Es uno de esos momentos inevitables para cualquier madre. De los que una espera, pero al mismo tiempo no quiere del todo que lleguen: son una cachetada del tiempo, que se encarga de que no te olvides de su paso vertiginoso. Por lo general, evito pensar en ellos hasta que me toman por sorpresa. Nadie me preparó para lidiar con estas cosas y yo, aunque ya me tocó atravesar unas cuantas, no termino de aprender a encararlas.
Esta mañana fui a tender su cama y encontré, debajo de la almohada, un diente caído. Estaba guardadito adentro de una especie de sobre improvisado a partir de una hoja de cuaderno. En los renglones de la parte interior había dibujado un ratón. Algo en eso me resultaba perturbador; quizás la mancha de sangre que el diente dejó sobre la hoja, pensé. Hasta que noté que el ratón no tenía ojos.
*
Aún recuerdo como si fuera ayer el día que se le cayó el primer diente. Su cara estaba desencajada por un terror profundo. Es que, un poco, parece cosa de ficción: un montón de huesos se caen y son reemplazados por otros que están esperando para salir, que en algún momento empujan a los huesos viejos para usurpar su lugar.
A mí nunca se me había ocurrido que iba a tener que explicarle que así es la vida, que los dientes de leche se caen, que es lo normal para cualquier ser humano. Que luego, en lugar del que se cae, aparece uno nuevo. Esa primera vez, él me preguntó si eso también funcionaba para otros huesos, si algún día se le caería un pedazo de un dedo del pie o de una oreja. Le respondí que las orejas no tienen huesos.
Enseguida me acordé de hacerle saber, como corresponde, que hay unos ratones especiales que pagan unos buenos pesos por los dientes caídos. Basta con dejar el diente debajo de la almohada al acostarse, le dije, porque esos ratones trabajan cuando nosotros dormimos. No me lo cuestionó. Al otro día encontró el billete que recompensaba su momento traumático, y poco después se hizo sentir el nuevo hueso que ocuparía el lugar vacío.
Para la caída del segundo diente, la dinámica estaba clara y el miedo no existía más.
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Cada nuevo diente que se cae significa unos pesos extra para gastar en sus golosinas favoritas en el kiosco de la otra esquina, que es su única salida semanal. El kiosquero nos conoce y tiene clara esa situación; se encarga de mirarlo desde la ventanilla del kiosco hasta que sabe que yo puedo verlo desde la puerta de casa, donde lo espero.
Cada semana él vuelve ya con alguna golosina metida en la boca y me da un abrazo pegajoso. Después me agradece por ser la mejor mamá del mundo y me regala algún caramelo que eligió especialmente para mí porque sabe, o cree, que me gusta.
La vez pasada volvió de su paseo y me dijo, entusiasmado, que de lejos vio a otro niño como él, que no se acercó porque ya sabe lo peligroso que sería eso, pero que se dio cuenta de que a ese niño también le faltaban dientes. Me alivió mucho confirmar que todavía mantiene el miedo al riesgo, porque quiere decir que todavía no llegó otro inevitable momento: ese en el que dejará de confiar en lo que digo y de hacerme caso, en el que voy a dejar de tener secretos y pasar a tener problemas.
Me dio otro abrazo y un caramelo de menta. Los odio, pero forcé una sonrisa y acepté.
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Yo guardo sus dientes en una cajita porque es lo que hacen todas las madres, aunque no sé qué se supone que hay que hacer con eso. No sé hasta cuándo hay que guardarlos ni para qué; solo que hay que hacerlo. Pero eso no es nada: lo difícil es tener que guardar este secreto, además de todos los otros, y encima encontrar la forma de intercambiar diente por plata sin que él se dé cuenta. Siempre me siento verdaderamente un ratón: furtiva, cautelosa, buscando que el humano no me descubra.
Ubicar el diente sin despertarlo a él me costaba demasiado, así que un día, charlando como si nada, le planté la idea de que lo guardara dentro de alguna otra cosa para que el ratón lo encontrara más fácil. Funcionó tan bien que incluso creyó que la idea era suya. Hasta ahora, hasta el ratón sin ojos en la hoja de cuaderno, él guardaba para esto los envoltorios de sus caramelos favoritos.
Desde esa conversación, cada vez que se le cae un diente, espero su momento de respiración más profunda para tantear debajo de la almohada hasta sentir la textura del envoltorio, que intercambio con rapidez por el billete. (Las monedas están descartadas; ya me dieron un buen susto, por suerte sin consecuencias, con uno de los primeros dientes.)
Luego, subo al altillo, destrabo el clóset y busco la cajita, que tiene forma de mandíbula, si la mandíbula fuera extraída del cráneo y estirada hasta quedar horizontal. Me represento la imagen de su boca, que conozco mejor que la mía propia, y guardo el diente en el lugar que le corresponde. Cada momento de estos se siente un paso más hacia el final de una colección que ni siquiera buscaba tener. Me cuesta entender esa sensación de logro, no sé de dónde sale, no sé qué gano completando ese rompecabezas macabro, pero lo hago.
