Elba estudia sus cartas con precisión, como si se jugara el derecho a seguir viviendo en el dúplex de Núñez o la visita semanal del peluquero a domicilio. Acomoda con la palma de la mano derecha los rulos aplastados. Ésta vez fue víctima de un chiquilín que ni siquiera trajo secador de pelo. Con estos jovencitos no es lo mismo, no dominan el matizador.
Desde que repartieron, Alicia tiene la sonrisa dibujada. Elba presiente que está cargada, pero luego duda. Tal vez se esté riendo de ella, del color berenjena que le quedó en el pelo. Vuelve la mirada a su juego, aunque no puede borrarse la imagen de Alicia. Está radiante aunque cueste reconocerlo. Elba observa de reojo la blusa que Alicia lleva puesta, no se la conocía. Le queda bien el verde, la levanta. Está a punto de decirle, pero se contiene. Cuanto menos exprese emociones, menos delata su jugada. Cara de Póker, habría dicho Betty.
Elba tiene una buena mano. Relojea el contador: con 1350 puntos gana la partida. La sonrisa de Alicia, cada vez más pronunciada, le resalta los labios finitos llenos de rouge. Tiene que estar cargada ¿o no Betty? piensa Elba. A veces la consulta, una especie de ritual que incorporó en las primeras partidas individuales. Elba extraña el juego en pareja. Desde que Betty no está, perdió el entusiasmo por la Canasta. Lo más divertido era cuando Betty las hacía engranar a Las Vinagreta. Así las había bautizado. Alicia y Susana tampoco habían vuelto a jugar en pareja. Ahora la cosa era de a tres.
Elba mira hacia el otro lado de la mesa. Susana es menos predecible, pero está tan apagada que podría afirmar con seguridad que no presenta una amenaza. Susana tiene, cada semana, menos color. Elba siente un leve disgusto al confirmar que, a medida que pasan los años, las personas se van decolorando como prendas de algodón con los lavados.
Ramón ladra y llega chocando con las paredes, ya casi no ve por las cataratas. El caniche mueve la cola de un lado a otro esperando una de las pepas que trajo Alicia. Apoya la pata sobre la pierna de Elba.
⎯Está bien, despacito, que me vas a lastimar ⎯le dice acercando el plato para darle una masita.
⎯Estas pepas están buenísimas, Ali ⎯dice Susana con la boca llena.
Las pulseras de Susana tintinean contra la porcelana china. Elba la mira de reojo, no puede evitar reparar en el perímetro del brazo. Susana está cada día más gorda, y al parecer, ni siquiera se peina. Alicia, a su lado, representa lo opuesto. Susana no se lleva bien con la soledad.
⎯¡Qué silencio, chicas! Si no fuera por Ramoncito ⎯dice Susana⎯ . ¿Querrá salir?
⎯El paseador vino temprano. Hasta mañana no vuelve.
Elba lo dice con desgano. La semana pasada el médico le dijo que ya no puede sacar a Ramón a la calle porque la puede tirar. Aunque pese 9 kilos. Es evidente que el Dr. Albariño está obstinado en que deje de hacer sus cosas. Parece haber olvidado que él mismo le recetó los somníferos que ella se niega a tomar. Otro sinvergüenza que también “avala” la intención de sacarla de su casa, donde vivió toda su vida, donde se criaron sus hijos, donde murió su madre hace 18 años. Elba niega con la cabeza. En la última consulta, Albariño le propuso llevarla a un hogar para gente sin color.
Alicia se lleva el montón. Ahora sí que está cargada, piensa Elba, mientras observa cómo mudó la sonrisa de Alicia. Ese gesto a medio camino, con la mitad izquierda de la boca que prácticamente le borra los labios. También hace algo, como un frunce, con la nariz.
Elba se mueve en la silla. Siente sus propios latidos ganar velocidad. No quiere delatarse. ¿Se pondrá colorada a su edad?. Mira el plato del que acaba de sacar una masita para su perro y agarra una pepa. En dos días le toca otra vez extracción de sangre y análisis de orina. Elba está convencida de que si calcula la porción de hidratos de carbono en forma correcta, mejora el resultado y, por ende, lo que le queda de libertad. Libertad de vivir en su propia casa con sus dos malvones y el gomero variegado que le regaló Susana cuando cumplió los sesenta. Pero hoy tiene una buena jugada, así que puede hacer una excepción. Disfruta cada gramo de azúcar aplastando el membrillo contra el paladar.
