“El Zurdo” de Constanza Agüero Ingravidi

El zurdo había caído por homicidio Criminis Causae (robo seguido de muerte) y le iban a dar la pena máxima del delito que eran 25 años porque además tenía antecedentes. Un pibe institucionalizado desde su adolescencia en el reformatorio, una de esas almas que a mi profe le encantaba (intentar) salvar. Venía de una familia muy humilde de Villa Elisa, no había conocido a su papá y si bien tenía un hogar y comida, había empezado a robar porque la plata no le alcanzaba para drogarse. No tenía novia ni hijos, vivía para robar. En algún punto en eso se parecía a mi profesor: para él la droga era el trabajo y para el zurdo su trabajo era drogarse.

Tenía veinticinco años, los ojos tristes, el pelo negro crespo y era flaco con panza. Lleno de tatuajes a medio hacer.

El zurdo sabía que el juez no iba a tener clemencia, que su vida no valía nada y que, con mucha suerte, y si no se mandaba ninguna adentro, iba a salir recién a los 50. Aun así, en prisión preventiva, me rogaba que hablásemos con el fiscal para ver qué trato podía hacer.

Nunca me gustó el Derecho Penal, no pertenecía a ese mundo, pero ya se habían acabado todas las vacantes en las pasantías de buffets con muchos apellidos y varias ampersand y las únicas que quedaban disponibles eran las que estaban a cargo de mi profesor de procesal que era Defensor Oficial en los Tribunales Criminales de La Plata. Así que me postulé y quedé.

Las tareas eran sencillas: Ir dos veces por semana al juzgado, tomar notas de lo que decían los procesados en las comisarías, grabar y desgrabar entrevistas en Cámara Gesell, visitas a las Divisiones Médico Legal, llevar y traer documentos. Lo que más me sorprendió fueron los expedientes: En penal tienen cosas impensadas como la bombacha ensangrentada de una violación, un ladrillo de merca de 10kg y mi favorita personal: Una colección de 922 pasaportes falsificados a la perfección por un ex funcionario del RENAPER que cayó por lo más obvio: Se acostó con otra y su mujer lo delató.

Lo que más me acuerdo de esos tiempos es que la gente, como abanderados de la moral, me preguntaba cómo podía dormir de noche defendiendo a los delincuentes. Yo repetía como loro: “Nadie es culpable hasta que no haya sentencia firme que así lo declare” “La defensa en juicio es una garantía constitucional” “Estoy defendiendo a un acusado de homicidio, no a un asesino” y alguna que otra hablando sobre lo caídos del sistema que estaban estos pibes y que es muy fácil juzgar desde el privilegio. Y con eso se dejaban de joder.

Todos los chorros tienen un apodo. El Zurdo lo primero que notó cuando me conoció es que yo también era zurda y me bautizó La Zurda y seguido añadió: Es más difícil meter caño porque los chumbos están hechos para diestros ¿Viste? Asentí con la cabeza, aunque no estaba al tanto del dato.

Le empecé a hacer preguntas con un cuestionario que me había entregado mi profesor. Al principio me contestaba evasivo, le daba vergüenza admitirme que había matado a alguien hasta que lo dijo y automáticamente completó la frase con… igual fue sin querer, no tiré a matar.

Mi profesor era un tipo divorciado en sus cincuenta años que se mantenía muy bien, era super elocuente y tenía una respuesta para todo. Usaba gemelos con sus iniciales y nunca le vi repetir corbata. No emanaba ninguna vibra sexual, era de esas personas que tienen toda la libido puesta en el trabajo. Hasta me acuerdo de una vez que le mostré un Excel con indicadores que armé con algunos casos y creo que cuando lo vio se le paró el pito.

Un defensor oficial es un abogado que te designa el estado cuando no podés pagar uno propio. En mis pocos meses en el Ministerio Público Fiscal descubrí que hay dos tipos: El burócrata al que no le importa nada y no se involucra porque total son todas causas perdidas y el idealista que cree que puede darles una segunda oportunidad en la vida: Mi profesor encajaba en ese physique du rol. Y con el mismo ímpetu yo tenía que hacer mi trabajo. Era un tipo de familia bien, pero con consciencia de clase, estaba convencido de que existía la justicia y aunque ahora me resulta hasta gracioso, en ese momento creía cada una de sus palabras. Había militado durante su carrera universitaria, donaba parte de su salario a un comedor en Tolosa y hasta compraba las resmas de su bolsillo en el Ministerio cuando ya no quedaban.

