Hace poco me enteré de que los sifones de soda no se fabrican más. Hay miles en el país, pero los que están son los últimos, los viejos, los que quedaron. El dato me llenó de angustia sobre todo porque la soda siempre estuvo presente en mi vida y en la de mis primos. Mi abuelo era contador y si bien tenía su propio estudio en la casa, también le “hacía los números” -como decía él- a la sodería más grande de Luján.
El sifón era un clásico infaltable en la mesa de mis abuelos. Todos los días de la semana íbamos a almorzar después del colegio y él nos insistía en que probemos la soda. La probamos muchas veces, y él sabía que “probar” se prueba una vez, pero seguía utilizando la palabra para tratar de engañarnos y lograr su cometido. Y lo consiguió cuando nos explicó que el sifón era un elemento mágico, porque convertía el agua -que de por sí era aburrida- en agua con chispitas. Y eso sucedía por el simple hecho de apretar la manija. Era una máquina de otro mundo en la mesa al alcance de la mano. “Pero me raspa la garganta” me quejé una vez. “¡Excelente! Eso es lo que tiene que pasarte”, me contestó.
Mi abuelo era un personaje en sí mismo, no era de esos que pasan desapercibidos. Llegaba a un lugar en auto y tocaba cuatro bocinas de manera que todos sabíamos que era él. Lo mismo pasaba con el timbre o con los golpecitos en la puerta. Y ojo, porque si yo o cualquier otra persona intentábamos imitarlo, no lo lográbamos. Era una especie de tiempo perfecto que se repetía cada vez como una firma.
Yo tendría 5 años cuando me pidió que lo acompañe al lavadero de la casa donde había una pared con estantes que funcionaba de alacena. Me alzó a upa y me mostró el espacio de los cafés de filtro. Me preguntó si veía algo raro y yo negué con la cabeza, pero de pronto, de costado, sacó una tableta de chocolate camuflada por mismo color dorado y marrón del paquete de los cafés. “A partir de ahora este va a ser nuestro otro secreto”, me dijo. Por orden médica le habían prohibido consumir azúcar y mi abuela no podía enterarse de esto ni de que cada vez que me llevaba al colegio, pasábamos por el kiosco de Orlando y él frenaba para volver con un bocadito de menta para él y un Marroc para mí.
Cada vez que pasaba a visitarme por mi casa, hacía alguna de las suyas. Si yo estaba haciendo la tarea y me levantaba a buscar algo, cuando volvía, me daba cuenta de que me había escondido los lápices y los tenía que encontrar en algún lugar de la casa. O si, por ejemplo, yo no estaba en mi casa pero él había pasado a saludar a mi mamá, era muy posible que cuando me quisiera poner los zapatos del colegio, me encontrara con un Marroc en la punta del derecho.
De la misma manera que su presencia no podía evitarse, su ausencia conformó un espacio inabarcable. Hoy hace 2 años que murió y sus cosas en la casa siguen intactas. Mi abuela dice que sacarlas es como faltarle el respeto. También dice que vivir sola no es fácil y yo le creo: la casa toda respira nostalgia, pareciera que el tiempo se detuvo con su partida y el aire se espesa a cada paso.
Le dije a mi abuela que yo la podía ayudar a ordenar sus cosas si me prometía que después íbamos a tomar el té al café de la plazoleta. Era una manera de sacarla de esa casa detenida. Aceptó. Hoy es el día. Llegué hace unos minutos y ella dormía así que aproveche para empezar con el ambiente más entretenido de todos: el estudio. Traje bolsas pero no consigo sacar nada. La tarea me distrae y me quedo largo rato investigando sus recovecos.
Abrir cada cajón o puerta es activar una batería de recuerdos. En el primer cajón encuentro lo que cualquier persona diría que es una caja de té Green Hill cortada en pedacitos y sonrío automáticamente. Solo mis primos y yo sabemos que esos pedacitos cortados conforman el mejor de los rompecabezas, el único, el que no estaba en ninguna juguetería ni en la casa de ninguno de nuestros compañeros del colegio.
Mi abuela se despierta y se acerca para saludarme. Me dice que se va a preparar para que salgamos. Mientras ella se maquilla y perfuma para salir (puede estar horas combinando ropa, bijouterie y maquillaje) encuentro abre cartas, sellos con las iniciales de mi abuelo y una libreta con los teléfonos de mis primos y el mío marcado con resaltador amarillo. También veo el número de mi ex y no puedo evitar reirme incómoda. El tiempo pasó para todos.
