. Después las dejó a la mitad del juego y se fue corriendo con los pies descoordinados.
—¿A dónde va? —le preguntó la Miry.
—Ni idea —respondió Jorgelina.
A los minutos lo vio, desde el rabillo del ojo, entrando a la casa. Después de un juego completo de elástico, el padre se acercó a la puerta, pegó un chiflido y Jorgelina entró a la casa. Cuando fue a la cocina a lavarse las manos y ver qué había para cocinar esa noche, miró hacia el patio y vio a su hermano cavando un pozo en el cantero. Arqueó la cabeza, se puso en puntas de pie para ver mejor y se dio cuenta de que Carlos estaba enterrando un gato que nunca antes había visto.
Un trueno anticipa la tormenta. Se apura a irse. Arrastra las bolsas llenas de colillas y tierra muerta hasta la puerta. Con fuerza, las revolea dentro del volquete. Se masajea el hombro. La vecina bruja le dice que a ella le duelen los hombros por la cantidad de cosas que se carga encima. De distraer a su madre de su matrimonio cuando era una nena, de levantar a su padre después de la muerte de su madre durante su adolescencia, de lidiar con su hermano toda su vida, y ahora de limpiarle la casa como quien limpia el rastro de una escena del crimen. Uno sin castigo.
Vuelve a entrar a la casa y va derecho a la habitación que había compartido con su hermano, lo último que le quedaba por limpiar. Mira las montañas de ropa y cosas agolpadas en las esquinas, formando como monstruos que asustan en la oscuridad. Piensa en que el único que debería haberse dado cuenta de todo a tiempo era su padre, pero Carlos nunca hizo nada que dejara rastros, nada que pudiera incriminarlo, nada que pudiera hacer que el padre lo viera. Ni la rata, ni el gato, ni las miradas, nada.
Como nunca vio, nunca creyó. Ni lo que pudo haber parecido travesura hasta lo que no lo fue. En esa habitación podrida y llena de monstruos de ropa arrumbada ahogó gritos y llantos de dolor. Ahí mismo había decidido irse de esa casa para siempre y ahí mismo decide, en ese momento, que no puede seguir con la limpieza. Al menos por ese día.
Sale a la vereda a respirar el aire nuevo mezclado con la calma de haber ordenado casi todo, menos la habitación. Se apoya en el volquete mientras busca el teléfono para reemplazarlo porque ya se había llenado. Se para frente a la casa a mirarla. A veces se queda mirando cosas en silencio. Contempla y piensa, que cree que es lo único que sabe hacer bien: pensar. Y lo hace bien porque lo hace todo el tiempo, sin pausa. Mientras habla con los muchachos para coordinar la hora, un gato salta desde el volquete y camina hacia la puerta de La Jujuy. Antes de entrar, la mira por última vez.