Alicia corta y baja una canasta pura. Elba repara en que Alicia, además de la blusa verde, tiene un peinado nuevo. Su pelo tiene un color más dorado, ya no es el rubio ceniza de los últimos años.
⎯¡Qué jugada, Ali! Nos mataste⎯ Susana la felicita y hace sonar las pulseras de metal.
⎯Queridas, quiero contarles algo ⎯dice Alicia poniéndose de pie.
Elba baja sus cartas.
⎯¡Me mudo a San Luis, queridas!
⎯¡Ay qué decís, Alicia! Pasame una masita ⎯Susana estira el brazo nerviosa.
⎯No saben cuánto las voy a extrañar.
Alicia hace girar un anillo finito sobre su dedo y extiende la mano sobre la mesa. En el dedo anular, entre los de plata que usa siempre, ostenta un anillo de compromiso con un diamante del tamaño de un comprimido. Elba inspira y desvía la mirada a las cartas que Alicia agrupó sobre la mesa. Susana se enciende con un entusiasmo incomprensible. Quiere saber todo: cuándo, dónde, en qué momento lo decidieron.
⎯¿Elbita, no vas a decir nada? ⎯pregunta Susana masticando tres masas juntas.
⎯Contemos los puntos ⎯responde Elba.
⎯Nunca pensé que a mi edad… pero ¿si no lo hago ahora, cuándo? El año que viene voy a cumplir 84.
⎯ ¿Qué dice tu familia, Ali? ⎯ pregunta Susana.
⎯Mi nieta me dice que apueste al amor, los jóvenes son más libres. El médico dice que me va a venir bien. Merlo tiene un clima bárbaro.
Susana tose y hace señas con la mano para que le alcancen el agua.
⎯No te atragantes, Susi, que todavía no contamos las cartas ⎯dice Elba acercándole el vaso.
⎯Elba, querida, ¿podrías decirme algo, no?
⎯¡Te gané Alicia! Mirá mis puntos. Y tengo dos tres rojos.
⎯No creas que para mí es fácil, querida.
Elba se pone de pie y sube el tono de voz. Mira a Susana
⎯¿Te das cuenta? ¡Nos deja solas! ¡A los 83 años!
⎯Pero Elba… si al final nos vamos a terminar yendo todas, a mí me están buscando un geriátrico hace meses ⎯dice Susana.
⎯¿Cómo estás con ese tema, Susi? ⎯ Alicia le toca el hombro.
⎯Mejor hablemos de tu viaje y de tu novio millonario. ¿A ver tu mano?.
Susana se pone los anteojos y toma la mano de Alicia para apreciar el anillo de cerca.
Ramón vuelve a ladrar. Elba se levanta y lo encierra en el cuarto. Camina pensando en su próxima parada. Quizás vaya al mismo geriátrico que Susana.
⎯Decime, Alicia, ¿qué vas a hacer con el gato?
⎯ Lo llevamos con nosotros, Elba. Vamos en auto, ¡no es tan lejos!
⎯ ¿Elbita, estás preocupada por Ramón?
Elba permanece en silencio, con la mirada sobre la mesa. Susana extiende las manos, como queriendo tocarla, pero sólo logra desparramar las cartas al rozarlas con las pulseras.
⎯ ¡Cuidado, Susana!
⎯ Elba… ¿seguís enojada por lo del departamento? ⎯replica Susana
⎯ ¿Qué departamento, queridas?
⎯Basta, Susana. No digas pavadas.
⎯Elba, querida, no me digas que te pidieron el dúplex⎯ deduce Alicia mientras se apoya la palma de la mano en pecho con cara de espanto.⎯ ¡Pero qué barbaridad!. ¿Hablaste con Jorge, Elba?
Susana mira a Alicia y le hace una seña para que deje de hablar. Se produce un silencio. Elba vuelve a pensar en el geriátrico y en Ramón. A Jorge no le gustan los animales. Pero, sobre todo, nada que tenga que ver con ella, su propia madre.
⎯No puedo creer que te hagan esto, querida. Disculpame, Elba, pero no me puedo quedar callada.