Mi abuela se acerca con la cartera colgando para preguntarme si combina con el saco y para avisarme que ya está lista para que vayamos a tomar el té. Le digo que sí, que el marrón queda lindo con el saco color beige y que ya voy. Me mira hurgando entre las cosas de él, sonríe desde la puerta y trata de disimular, sin mucho éxito, la tristeza que aparece en sus ojos vidriosos. Nos miramos unos segundos y se hace un silencio en el que ambas sabemos lo que pasa pero ninguna lo dice.
– ¿No te ponés aros? – le pregunto rápido y trago saliva para desarmar el nudo de mi garganta.
– ¡Ay! Qué pajarona. Me probé tantos que al final me los olvidé. Ya vengo. Decido cerrar el cajón y acercarme al placard para aprovechar los últimos minutos que me quedan de investigación. Abro la puerta del medio y veo las repisas del mueble colmadas de colecciones enciclopédicas y libros de contabilidad de hace más de cincuenta años. Hay fotos en blanco y negro, cartas, sacapuntas con formas raras, papeles, papelitos. Pero lo que sin duda me llena el alma es un sifoncito de vidrio diminuto con la inscripción “40mo aniversario Sodería La Basílica”.Me acuerdo del sifón mágico en la mesa y del agua con chispitas y sonrío. Pienso en la noticia de las fábricas de sifones y sé que tengo en mi mano una reliquia así que decido llevármelo a casa. Pero cuando estoy por guardarlo en mi bolsillo algo sucede. Siento cosquillas en la mano, como si de ese pequeño sifón salieran burbujas de agua. Y de golpe, repentinamente, ya no estoy en el estudio de mi abuelo. Tengo la ropa del colegio, me estiro para llegar al picaporte y entrar a su casa, siento un olor a vainilla que viene desde la cocina y escucho el ruido del aceite friendo. La veo a mi abuela en la cocina que se agacha para darme un beso en la frente, me siento en la silla del comedor y mis piernitas bailan ansiosas esperando los buñuelos dulces de la tarde. Sé que ella comienza con la mezcla a cierta hora calculando que la merienda esté lista justo para el horario en que él vuelve de la sodería. Y entonces, es cuestión de ver un rato los dibujitos para primero escucharla manipulando los utensilios de cocina, después el ruido a la mezcla batiéndose y el magiclick haciendo lo suyo para que el olor a vainilla colme la casa. Entonces ahí sí, el ruido inconfundible de los cuatro bocinazos en la puerta.Salgo corriendo a la calle, en la mano derecha tengo el sifoncito, sin mirar, con la izquierda abro la puerta trasera del auto estacionado. Arranca. Los asientos son de cuero negros, tienen unas costuras gruesas y son bastante duros. Sobre mis rodillas tengo una mochila de Garfield. Con cierta dificultad consigo mirar por la ventanilla. Estoy yendo por la avenida San Martín y veo el portón de la sodería donde trabajaba mi abuelo, seguimos algunas cuadras y pasamos por el kiosco de Orlando. El auto se detiene unos minutos y vuelve a arrancar.
Avanzamos. Estamos por una calle empedrada, el coche se mueve gracioso. Estamos por la calle de la estación y andar por ahí a baja velocidad es una atracción en sí misma. Llegamos al nuevo puente que cruza el río. Cuando miro hacia adelante, veo que el volante se mueve sin que aparentemente haya nadie manejándolo. Creo que debería darme miedo, pero no sucede. Estoy tranquila. Relajo mis pequeños músculos, suelto la espalda y disfruto del viaje. Llegamos a la costa del río, el auto estaciona y bajo. Reconozco el lugar porque es acá a donde veníamos a tirar piedritas todos los sábados. Mi abuelo siempre trataba de explicarme cómo hacer sapito. Nunca me salía pero me divertía que me explique una y otra vez. Entonces bajo del auto, hay piedritas: agarro unas cuantas del suelo, tiro una, dos, tres piedritas. La cuarta rebota tres veces sobre el agua y pum.
– ¿Vamos? Ya estoy lista, ahora sí. –mi abuela está parada en el living observándome. Parpadeo un par de veces extrañada. La miro y veo que ya tiene los aros puestos.
– ¿De dónde sacaste eso? –me pregunta sonriente
Me quedo unos segundos con la mirada puesta en ella tratando de entender su pregunta. Me miro la mano abierta suspendida en el aire. El sifoncito no está pero tengo un Marroc.
FIN
En memoria del gran Ruddy Martínez.