Hace meses que convivo con un miedo espasmódico. Una punzada en el pecho que me invade por sorpresa reiteradas veces y altera el eje gravitacional de mi vida. Es imposible negar la muerte cuando es una amenaza constante.
Es sábado a la noche, estoy acostada en mi cama y apago el televisor. En el último capítulo de Cosmos, Neil Tyson insiste con el hecho de que la Tierra no es más que un pequeñísimo lunar azul pálido orbitando alrededor de una estrella dentro de una galaxia inmensa. Esa galaxia está rodeada por millares de otras galaxias, cada una formada por billones de estrellas y planetas. Mi núcleo familiar se conforma por un padre, una madre y una hermana. Somos un sistema. Nuestras órbitas se definen por la energía de los otros. Miro el reloj que marca la madrugada. Mi papá duerme en su casa en este momento. ¿Qué tan cercano será el sueño a la muerte? Respiro. Ahora sé que la Tierra tiene dos posibles finales: puede derretirse al ser engullida por el Sol o congelarse al escaparse de su órbita. No sé qué opción prefiero. Me sudan las manos. No me puedo dormir. Agudizo el oído y puedo escuchar los sonidos de la casa del vecino. La pared débil que separa nuestros monoambientes no sabe contener el ruido oxidado del vaivén del resorte de la cama que delata que está cogiendo. Los gemidos agudos y palpitantes me tranquilizan. Mis ojos se cierran despacio, pero mi cerebro no se despega de mi conciencia. Siento los pliegues de mis sábanas anudarse a mi cuerpo.
Cuando una estrella gigante está a punto de morir, brilla más que nunca. En el cenit de su vida se enciende, se expande y estalla en mil pedazos. La supernova es esa explosión devastadora. Para nosotros, los terrestres, no es más que un punto diminuto que brilla un poco más que los otros.
Casi en la vigilia, me convenzo de no tener miedo. ¿Por qué temer a la oscuridad del universo? A lo largo y ancho del espacio conocido, no hay un solo planeta con seres vivos. El único es la Tierra. Me imagino flotando al lado de la supernova. Imagino a mi cuerpo en medio de la explosión. Insisto con materializar el miedo en mi mente. Tengo la fantasía de que obligarme a atravesarlo de forma anticipada va a amortiguar el dolor que me espera amenazante en el futuro. La imagen de un cadáver. Tengo que acercarme, pero no puedo. El rigor mortis me repele, me descompone. Eso no es un humano. Un muerto no es un humano. Mi cuerpo en descomposición, devenido en tripas y sangre. Me da asco, quiero vomitar. Me despierto bañada en sudor.
Desde el Bing Bang que el universo se mantiene en constante expansión. No están muy claras las razones, sólo se pudo definir que entre los cuerpos celestes visibles existe lo que los científicos llaman la materia oscura que sería el elemento que los empuja. Si hubiera que describir el universo, habría que decir que es un océano de oscuridad con pequeños destellos luminosos. Los planetas y las estrellas son brillantina espolvoreada en una inmensidad negra.
El cuerpo de mi padre se consume lentamente, y en su interior se expande la materia oscura. Pensar que no somos nada no alivia el dolor de la pérdida inminente. Tengo sueño. Pienso en mi consciencia luminosa flotando en el océano oscuro de mi inconsciente. Mi memoria selecciona algunas imágenes y olvida todo lo demás. Sólo pienso en el ritmo. El tic tac del reloj. El clímax del orgasmo. De a poco me tranquilizo. Ni siquiera la Tierra es infinita. Escucho mi respiración pausada, tranquila. ¿Por qué siento tanto miedo?, me pregunto por última vez. Me desvanezco. Cuando estoy dormida ya no me duele nada.