Treif, por Einath Apel

Ilustrado por Araceli Medina

Hace cosa de un mes, me cambiaron de lugar en la escuela y me sentaron al lado de Teresa. Antes de eso estaba al lado de Yankel y eso me parecía un castigo, porque vivía diciéndome insultos en voz baja en medio de la clase. Yo nunca le prestaba atención ni le respondía, pero ese día me agarró cruzado. Yankel me susurraba palabras sueltas: pobre, chagas, potz. En un momento me cansé y me levanté del banco, lo empujé y se cayó de la silla. La maestra nos vio y se acercó despacio, como si no estuviera por hacer nada, y ahí me dio con la regla. Cuando le pregunté por qué a mi me había pegado y a Yankel no, si él había empezado, me dijo que no era de hombrecitos andar echándole la culpa a otro, y me volvió a pegar.

Me cambiaron de lugar al lado de Teresa. Ella es la mejor alumna del curso. Nunca le dan con la regla y levanta la mano para responder cada vez que la maestra pregunta algo. Tiene el delantal siempre limpio y usa una cola de caballo alta, con los pelos pegados a la cabeza y el moño hecho con una tira blanca. En los recreos juega a las bolitas con las amigas. 

Cuando me senté al lado ella me di cuenta, además, de que el guardapolvos tenía olor a jabón blanco. 

– Hola – le dije.

– No me gusta hablar en clase. En el recreo sí.

Cuando miré al frente, Yankel estaba dado vuelta y escupía fuego por los ojos. Se notaba que Teresa le gustaba, pero ella jamás iba a gustar de él. Él es flacucho y los ojos le sobresalen de la cara como dos pelotas. Aparte, en la casa de Yankel nunca dejarían que se acerque a ella. En mi casa tampoco, pero en la de él menos.

– Me llamo Herman – le dije a Teresa en el recreo y me senté al lado del escalón en el que estaba.

– Ya sé quién sos, desde que somos chiquitos que venimos a la misma escuela.

Se me cerró la panza de la vergüenza. En ese momento pasó Yankel por al lado mío, me dijo “le voy a contar a mi papá que estás de novio con una goy” y se fue riéndose con los amigos.

– ¿Por qué te dice cosas? – me preguntó ella.

– Hace lo que quiere porque su papá tiene plata – le dije, mirando al piso.

– ¿Cómo así?

– Sí, yo creo que en todos lados lo tratan bien porque el padre paga un montón de cosas.

– ¿Como qué?

– Ponele, ¿viste que el otro día se rompió un vidrio en la escuela?

– Sí – asintió con la cabeza.

– Bueno, dice mi mamá que fue el papá el que pagó el vidrio, que si no, no tienen para pagarlo.

Me dijo “puede ser” y se fue para el patio, a donde estaban las amigas. Me quedé sentado ahí, esperando el timbre para volver a clase. Me gustaría que mi papá tenga plata, así puedo pegarle a Yankel sin que me peguen a mí.

A la salida de la escuela acompañé a Teresa hasta su casa porque nos dimos cuenta de que quedaba de pasada. En la puerta, me saludó con un beso en el cachete y entró corriendo con el maletín en la mano. La cola de caballo le bailaba de un lado al otro.

Cuando volví a mi casa, mi papá acababa de llegar del trabajo. Me senté al lado de él, al lado de la entrada, y le hice compañía mientras se fumaba un cigarrillo.

– ¿Cómo te fue hoy?

Le acerqué el cuaderno de comunicaciones en silencio. En una nota, la maestra había escrito lo que pasó con Yankel. Agarró el cuaderno y lo abrió con una mano, sin soltar el cigarrillo que tenía en la otra. Después de leer la nota, me dijo:

– En el templo parece que se llevan bien.

– Pasa que es un mentiroso.

Me miró un poco enojado. No le gusta que hable mal de la gente. Cerró el cuaderno y me lo devolvió. Yo lo agarré con las dos manos y me lo apoye en las piernas.

– Mañana no vas a ir a la escuela. Vas a venir al campo conmigo un par de días, hasta que se pase un poco todo esto.

Se quedó en silencio, miró al frente e hizo una pitada. Puso una voz rara para aguantar el humo y dijo:

– Los padres son buena gente.

– ¿De dónde se conocen?

– Llegamos juntos en el barco – y soltó el humo.

– ¿Y por qué ellos tienen plata y nosotros no?

Le dio otra pitada larga al cigarrillo, largó el humo, se paró y me dijo, mientras agitaba la mano:

– Levantate. Vamos a comer. 

