Como cada lunes, recorre la casa cumpliendo un ritual. Controla baño, cocina y dormitorio. Cada reinicio comienza desde el living. Revisa el orden de la porcelana, equidistante entre el Mondrian y el Kandinsky. Los almohadones, alineados sobre el sillón de tres cuerpos, desfilan en un degradé que empieza azul francia y acaba gris profundo sobre el extremo opuesto. La escena afirma que nada ha ocurrido allí. Aun así, prefiere no tomar riesgos e inicia un nuevo repaso.
Como cada lunes, baja las persianas y cierra con llave y pasador. El atizador cuelga de la chimenea. Faltan tres horas para que llegue la visita y el mínimo desvío puede disparar el horror. Su cabeza confunde antes con después y el tiempo se deforma entre sus dedos. Una nueva ronda agrega limpieza de vidrios y reubicaciones precisas. Levanta la vista y resopla con alivio; los cuatro tomos de las obras completas de Trotsky reposan en el segundo estante de la biblioteca. Están donde deben estar. Se sienta en la mecedora y el balanceo lo apichona. Se permite flotar y hasta sentir que los murmullos en su cabeza se detienen, al menos por un instante. Duda si realmente es él o apenas su imagen sobre el espejo. Lo invaden recuerdos otras esperas en esa misma silla y el labio le tiembla desacompasado. Salta eyectado y gana el pasillo de mármol a la carrera. Pasa por la heladera que nunca se debe abrir y llega hasta la segunda, dedicada a conservar los tuppers. Siete herméticos, de siete colores diferentes, guardan siete viandas para cada uno de los días de la semana por venir. Ubicuos, respetan la progresión. Libera un nuevo resoplido y el labio parece serenarse.
Marcha a paso firme hasta el baño de azulejos verdes y cortina a cuadros. Vuelve a ducharse. Necesita sentir que el agua lo recorre y santifica. Elije las prendas del cajón de los lunes: pantalón de gabardina azul, camisa blanca almidonada y medias azules tres cuartos. Ciudadela. No sabe usar otra marca. Pero, al salir del dormitorio, al moverse por la opacidad de la sala donde ocurrirá el encuentro y al vigilar cada detalle del ritual, se la choca de frente.
No entiende cómo pudo pasarla por alto y se flagela golpeando una y otra vez la cabeza contra el marco de la puerta. ¿Cómo no haberla visto antes? Insondable, en pleno living comedor y deformando la pared empapelada con motivos a rombos grises, lo acecha una mancha.
Es poco más que un punto. Algo así como un borrón rojo pálido que reinventa sus formas según cómo se lo mire. Hasta huele distinto. Vista de frente, la mancha crece y se viste de espectro encapuchado que todo lo juzga. Pero al acercarse hasta rozarla con los dedos, el dibujo se evapora y desaparece. Como si nunca hubiese estado ahí. Basta retroceder unos pasos para que regrese de la muerte, ahora con el inequívoco perfil de un nene al que le falta un ojo y el otro le baja desde el hueco de la cara. Intenta alejarse pero la mancha ejerce un magnetismo. Apenas veinte minutos lo separan de la inminente llegada. Correr muebles o intentar cubrirla con un cuadro no son opción. No soportaría semejante desarticulación del espacio. Pero tampoco puede permitirse que el invitado presencie una imperfección tan evidente. “Ni siquiera sos capaz de limpiar una mancha…”
Siente que la mancha lo llama y trata de engañarla. Hace como que va al dormitorio pero frena en seco, gira, y corre para el lavadero. Estropajo, puloil, lana de acero, lavandina. Suprimir el error. Sus ojos titilan y el cuerpo se le empapa en un sudor helado. Ya no tiene dudas. Es ella. La mancha lo llama por su nombre. Como si fueran viejos conocidos. Una y otra vez. Faltan diez minutos y descontando. La cepilla con violencia, la raspa, la friega. Frota como quien sabe que su vida depende de poder sacarla.
Pero, cuanto más lo intenta, cuanto más trata de borrar lo que ya pasó, tanto más desafiante es su regreso. La sangre se huele en el aire y el dibujo chorrea un rojo viejo que se funde con hilos frescos y rutilantes. La pared parece escribir palabras.
La imagen lo ataca como el animal que escupe su rabia. Lo envuelve y se le retuerce en el cuello. Lo estrangula marcándole las venas. Se le mete por la nariz y lo mastica hasta tragarlo. Ya está adentro de la pared. Cuando sólo un par de piernas flacas siguen paradas en la casa y siente el resto del cuerpo atrapado en la mancha, el sonido del timbre lo sobresalta. Es un chirrido metálico y acusador. Sólo la visita sabe hacerlo sonar así. Él y la casa giran.
Se resiste, pero el cuerpo lo arrastra hasta la entrada. Antes busca lo que va a necesitar. Sabe que sucederá, ya pasó demasiados lunes. La casa es una pesadilla, el living está deshecho y él también. Infla los pulmones y hace su mejor esfuerzo por controlar el temblor en el labio. Se toma un segundo antes de girar las dos vueltas de llave y correr el pasador. Otro segundo y abre la puerta de un tirón.
La visita entra sin saludar, avanza y se pasea con la autoridad del acreedor. Relojea el desalineado aspecto de la casa y se regala una risa burlona. Controla baño, cocina y dormitorio. Se adentra en el living. Inspecciona la simetría de los cuadros y se ubica frente al sillón de tres cuerpos. Desliza la vista hacia la biblioteca y fija los ojos en el segundo estante. Niega una y otra vez con la cabeza esperando una respuesta que no llega. La ausencia es evidente. Un vacío se abre espacio entre las obras completas de Trotsky. De espaldas al dueño de casa, se apropia de la sala y espera la tartamuda justificación.
Con el rabillo del ojo, alcanza a ver como el lomo de un libro y una piqueta se le abalanzan. Sin tiempo para reaccionar, una sucesión de golpes somete la cabeza del invitado. Su cráneo se deforma hasta reventar salpicando la perfecta pulcritud de la pared del living.Recién entonces y como cada lunes, una horrenda mancha roja comienza a dibujarse. Lenta y cargada de furia, distrae la gris anemia del empapelado a rombos.