Damián abrió una de las puertas traseras del auto y yo acomodé la caja debajo del asiento delantero. Quise cuidar del movimiento algo presuntamente frágil. Estaba hecha con un cartón suave al tacto, de color verde pastel delicado y tenía una tarjeta beige en la tapa con un “Damián y Franco” escrito a mano. La magia también necesita de buen marketing, pensé.
Una canción de Jorge Drexler creaba un clima enrarecido de falsa tranquilidad en el viaje de vuelta así que apagué el estéreo. Nos quedamos sólo con el zumbido del motor y las ruedas sobre el asfalto de la 215. El paisaje ya había dejado de ser rural para transformarse en zona de casas amplias de barrio cerrado y pronto empezaría a volverse más y más denso, a medida que nos acercáramos a La Plata.
—Me tranquiliza un poco la caja —le largué a Damián mirando por la ventana.
—¿Por?
—El tamaño, digo.
—¿Cómo es eso? —aunque yo no lo miraba, me di cuenta que estaba sonriendo.
—Y, ahí no creo que entren ni un par de zapatillas. Por un momento tuve miedo de que viniera una gallina para degollar o algo así.
—¿Vos degollarías una gallina por amor?
Me di vuelta y me tomó por sorpresa no encontrar ni un rastro de sorna en su cara.
—Qué tarado que sos —contesté cruzándome de brazos, abatido.
—Yo no pensaría tanto en qué hay adentro. Aparte Santino no haría algo así, es vegano —concluyó Damián antes de prender de nuevo el estéreo.
Tenía mis dudas sobre casi todo lo que Santino era, incluso sobre si realmente se llamaba así. Su manera de mostrarse estaba demasiado cuidada como para no suponer que su nombre también era una construcción. Recordé los tatuajes: uno en el antebrazo izquierdo que rezaba “Un pasado”, otro en el derecho con “Mi futuro” y, a través del sweater con escote, un tercero de un sol y una luna en estilo maya que, supongo, simbolizaban el presente. Hablaba arrastrando palabras suaves y rasposas, acompañadas por el movimiento de unos bucles perfectos en su cabeza. Podía tener veinte años o cuarenta y siete. Y, además de todo, era vegano.
Damián lo había conocido por una compañera de trabajo que testificaba haber recibido en su pareja “efectos inusitados”. Yo no sabía bien cómo sentirme con ese adjetivo. Me llamaba más la atención todo el resto de la conversación con la fanática. Detrás del agnosticismo respetuoso de Damián se escondía un desdén hacia toda cuestión esotérica y, sin embargo, ahí estaba, convencido y convenciéndome de que una macumba era la respuesta a eso que andaba mal. Yo no podía creer que la voz le temblaba cuando, un sábado por la tarde volviendo de un asado, me planteó la posibilidad de visitar a Santino. Lo imaginé de camino a algún bar con la compañera de trabajo, llorándole nuestro sexo malo o escaso, nuestras salidas aburridas y nuestras conversaciones sin nada por descubrir. Lo pensé infeliz y no pude hacer otra cosa que ceder y acompañarlo.
Santino nos explicó que él no era brujo ni médium, sólo un facilitador de las fuentes.
—Y, por esa razón, no me corresponde estar presente en su episodio. Este encuentro preliminar sirve para lograr un entendimiento mejor del orden necesario para la activación —Santino mantenía una sonrisa leve y constante mientras hablaba—. Igualmente, si se quedan con dudas, me pueden consultar por mensajito de Whatsapp luego de que les envíe las instrucciones.
Yo ahogué una risita ante la expresión mensajito de whatsapp entre tanta pompa y tanto incienso en esa casa quinta llena de almohadones. Damián me pellizco un codo para callarme.
Al entrar al departamento, dejamos la caja sobre la barra desayunadora de la cocina. Iñaki saltó para olfatearla. Le perdió el interés en seguida pero igual le dimos un sobrecito sabor sardina para que no anduviera frotándose contra nosotros.