—-

Mis papás me contaron que, cuando ellos llegaron en el barco, en el pueblo no había tantas casas como ahora. Ahora, de un lado están las casas de los paisanos y del otro la de los goys. Hay algunos lugares con casas más juntas entre sí, y en otros están más alejadas. Yo vivo en la parte en la que están más alejadas. Es como un salpicado. 

En donde están más juntas, las casas tienen tejas y puertas. Está la escuela, una iglesia chiquita, el almacén y el shil. Todos los lados del pueblo vamos a la misma escuela, pero solo los paisanos vamos a rezar al shil.  

Para llegar a la escuela desde mi casa hay que caminar bastante. O ir en el sulky, pero todavía no manejo. Mi papá dice que después del Bar Mitzvá

El campo entero donde viven casi todos los paisanos es de Shlomo. Al principio él les prestaba las tierras a mis papás y a otras familias a cambio de que le cuiden los animales y las cosechas. Con el tiempo, todos terminaron trabajando para él.

A veces Shlomo viene a casa a la cena de shabat y se queda charlando un rato largo. Cuando viene, la mayoría de las veces, mi papá le lleva un pollo al shojet y mi mamá lo hace con papas. Una vez llevó un ternero entero. Eso estuvo bueno, porque después sobró para varios días. Nosotros no podemos llevar siempre al shojet, ya me explicaron.

Un viernes, Shlomo vino a cenar. Apenas terminamos de comer, nos mandaron a dar una vuelta con mis hermanas para charlar de sus cosas. Yo estaba aburrido, así que le dije a Freida “si no me alcanzás estás de novia con Yankel” para que me persiga, y empecé a correr. Ella salió atrás enojadísima y yo seguí adelante, riéndome.

Mientras volvía corriendo a casa (Freida seguía atrás mío, enojada por lo que le dije y por no poder alcanzarme) vi que Shlomo ya se estaba yendo. Paré en seco para saludarlo, él me sacudió los pelos de la cabeza con la mano y me preguntó cuándo iba a ir a ayudar a mi papá en el campo.

– El otro día fui.

– Claro, pero más seguido.

– Mi mamá quiere que vaya a la escuela.

Creo que no me escuchó, porque saludó con la mano de espaldas a mi casa y siguió camino. Me gusta ir a la escuela, pero capaz no hace falta que mi papá tengo plata si yo puedo tener plata.

—–

A la escuela voy yo y mis dos hermanas: Freida y Sara. Aunque soy el más chico, mi papá dice que soy el hombrecito de la casa y que tengo que cuidarlas. Así que cuando vamos caminando yo voy adelante por si se cruza alguna víbora. Ellas siempre van charlando. En general no me interesan sus charlas, pero a veces voy aburrido y paro la oreja. Para mi suerte (y mi desgracia), siempre cuchichean tan fuerte que igual las escucho. 

En la escuela, en el primer recreo, Yankel pasó muy cerca, me dijo “treif” y se fue. Yo estaba jugando a las bolitas con Teresa. Más allá de los empujones, nunca le devolví nada. Mi papá dice que si lo agarro solo lo puedo lastimar en serio.

– ¿Qué te dijo ese? – me dijo Teresa.

Treif.

– ¿Qué es eso?

– Es la comida que no es para judíos. 

– ¿Y por qué te burla con eso?

– Porque comemos treif porque no tenemos para pagarle al shojet.

– (…) – me miró confundida.

– El shojet es un señor que carnea los animales para que sea comida para judíos. 

– Ah. ¿Y por qué tienen que pagarle? ¿Él les vende la carne?

– No, solamente la hace para judíos. A veces nos fía, pero no podemos pedirle fiado siempre. Después sí hay que pagarle.

– ¿Y cómo sabe él qué comen en tu casa?

– Porque el shojet es su papá. 

Su bolita le pegó a la mía. La miré con cara de enojo y se rió sin levantar la vista del juego. Cuando sonó el timbre, recogimos todo para volver a clase.

– No lo escuches.

– Se anima a decirme cosas solamente cuando anda con los amigos. No debe ser muy macho cuando está solo. 

A la salida de la escuela, Teresa me invitó a hacer la tarea. Le dije que bueno, pero que primero tenía que acompañar a mis hermanas hasta mi casa. Fui, le dije a mi mamá que iba a jugar con unos amigos y de ahí me fui a lo de Teresa.