Después, siempre es igual: sacudo la cabeza para salir del trance, guardo la cajita, tranco el clóset y salgo rápido del altillo, sabiendo que casi no voy a dormir por el resto de esa noche, porque voy a despertarme habiendo soñado algo que no recordaré bien pero que habrá incluido sombras oscuras y ruidos de clac-clac-clac y marcas de mordidas en la piel, pero de mordidas horizontales que todavía tienen algunos huecos.
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Ahora, sentada en la cama que sigo sin tender, el dibujo del ratón sin ojos me busca la mirada. Escudriño la habitación a ver si él está por algún lado. Creí que tal vez lo descubriría escondido en el espacio que queda entre el placard y la pared: su lugar favorito. Pero él crece todavía más rápido que lo que se le caen los dientes, y ya casi no entra en ese espacio. Hace poco tuve que sacarlo a la fuerza.
¿Qué otro recoveco habrá encontrado? Esta madrugada escuché su paso pesado, tan poco característico de un niño de su edad, bajando los escalones hacia el sótano. Sería raro que buscara refugio en el mismo lugar a donde lo mando cuando lo pongo en penitencia, pero supongo que quedan pocos espacios en esta casa de los que adueñarse. A mí, por lo menos, todavía me queda el altillo. Pero la casa está demasiado silenciosa y del sótano no llega ningún indicio de movimiento. Temo que otra vez haya encontrado la manera de irse. No me permito temer que quizás esta vez no vuelva.
Poso la vista en la foto que cuelga de la pared del pasillo, lo único que adorna nuestra casa, lo primero que se ve cuando se entra. Igual nadie entra. Somos él y yo. En la casa y en la foto. En la foto, él, recién nacido; yo, recién parida. Él llora y yo sonrío.
Ahora, yo lloro mirando la foto.
Él se fue a dormir ayer y dejó su diente y, cuando se despertó, vio que ningún ratón vino a buscarlo.
*
No sé por qué lo de ayer fue distinto. Podría jurar que la secuencia fue la de siempre, que mi fuerza fue la de siempre, que su resistencia empapada de resignación fue, también, la de siempre.
No sé, entonces, cómo fue que esta vez levanté la almohada y me encontré con el sobre improvisado, con el ratón sin ojos manchado con sangre, con este diente para el que no hay un lugar en la mandíbula horizontal de madera.
No sé cómo decirle que no hay hueso nuevo que reemplace este, ni billete que pueda retribuirle un diente arrancado por su propia madre.
No sé cómo decirle que el ratón soy yo.
Abro la mano que encierra el diente. La piel de mi palma está marcada. Debo haber estado apretándolo.
Miro de nuevo la hoja de cuaderno, arrugada en mi mano transpirada. El rastro de sangre contrasta con el blanco y azul que dominan la hoja. El ratón parece moverse.
Presiono con la hoja el diente sobre mi otra mano, en el lugar donde está la marca. Fuerte, fuerte, quiero que traspase la piel, que se quede guardado adentro.
No sé cómo decirle que ahora tengo que dejar de ser el ratón.
Me refriego el diente por la cara. Lo pongo sobre mis labios, sobre mis dientes. Lo guardo entre la encía y la mejilla y presiono desde afuera hasta que siento el sabor de mi propia sangre. Escupo el diente sobre la hoja de cuaderno, que se pinta con otra gota. El ratón dibujado se ganó ahora unos desparejos ojos rojos con los que mirarme.
Me vuelvo hacia la foto del pasillo una vez más. Ahí, él llora y yo sonrío. Él llora, yo sonrío. Yo sonrío. Yo sonrío.
Acá, yo lloro.
Si vuelve (va a volver, va a volver, siempre vuelve), tiene que estar a salvo del ratón.
Subo al altillo. Destrabo el clóset.
Revuelvo la caja de herramientas.
Encuentro la tenaza.
Si vuelve (cuando vuelva), va a ver el hueco que espeja su hueco. Lo voy a abrazar y vamos a hacer la ofrenda juntos, su diente y el mío, su hueco y el mío, esperando que el ratón la acepte y no vuelva a aparecer. Nos vamos a sacar una nueva foto para poner en el marco del pasillo, esta vez los dos sonriendo con nuestros huecos idénticos, y vamos a ser esos de ahí en más, para siempre.
Si vuelve (por favor, que vuelva), lo voy a dejar subir al altillo. Puede ser su lugar ahora. Yo ya no lo necesito.
Abro la boca.
(Por favor, que vuelva.)
Me paro frente al espejo.
(Que vuelva. Que vuelva.)
Respiro hondo.