Damián le mandó un “Ya estamos” a Santino por Whatsapp y nos pusimos alrededor de la caja. Saqué la tapa en cámara lenta, forzando una calma mal actuada. Damián alternaba entre mirarme a mí y al cartón verde pastel.
Nos quedamos mirando el contenido estéticamente distribuido con nuestras cabezas casi chocándose: un colchón de flores secas que sostenían dos vasitos de barro color café, dos platitos amarillos, una vela roja y otra blanca, una tela aterciopelada beige y un hilo violeta atado a una aguja. Nos sacó de la contemplación la alerta de mensaje en el celular de Damián. Era Santino, obviamente, que había tardado menos de un minuto en responder.
—Qué servicio.
—¿No te sentís cuidado? —contestó sonriendo Damián mientras leía.
Las instrucciones para la Poción de Ampliación Vincular estaban redactadas en una prosa instructiva, mística y prolija, con un emoji que aminoraba la tensión al final de cada inciso.
Todavía parado en la barra desayunadora, me quedé armando un caminito de flores secas sobre la tela extendida y cuidando de “intercalarlas de acuerdo al grado de marronitud para hacer fluir de manera no expulsiva las toxinas”. En el fondo la actividad me empezaba a entusiasmar.
—Esto tiene algo de lúdico —comenté con la vista fija en los pétalos.
—Las estás acomodando re bien, digno de vos.
—Siempre obse, ¿no?
Damián volvió a la barra con las velas encendidas y pegadas con su propia parafina a los platitos amarillos. Las dejó en laterales opuestos de la tela.
Todo lo siguiente requería coordinación. En una cacerola pequeña (que no vino incluida) pusimos un litro de agua al fuego. Cuando aparecieron las primeras burbujas, juntamos entre ambos el camino que yo había armado. Desde un extremo Damián, y yo desde el otro, comenzamos a arrastrar las flores hacia un punto de encuentro hasta que nuestros dedos se enredaron como una canasta. Hicimos un pasito coreografiado desde la barra hasta la cocina y dejamos caer las flores en la cacerola cuando nuestros dedos se desataron sobre el agua humeante. Después llegó el turno de la foto.
Antes de ir a buscar la caja a lo de Santino, él había pedido que tuviéramos a mano nuestra foto favorita. Damián propuso la de Machu Picchu y yo acepté. Fue poco honesto de mi parte. Salíamos sonrientes, con el mejor fondo del mundo y sin una pizca de intimidad. Una foto de living con la que es imposible encariñarse de verdad. Mis favoritas eran en las que salíamos despeinados, con los ojos chinos o la nariz grande por estar riéndonos de cualquier cosa. Fotos que no solían exponerse, sino guardarse. Fotos celosas, pensé. Tenía la sospecha de que la elegida iba a terminar destruida y no tuve ganas de romper algo que me gustase de verdad.
Anudada al hilo violeta, la foto fue a parar al agua hirviendo. El papel reaccionó al calor y nuestras caras sonrientes parecieron abollarse. Dos minutos sosteniendo el hervor y la poción estaba lista.
Miré el té sin colar en mi cuenco con unas pocas flores flotando. Estuve a punto de proponer un brindis, pero me contuve porque me pareció que Damián había tenido ganas de llorar. De un trago y mirándonos a los ojos, bebimos. No estaba rico.
Le invadimos el sillón a Iñaki y esperamos a ver qué pasaba. Las instrucciones de Santino concluían con que buscáramos un lugar calmo y familiar para dejarnos llevar por la experiencia. El gato, en vez de irse, comenzó a ronronear buscando mimos, lo cual tomé como una buena señal.
—Como que tuvo toda una lógica el proceso, ¿no? —dije bastante animado.
—Claro, por los colores de los elementos que usamos.
—¿Qué tienen los colores?
—Cada color representa algo.
—¿Según el Ministerio de la Magia? —consulté tentado.