No conozco muchas casas, pero sé que la de Shlomo, por ejemplo, no es como la mía. Tampoco la de los Friedman, ni la de Yankel. Por eso no me gusta invitar a nadie. Pero la casa de Teresa era parecida a la mía y olía como la mía. Como a guiso, o a papa. Ella duerme con su mamá en la misma habitación. Las paredes son de barro y el techo es de paja, como en casa. Mi papá siempre nos dice que tengamos cuidado con la vinchuca, que es un bicho que anda mucho en la paja. “Tiene el tamaño de un cascarudo, pero te enferma como si te picara una serpiente”, nos dice. Y que hace doler la cabeza y dar fiebre. Chagas. La vinchuca te da chagas.

– ¿Quién es este señorito?  – le preguntó la mamá a Teresa cuando nos vio entrar.

– Es el Herman, compañero de la escuela, hace un mes nos sentaron juntos. ¿Te acordás que te conté, mamá? 

Y la mamá me preguntó si quería comer algo, pero le dije que no podía.

– ¿Por qué no podés?

– Porque en casa comemos distinto.

– ¿Hijo de quién sos, Herman?

– De Itzi. Fridman. 

– Buena gente.

Sonreí, pero no sabía qué más responderle. ¿Gracias? 

Cuando volví a mi casa, mis papás me preguntaron dónde había estado y contesté que me había ido a jugar con unos compañeros. Me estaban esperando en la mesa con mis hermanas y todos me miraban mientras yo pasaba por el costado.

– ¿Quién es Teresa? – me preguntó mi mamá.

Miré fijo a Freida y le respondí a mi mamá:

– Una compañera de la escuela.

– No te vas a querer poner de novio, ¿no?

– No quiero tener novia, ni siquiera hice el Bar Mitzvá.

– Con una goy, nunca. 

Salieron mi papá y mi mamá cuando terminamos de comer. Mi papá a fumar su cigarrillo y mi mamá a lavar los platos. La grasa no se va solamente con agua, entonces sale a buscar arena, los raspa y después los enjuaga con agua y quedan bien limpios. Mientras los dos estaban afuera, le dije a Freida:

– La próxima vez que abras la boca voy a decirle a todo el mundo que estás de novia con Yankel. 

– Yo no dije nada. Además, al menos Yankel es paisano.

——-

A mi papá no lo veo casi nunca porque se la pasa en el campo. Salvo algunos días, cuando me lleva a trabajar con él. A mi mamá no le da mucha gracia que yo trabaje, dice que tengo que seguir en la escuela. Pero yo soy el único varón, mis hermanas son chicas para trabajar, y no tienen fuerza. Además, dice mi mamá que si ellas no van a la escuela no van a conseguir marido, en cambio yo sí puedo conseguir esposa si trabajo y tengo plata.

Me gusta hacer todo con mi papá. En mi casa me aburro. Mi mamá y mis hermanas están todo el tiempo cocinando, limpiando, contándose chismes. A mí me gustan las cosas de varones: ir con mi papá al campo y al shil, usar el machete y el cuenta ganado, andar en sulky. 

Una vez fuimos a lo de Shlomo a arriar a las vacas porque contó 15 cabezas de más en el campo. Me emocioné cuando lo escuché decirlo adelante mío porque en general mi papá no me deja estar cerca cuando ellos hablan. No quise mostrar que estaba emocionado porque tenía miedo de que mi papá me eche. Seguí escuchando la conversación sin mirarlos mucho.

– 15 animales de Rosemberg se cruzaron al campo mío, que encima está sembrado con sorgo. Sorgo, Itzi. 

– No te preocupes, Shlomo, yo me encargo.

Cuando salimos le pregunté a mi papá qué era el sorgo y me dijo “es como un caramelo para las vacas”. Que es dulce, que es lo que más les gusta, y que es lo más caro de sembrar.

Cuando estábamos arriba del sulky, mi papá me dio en la mano las riendas. Lo miré confundido y me dijo “en un par de meses vas a hacer el Bar Mitzvá”.

Se sentó al lado mío, me alcanzó las riendas, yo las agarré y él me hizo más fuerza en los puños para que queden bien agarradas. Con un par de golpecitos, empezamos a andar. Yo intentaba copiar los movimientos que le había visto hacer. No tenía miedo porque él estaba al lado. Cuando el caballo empezaba a irse de costado, me decía que tenía que tirar despacio, porque si tiraba fuerte podía asustarse y nos podíamos caer. Llegamos a casa bien. Ese fue el mejor día de mi vida.