⎯Es increíble cómo pierden la cabeza por una cualquiera, se ponen viejos y se olvidan de todo lo que una hizo por ellos⎯contesta Elba con un suspiro.
⎯Bueno, querida, esta es tu casa. No te hagas problema que, de acá, no te va a sacar nadie sin tu consentimiento.
Alicia se acerca a una repisa, agarra un vaso y sirve agua.
⎯Toma un poquito de agua, Elba, te va a hacer bien.
⎯Agarrá un vaso como la gente, no esa porquería de Carlos Paz ⎯dice Elba y se sienta.
Alicia obedece y vuelve a servirle agua.
⎯Disculpame, Elba, pensé que te encantaba ese vaso decorado, ¿no era el souvenir del viaje a Córdoba con tu hijo Jorge?.
⎯Decime, Alicia, ¿quién te va a ir a visitar a Merlo? ⎯Elba apila las cartas.
⎯Vamos a hacer videollamada. Mi nieta ya me explicó cómo se hace.
La tos de Susana suena más fuerte. Alicia le da una palmadita en la espalda.
⎯Además quién te dice, querida, te venís unos días y probamos suerte en el casino.
⎯¡No! ⎯grita Elba⎯ Los análisis de sangre de la semana pasada me dieron mal.
⎯¡Pero eso qué tiene que ver, querida! Si vieras los míos.
⎯ Me tienen que hacer quimioterapia.
Un ruido extraño interrumpe. Susana se agarra la garganta, los ojos se le agrandan.
⎯¡Se está atragantando! ⎯Alicia golpea con delicadeza el puño sobre la espalda de su amiga tres veces. Las pulseras acompañan cada convulsión con su sonido metálico. Susana está más colorada. Elba piensa en un tomate maduro. Tal vez Susana explote y termine siendo la primera en pasar al otro plano. La primera, después de Betty.
⎯¡Llamá al médico, Elba! ⎯grita Alicia recuperando el aliento.
Elba se acerca. Le pega un golpe seco con el puño en la espalda y Susana abre la boca. La galletita que tenía atragantada sale dibujando una hipérbola y choca contra el piso de madera. Elba retrocede para abrirle la puerta a Ramón que no para de ladrar. Junto a la mesa, Susana llora, y Alicia la abraza. Elba las mira desde la puerta del cuarto y piensa en Betty. Aceite y aceto, Las Vinagreta, había sido otra de las ocurrencias disparatadas de Betty, la desbolada, la que siempre estaba contenta. Ellas dos también tenían su equipo, pero no habían llegado a nombrarlo. Les había llevado años encontrar el equilibrio, armar su propio universo. Y en un suspiro, se había desvanecido. Quedaban los restos, como estos encuentros truncos. Y Alicia quería irse lejos, robarles lo poco que les quedaba de luz.
Elba vuelve a la mesa y se sienta a recuperar el aliento. La pantalla del teléfono de Alicia se ilumina sobre el mantel y aparece la cara del viejo canoso con el que ahora se quiere escapar a la sierra. Alicia lo tiene todo. Elba pone el teléfono boca abajo sin quitarles la vista de encima. Siente una mezcla de asco e injusticia al verlas consolarse mutuamente. Una fuerza repentina la levanta. Se dirige a la cocina. Ramón la sigue. Elba pega un portazo y como si se rompiera un hechizo, Susana y Alicia se separan y en silencio, vuelven a ocupar sus lugares en la mesa. Susana comienza a respirar con normalidad. Alicia sigue con cara de susto, mientras se toma las pulsaciones con la mano apoyada sobre el pecho, a la altura del corazón. Saca de su cartera el rouge y se retoca los labios frente a un espejito enmarcado en metal. Al terminar, gira la cabeza hacia la cocina y pregunta elevando la voz:
⎯¿Te ayudo con algo, Elba?
⎯No hace falta, fíjate que Susi esté entera que tenemos que brindar ⎯dice Elba y abre la puerta.
Los pasos de Elba retumban pesados en el piso de madera. Camina sosteniendo una bandeja en la que lleva una botella de espumante, tres copas grandes y redondas y una compotera verde. También la fuente de plástico descartable de la confitería con las masitas restantes.
⎯¿Quedaban pepas? ¡Qué suerte! ⎯ dice Susana agarrando dos más.
⎯ Coman chicas, que en Merlo no hay sucursales de “La Reina” ⎯dice Elba y se chupa el membrillo del dedo con disimulo.