El Zurdo quería saber todo del guarda que mató: Cuantos hijos tenía, si eran menores, si la mujer trabajaba. Tenía una culpa que no había notado en otros presos que entrevisté. El Zurdo sabía que el guarda era un laburante y matarlo le dolió más de lo que creía. Había días en los que estaba muy mal y decía que ojalá existiera la pena de muerte en Argentina porque él no se merecía vivir. Había otros en lo que estaba mejor y me contaba que hasta leía el diario que los ratis le prestaban cuando se ponía muy denso.

Para ese entonces yo tenía 22 años, trabajaba part-time como paralegal en una compañía de servicios compartidos y ya vivía sola. Estaba buena y era divertida, pero en mi mente eso no era lo importante sino salir del conurbano para preservarme, para no correr la suerte de mis compañeras del colegio público de Merlo: Embarazadas a mi edad de su segundo hijo. Tenía que encontrar la forma de lograr la ansiada movilidad social ascendente, esa hermosa promesa del capitalismo. El futuro no estaba escrito, pero siempre era irse o quedarse a quedarse en el tiempo.

Acababa de cortar con mi novio del secundario. Cuando empecé la facultad me di cuenta de que era un tarado porque lo pude comparar con los demás. Era tan poco lo que me lo bancaba a lo último que lo dejé mientras íbamos al cumpleaños de una amiga y me bajé con el auto todavía en movimiento. Después de todo estaba perdiendo el tiempo con él y eso es lo único en la vida que no se recupera.

Eran las diez de la noche de un martes en la semana de Navidad, los locales cerraban tarde porque había que aprovechar todo lo que se pudiera vender.

En la Tienda de Vinos, como pretenciosamente se llamaba el local, estaba solo José el guarda bajando las persianas cuando entran El zurdo y su socio. Aunque la primera vez dijo que eran dos, cambió su declaración y dijo que fue solo él. El Zurdo era un delincuente con códigos.

Quisieron reducir al guarda, pero no pudieron, José era un ex policía de Prefectura que medía casi 2 metros y pesaba 120kg. Hubo forcejeos, piñas, patadas hasta que el zurdo le pegó un tiro en la pierna y cuando vio que el guarda se levantó igual y quiso seguir defendiéndose le dio el tiro de gracia en el medio del pecho y cayó seco contra el piso. El impacto hizo eco en el local vacío y una vecina que escuchó los ruidos llamó a la policía. No había recaudación para robarse, los dueños se la habían llevado unas horas antes así que El Zurdo y el socio se llevaron una compu, el celular del guarda y una cava. El error fue haberse llevado esa cava que los hizo lentos y ocasionó que la policía los intercepte y los detuviera en el momento.

El día de la audiencia llegué tarde porque le había ido a comprar una corbata al Zurdo, era un poco mi culpa porque yo le había mostrado videos de procesados que siempre iban muy bien vestidos al juicio oral y él quería una para dar una buena impresión, porque, aunque en nuestro país no hubiera juicio por jurados al menos quería mostrarle al juez que el poco tiempo que había estado encerrado le había hecho reflexionar y cambiar. Esas no fueron exactamente sus palabras, pero pasó mucho tiempo y así lo recuerdo.

Subiendo las escaleras del juzgado me di cuenta de que ya me estaba convirtiendo en mi profesor. Estaba dejando toda mi atención en el caso, los fines de semana me la pasaba leyendo jurisprudencia y estaba ciega de memorizar precedentes. Cada vez que me tomaba un descanso y veía mi celular estaba lleno de mensajes de mi ex, de mis amigas y del Zurdo: Aunque fue lo primero que mi profesor me dijo que no hiciera yo le pasé mi teléfono. Hasta le transfería crédito cuando se le acababa y le regalé una medallita de San Blas, el patrono de Dubrovnik, que me había dado mi abuelo Sascha para que me protegiera.

El día siguiente, mientras iba por la autopista en la Costera me llamaron de uno de esos estudios de muchos apellidos y varias ampersand para ofrecerme un puesto de procuradora -la forma elegante de decir: Che piba– para el área de litigios con compañías de seguros a la que había aplicado hacía unos meses en una feria de empleo.

Cuando llegué al Ministerio Público Fiscal miré a los empleados de la mesa de entrada yéndose a las doce del mediodía, rechazando trámites porque les faltaba una boludez mientras yo sufría con mi pila de expedientes porque las impresoras o no tenían tóner o no tenían papel y los baños estaban casi todos clausurados.

Entré al despacho de mi profesor y en su compu escribí el nombre del buffet del que me habían llamado, parecía una de esas remeras:

Brochou &

Fernandez Madero &

Lombardi &

Asoc.