——

Hubo una semana en la que casi no fui a la escuela. En esos días, escuché a mis papás hablando de mí. Mi mamá le pedía por favor a mi papá que no me lleve tan seguido al campo, que al menos deje que aprenda a leer y escribir “bien bien”, y a hacer las cuentas, hasta las más difíciles. “¿Quién va a hacer las cuentas por él, cuando vos no estés?”, le decía.

Al otro día volví a ir a la escuela. Cuando llegué, Teresa se sorprendió de verme. En el recreo me preguntó por qué había faltado esa semana, y le dije que mi papá necesitaba que trabaje con él. En eso se cruzó Yankel y me dijo:

– ¿Así que andás de novio con una goy?

Estaba parado atrás mío, con los amigos. No quería hacerle nada. Acababa de volver a la escuela y no quería volver a mi casa con una nota en el cuaderno. Teresa se metió: 

– A mí me estás diciendo goy y yo sé bien que no es una palabra linda.

– Eso sos, una goy. Y Herman se está por convertir en goy también. ¿Qué va a decir Itzi cuando se entere? – me miró y levantó las cejas mientras ladeaba la cabeza.

– No le digas así. Andate.

De pasada, amagó darme una piña pero no hizo nada. Todos sus amigos se rieron. Yo seguí sin hacer nada. No quería que mi papá me vuelva a llevar al campo. Cuando sonó el timbre, antes de entrar al curso, Teresa me dio un abrazo y me dijo gracias. Yo me quedé quieto, con los brazos para abajo, mientras ella me envolvía el cuello. Cuando me soltó, se planchó el delantal con las manos y entró al curso. Yo respiré hondo y fui por atrás.

Cuando volví a casa, después de comer, empezó a dolerme la cabeza un poco. Me imaginé que podía ser chagas, pero se me pasó en un rato.

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Pasé un par de días sin ver a Teresa en clase. Como eso era raro, pasé por su casa para ver qué pasaba. Su mamá me dijo que no podía ir porque estaba enferma. 

– ¿Qué tiene? 

– No es nada, no te preocupes.

– ¿Le duele la cabeza?

– Sí, un poco. Ya va a volver. Ahora me voy a ponerle unos pañitos.

Cuando llegué a la escuela, Yankel me paró mientras iba entrando al curso. 

– Si no te alcanza para el shojet te puedo prestar, ¿eh?

Bajé la cabeza y respiré hondo. Sentí cómo me subía toda la sangre a la cabeza y levanté los brazos para pegarle una piña, esta vez sí, pero antes de alcanzarlo vi a la directora: estaba parada justo en frente mío. Movía los ojos muy rápido y tenía los brazos en jarra. Nos preguntó gritando por qué no estábamos en el curso “como corresponde”. Yankel y sus amigos salieron corriendo cada uno para un lado. La directora me agarró, me llevó del brazo hasta el baño y me tiró adentro.

– Lávese la cara y váyase a su casa. Vuelva mañana, cuando esté más calmado. Y pase por mi oficina antes de salir.

De los ojos me saltaron un par de lágrimas de bronca y pensé en todas las piñas que le tengo juradas a Yankel. Me imaginé cómo se debía estar riendo de mí. Me calmé después de un rato en el baño. Cuando escuché que no andaba nadie en el patio, corrí hasta la cocina lo más rápido que pude. Iba agachado así no aparecía mi cabeza por las ventanas de los cursos. 

Me gusta ir a la cocina. La Mari, la señora que cocina y limpia, me quiere y a veces me da algunas sobras para llevar a casa.

– ¿Qué hacés acá, Herman? Andá a clase.

– Estaba justo saliendo del baño y está todo vomitado, me encontré con la directora, le dije que estaba sucio y me dijo “andá a decirle a la Mari”.

– No te creo.

– En serio, Mari. Andá fijate si no me creés.

– No te creo, pero voy a ir. Vos, andate al curso. Y ojito con robarme comida.

Cuando se fue, abrí rápido la heladera de la cocina. Vi una lata chiquita, me la metí en el bolsillo del guardapolvo y me tapé con el buzo de lana para que no se note. 

De vuelta por el patio pasé corriendo por al lado de la Mari, y me hizo con la mano como que me iba a pegar. Por supuesto vio que no había ningún vómito en el baño. Me reí en el camino y esperé ponerme serio para entrar a lo de la directora. Toqué la puerta, me abrió, me hizo sentar y me dijo que mi papá era muy buen tipo y yo buen alumno, y que me fuera a mi casa temprano “a reflexionar”.

