Mi hermano menor, por Agustín Castelluccio

Ilustrado por Candela Córdova

Lo miro fijo. 

Él está vivo y Leonel no. 

Respiro, me trago la bronca. 

No levanta la mirada. Saluda a mamá, se sienta a su lado.

¿Por qué vine a esta mierda si ni siquiera creo en Dios? Estoy tenso, no me aguanto. Mamá me agarra del brazo, mira con los ojos llenos de lágrimas.

Ya pasó un año desde la última vez que hablé con él, un año del accidente, un año del funeral. Ese mediodía estábamos en casa de mamá, recuerdo poner la mesa mientras ella cocinaba cuando entró el llamado. Al otro lado del teléfono se oía una voz quebrada, había habido una explosión y Leonel estaba camino al hospital. 

Nos miramos por un momento sin saber qué hacer. Agarré las llaves del auto y manejé las veinte cuadras que nos separaban de la clínica.

– Bajate que yo estaciono – le dije mientras cruzaba mi mano por delante de su cuerpo para abrir la puerta. Mamá todavía seguía en shock.

Tuve que dejar el auto una cuadra más adelante y correr hasta la recepción. Me faltaba el aire. En el pasillo de emergencias nos encontramos con mi otro hermano.

– ¿Qué pasó? 

– Un accidente

Silencio.

– ¿Qué pasó? 

No me miraba, su respuesta era la misma. Yo seguía preguntando una y otra vez, cada vez menos amable. El médico trajo el informe, gran parte de su cuerpo estaba gravemente quemado. Al séptimo día falleció, su corazón no aguantó más. Nuestro hermano más chico, nuestro malcriado, nuestro Leo. 

Mamá se descompensó y la internaron, le pasaban calmantes todo el tiempo. Lloraba hasta dormida.

–¿No me vas a decir qué pasó?

No me miraba ni decía nada. Lo agarré del brazo.

–¿Por qué mierda no me mirás? 

Él se soltó. Tenía la cabeza gacha y la mirada perdida. No había respuesta.

–¡Mataste a mi hermano hijo de puta! ¿Te das cuenta de lo que hiciste? ¡Mataste a Leo!

Aprieto el puño y me tiro sobre él, su mirada está fija en mamá, sus manos sosteniéndole la suya. Me freno y salgo al pasillo.

Acá mamá también está en el medio. De repente el cura me anuncia, tengo que decir unas palabras, paso al frente y no dejo de mirarlo fijamente.

– Agradezco mucho a todos los familiares y amigos que nos acompañan hoy en este día tan triste donde recordamos a mi hermano menor y su repentina partida de este mundo por aquel fatídico accidente.

Les hablo de cómo crecimos los tres en una habitación y como nos compartíamos todo, como nos amábamos y lo felices que fuimos.

Vuelvo hasta mi lugar, las personas me miran, les devuelvo la mirada y no me sostienen la vista, les da vergüenza. Veo la pena en sus ojos.

Afuera, mientras bajamos la escalera de la iglesia, no me puedo contener más. Empiezo a putearlo por dentro, escalón a escalón va ganando volumen y se lo grito a todos los presentes.

Mamá me aprieta el brazo, pero esta vez no voy a parar. Me suelto. Les grito mi verdad de las cosas. Llegando al último escalón ella se sienta a llorar.

–¡Lo mataste hijo de puta! 

Le pego una trompada en el medio de la cara. Trastabilla y se cae al suelo.

Me tiro de nuevo contra él, lo agarro del cuello de la camisa y lo paro para pegarle otra vez. No hace ningún gesto, no intenta cubrirse. Nada. 

Levanta la vista. Por fin me mira,  sus ojos también están llenos de culpa.

–¡Pégame! ¡Dale! ¡Pégame! –me grita.

Está llorando. Lo suelto. Mamá se levanta para abrazarlo.

Yo no, yo me alejo. Atravieso la plaza frente a la iglesia sin mirar atrás.