Años después todos se van a pelear y escindir, pero en ese momento la Homepage decía Law firm of the year 2012 y yo para mis adentros pensaba A esta gente en pleno Puerto Madero tóner no le puede faltar.

No pude mirar a los ojos al Zurdo cuando le dije que al otro día no iba a ir a verlo en la segunda audiencia porque rendía un final de Tributario y tenía que estudiar. Era la mentira que se me había ocurrido para no decirle que iba a ir a la entrevista en el buffet. A mi profesor también le dije lo del examen y creo que ni me escuchó, solo me respondió Dale, después como hacía siempre mientras estaba al teléfono llamando a su hijo para preguntarle como estuvo el día en el jardín, aunque el nene ya estaba en segundo grado.

Ese día cuando terminé, agarré mis cosas y subí en el último ascensor de las torres de la Catedral de La Plata. Me quedé mirando por el ventanal como las rectas y las diagonales empezaban a iluminarse de amarillo. Se hacía de noche. Siempre había odiado La Plata, pero esa tarde en la que pensé que probablemente no iba a volver me pareció hermosa.

Esa noche no dormí nada, no sabía qué hacer.

Al otro día mi profesor me llama y me pregunta por qué no fui al juzgado, le respondo que le había avisado que tenía el examen y se queda en silencio dándose cuenta de que es demasiado colgado. Me dice que es urgente, que tengo que ir, que el Zurdo no quiere presentarse a la audiencia de las doce a menos que yo esté ahí. Me suplica que vaya, que me suba a un auto y llegue lo más pronto posible a La Plata.

Yo estoy sentada en un bar en la estación de subte Tribunales, en donde parece que se quedó el tiempo. Hay negocios que recargan tinta de plumas y sellos, se reparan mallas de relojes y hay varios lustrabotas. Este bar es mi gema escondida bajo la tierra. Atiende Luis que ya casi no ve nada y me pide que le diga de qué denominación es el billete que le estoy dando.

Me reconoce por mi perfume, aun en los días en que no me pongo.

Sonríe cuando escucha la puerta, me saluda y me alcanza el Diario Popular para que le cante los caballos ganadores de ayer.

La mayoría de sus clientes son jueces, abogados y yo que lo conocí en una pasantía anterior mientras pateaba Tribunales de sol a sol.

El café no es muy rico pero las medialunas son las mejores que existen, tienen la cantidad perfecta de almíbar y son bien esponjosas.

Estoy a media hora de mi entrevista en el estudio y necesito este refugio para pensar.

Me convenzo de ir a la entrevista, de que esta es mi oportunidad para hacer lo que me gusta. Que cuando aparezca en mi CV va a quedar hermoso, que el Zurdo igual no tiene salvación y que yo no vaya no cambia nada. Pero también pienso que todo el mundo le dio la espalda y que ahora yo también voy a hacer lo mismo. Que sí, voy a ganar más plata y potenciar mi carrera, pero ¿De qué me sirve eso? ¿No empecé a estudiar Derecho porque creía en la justicia? Defender a alguien que no tiene nada también es distribución de riqueza. Las dudas anidan en mi cabeza y poco a poco la rumiación se adueña de mi cerebro.

Cuando Luis me trae la cuenta le pregunto qué haría él en mi lugar, me responde con una frase del turf: el jinete tiene que saber cuándo es momento de soltarle las riendas a su caballo. Yo miro el reloj en la pared percudida con tabaco de cuando en el bar todavía se podía fumar.

Pago y me voy. Camino y subo hasta el piso 30 de uno de los edificios de las Torres Catalinas. Al mes rindo los dos finales que me faltan y me recibo. No vuelvo a ver a mi profesor, ni al Zurdo. Me hacen socia un par de años después y me trasladan a Nueva York.

Estoy sentada en el subte, llevo un vestido acampanado nuevo y estoy tomando café con mi taza térmica perfectamente maquillada. Pero en ojotas. Lo aprendí el primer día que me mudé a esta ciudad. Salís de tu casa así o en zapatillas y cuando llegás a la puerta de tu trabajo te calzás los tacos. Es el mejor truco que me enseñaron hasta ahora. Eso y cagar a los ancianos encontrando enfermedades preexistentes para negarles el seguro.

Nunca tomé el caso pro bono que me prometí que iba a hacer si quedaba en el buffet para lavar mi culpa por haber abandonado al zurdo. Después de todo, casos como el de él son la cava que me hacen lenta.