Me acompañó hasta la puerta de la escuela, la cerró por detrás mío y yo me quedé ahí afuera, tirando piedritas a lo lejos, esperando a que salgan mis hermanas para volver a casa.

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Escondí la lata todo el fin de semana. La enterré cerca de mi casa y marqué el lugar con un palo para no olvidarme de dónde estaba. Si la llevaba a casa se la iban a comer. El lunes, antes de salir a la escuela, la desenterré y me la metí en el bolsillo. Abajo del abrigo de lana no se veía nada. Me tanteaba a cada rato para ver que la lata siga ahí.

Ese día venía otra maestra, no era la señorita Fernández. Se había despedido llorando el jueves anterior. Creo que estaba por ser mamá. Mientras esperábamos que llegue la maestra nueva, Teresa me contó que había estado con fiebre y que la abuela le había puesto una inyección gigante. “Así era”, y me mostró el tamaño separando los dos dedos. Yankel pasó por al lado haciéndome muecas como de besos de lengua. Lo seguí con la mirada fija mientras iba caminando a su pupitre.

La maestra entró un poquito tarde. La directora la presentó con su nombre y se fue. Adela Protas empezó la clase y se puso a enseñarnos cosas de las oraciones. Sujeto y predicado. Yo me tocaba el bolsillo.

En un momento, Yankel pidió permiso para ir al baño. Pedí salir yo también. Pensaba hacerlo a la salida pero me di cuenta de esta era una mejor oportunidad. Todos se rieron y la maestra me preguntó si no podía esperar a que vuelva “el otro chico”, le dije que no, que por favor, que estaba muy descompuesto, y me dejó salir. Teresa me miró confundida.

Salí del curso, me metí en el baño, trabé la puerta en silencio para que Yankel no me escuche y lo esperé a que salga del cubículo. No hace pis en el mingitorio, ya lo había visto otras veces. Al ratito salió del cubículo.

– ¿Qué hacés acá, goy?

Yo estaba tapando toda la puerta. 

– Dejame irme, potz de mierda, o le voy a contar a tu papá y no vas a volver a salir de tu casa ni para venir a la escuela.

– Y yo voy a contarle al tuyo que vos sos el goy.

Saqué la lata del bolsillo, tiré del anillo con fuerza y se abrió. Él intentó correrme de la puerta para poder salir, pero no pudo. Amagué a darle una piña y cuando se movió para esquivarla, se tropezó. Cayó de costado y cuando pudo sentarse empezó a mover las piernas y los brazos muy rápido para atrás. Quedó arrinconado contra la pared, al fondo del baño. Me acerqué, levanté el puño bien cerca de su cara y le dije:

– Comé o te cago a piñas.

– ¿Qué es eso? Por favor, no, Herman.

Empezó a llorar y a intentar zafarse pegando piñas para todos lados. Le agarré las manos. Con una sola mano mía le agarré las dos manos.

– Vas a comer esto.

– Vos estás loco. Le voy a avisar a la directora – gritaba.

– Vos le avisás a la directora y yo le cuento a todos en el shil de la comidita que estás por comer. Tu papá incluído. 

Intentó zafarse de nuevo pero no podía moverse. Le solté las manos para darle la lata. La agarró y siguió llorando, pero resignado. Ya no manoteaba ni gritaba, solamente lloraba.

– Te lo vas a comer antes de que suene el timbre o te agarro a la salida. Comés ahora o ligás después.

Comió despacio, con la mano, sentado en un rincón del baño. Primero sacó un poco de esa pasta rosita con el dedo y se lo chupó. Yo lo miraba desde cerca, en cuclillas al lado, con los brazos cerca por si quería intentar escaparse. Después del primer bocado me preguntó si ya estaba y le dije que no con la cabeza. Siguió metiendo el dedo y chupándoselo, sin sacar los ojos de la lata. Fueron varias veces. Con cada chupada lloraba menos y la cara se le iba desfrunciendo. Más o menos a la mitad de la lata le dije que ya estaba. Levantó la cabeza lento, me miró con los ojos hinchados y el dedo índice todavía sucio. Me miró, se metió el dedo a la boca y se lo chupó. Le abrí la puerta y salió caminando. Lo miré desde el baño yéndose por el patio. Mientras volvía al curso, se chupaba lo que le quedaba de picadillo en los dedos. Ahora los dos comemos treif.