—Algo así, depende —siguió Damián sin inmutarse—. Hay convenciones y después está lo que te despierta a vos íntimamente.
—¿A vos que te despertó?
Damián se puso a acomodar la medallita del collar de Iñaki. Yo frotaba insistentemente una mano por la tela de mi pantalón. Comenzaba a molestarme escuchar mis propias exhalaciones.
—¿Vos de qué lógica me hablabas? —repreguntó Damián.
—Cooperación. Primero hicimos cosas separados y después de a dos, pero en cierto punto siempre estuvimos trabajando juntos. Fue lindo.
Me escuché demasiado ensayado pero Damián sonrió, cerró los ojos y se desparramó en el sillón como buscando hundirse ahí. Lo vi joven, a pesar de la ropa de señor dominguero. Decidí pararme.
—¿Y si miramos una serie mientras tanto? —propuse efusivo.
—¡¿Qué?! —Damián abrió los ojos de repente.
—O cualquier cosa, un documental de fondo sino, para matar el tiempo.
—¡No!
—Bueno, perdón.
—Es que no se trata de matar el tiempo esto.
—Para mí tuvimos un momento recién, qué sé yo, de última decime de qué se trata “esto”.
—¿Un momento?
Me di cuenta de que no podía dejar de caminar alrededor de la mesa ratona. Quería plantarme, quería pelear, pero mi cuerpo me decía que si frenaba el paso iba a derrumbarme al instante.
—Sí, un momento que parece que no tenía nada que ver, así que mejor explicame vos.
Me raspé la garganta al hablar. No encontraba las palabras. Tuve ganas de llorar.
—Contame el momento —me desafió Damián.
—Yo hablando de cooperación y vos de colores, ese momento. Decime de qué se trata, dale.
—Ah bue.
Iñaki escapó corriendo hacia el cuarto. Damián transpiraba. Estábamos agitados.
—¡Mandale un mensaje a Santino para decirle que esto es una mierda! —largué y me desplomé en frente a la mesa ratona— ¡Y que me explique de qué se trata con emojis, de paso!
Un hilo de sangre me recorría el antebrazo. Me había cortado con la punta de la madera al caer. No tenía fuerza, me costaba levantarme. Damián se fue tambaleando al baño. No lo escuché salir de ahí, pero lo vi.
Lo vi con 23 años iluminado por el sol de una tarde otoñal. Vi mi mano y era la de alguien de 85, con venas hinchadas y manchas en la piel. Lo vi pensando en mí y en un viaje al norte. Me vi acumulando datos durante años sobre sus canciones favoritas, la cantidad de personas con las que se había acostado antes que yo y la manera en la que le gustaban las tostadas. Nos vi con más amor que deseo. Vi todo, todas las posibilidades, las que fueron, las que no y las que fueron a medias. Yo decidiendo no volver a verlo después de nuestra segunda cita. Él en Italia casado con una mujer. Nosotros en una fiesta y charlando con el sol matinal detrás nuestro. Me vi mirando el río Limay solo. Vi una soledad que hace que toda la gente se parezca. Él cogiendo con Santino entre los almohadones de su casa. El desvanecimiento de la inquietud. Yo coqueteando con un mozo en el momento que él va al baño de un restaurante. Viajes en auto. Duchas juntos después del sexo. Inversiones de plata pensadas en pareja. Una discusión sobre adoptar hijos en una estación de servicio. El aburrimiento de un martes a la noche. El primer día de Iñaki en casa. Damián tendiendo la cama. Me vi aceptando la monogamia. Nos vi siendo arrojados al mar juntos, hechos cenizas. Él estrangulándome con lágrimas en sus cachetes. Yo despidiéndolo en un aeropuerto. Nos vi corriendo de la policía. Lo vi irse. Lo vi volver con gasas para mi brazo. Lo vi subirse al auto y no volver jamás. Lo vi nunca haberme conocido. Lo vi quedándose conmigo. Lo vi transformarse en una flor seca, acomodada en fila con otras flores secas sobre una barra desayunadora.