⎯Hay queridas, voy a extrañar tantas cosas.
Elba las mira de reojo mientras destapa la botella.
⎯ ¿A qué se debe este brindis, querida?
⎯ Este va a ser nuestro último juego, ¿no? ⎯Elba pregunta arqueando la ceja.
⎯¡Elbita, querida, que lindo gesto! No me lo esperaba, ¡me hacés emocionar!
⎯La tenía en la heladera, esperando una ocasión especial ⎯contesta Elba restándole importancia.
Luego sirve las copas bien llenas y la compotera hasta la mitad.
⎯Agarrate una copa, Susi ⎯dice Elba y apoya la compotera en el suelo.
⎯¿No le hará mal, Elba? ⎯Susana observa a Ramon, que mueve la cola de un lado a otro.
⎯¿Mal? Morirse en soledad hace mal ⎯responde Elba.
⎯ ¡Brindemos, chicas! ⎯ dice Susana.
⎯¡Por el amor! ⎯Alicia levanta su copa.
Elba y Susana levantan las copas en silencio. Los lengüetazos de Ramon suenan ásperos contra el plástico. Cuando se acaba, el perro estornuda. Las tres ríen a coro, con una intensidad que solo lograba Betty con alguna de sus ocurrencias. Betty se hace presente, de alguna manera se siente su presencia en la mesa. Poco a poco la risa se apaga, y quedan en silencio. Unos rato después, Elba propone mirar la novela. Faltan 9 minutos para las cinco de la tarde. Alicia se acerca a un sillón de un cuerpo y se sienta. Luego dice en voz alta:
⎯Les traje un regalito, una pavadita. ¿Me acercas la cartera, Susi?
Susana intenta pararse, pero siente un cansancio repentino que le impide hacer el esfuerzo y se tambalea.
⎯Ay, chicas, estas burbujitas me dieron un mareo ⎯sacude la cabeza hacia los lados.
⎯Ni me digas, ya estoy fuera de pistas ⎯Alicia se inclina hacia atrás y mira el techo.
Susana logra levantarse y camina hasta el sillón sujetando la cartera de Alicia. Luego de entregársela, se desploma sobre el sofá de pana bordó. La estructura de madera cruje y Susana intenta acomodarse atravesada a lo largo del almohadón.
⎯Ya estoy bien, ya estoy bien ⎯dice, y automáticamente, se duerme.
Elba lleva la bandeja a la cocina. Se oye un ruido metálico, el rechinar de las bisagras oxidadas de la puerta de horno, que hace meses entró en desuso.
Al regresar, Elba siente el cansancio de repente, y se acuesta en el piso, abrazando a Ramón. Apoya su mano en el lomo del animal. Su respiración es tan pausada que parece que no respira. Tal vez ya no respira, piensa Elba y se toca el bolsillo del batón. El blister de los somníferos queda adherido a la tela por el pegote del dulce de membrillo.
Un rato más tarde, un olor desagradable, como a huevo podrido empieza a percibirse en el ambiente. Alicia pregunta por su teléfono, pero ninguna contesta. La respiración de Susana suena fuerte como un ronquido. Alicia intenta ponerse de pie con ayuda del perchero que hay junto a la mesita de apoyo pero el perchero cae, y no logra levantarse.
⎯ ¿Elba, me oís?
Alicia cae y el ruido seco resuena en todo el ambiente. Elba permanece abrazada a su perro, en un estado pasivo del que parece imposible salir. Alicia balbucea, pero Elba no llega a comprender. Demasiado esfuerzo, y no tiene ganas de contestar. El celular de Alicia emite un sonido y se apaga, ya sin batería. Pasada la medianoche, el silencio es casi absoluto. Solo Elba permanece despierta, oyendo el pitido de la tele sin programación, que le recuerda, agudo y regular, la línea recta en el monitor el día que Betty dijo adiós. Pasan las horas y es otra sirena la que irrumpe. Adentro, ya nadie la escucha. Alguien llamó a los bomberos, tal vez un vecino. Los gritos llegan desde la calle, un hombre desesperado golpea la puerta del dúplex llamando a su madre. Un paseador de perros intenta acercarse pero los perros lo frenan. Es el olfato, les resulta imposible acercarse con tanto olor a gas.